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La puesta en escena

En medio de las protestas de los demócratas y una coreografía grandiosa, George W, Bush aceptó la candidatura a la reelección, pero su discurso no convenció.

5 de septiembre de 2004

A ocho semanas de las presidenciales de 2004, y a ocho días del tercer aniversario del ataque del 11 de septiembre, la convención republicana fue la última gran puesta en escena de George W. Bush y su partido para mantener el poder. Y Nueva York fue el escenario escogido para enfatizar el papel que desempeñó el Presidente cuando un oscuro grupo de terroristas islámicos cambió ese día el curso de la historia para siempre.

La convención comenzó el domingo, mientras en el exterior se producía una gigantesca marcha de protesta -de 200.000 personas, según The Washington Post o de 500.000, según The New York Times- contra lo que representaban cerca de 5.000 delegados reunidos en el Madison Square Garden. Durante cuatro días el legendario escenario se convirtió en un búnker guardado por más de 10.000 policías, contra una ciudad opuesta, cuando no hostil, al patriotismo republicano. Aunque se trataba de un evento tan coreografiado como los premios Oscar, la nominación era lo de menos: el objetivo final es llegarles a los millones de votantes indecisos que todavía tienen el tiempo de interesarse en la política.

Pero cuando se esperaba el jueves una nota alta con el discurso de Bush, sus oponentes demócratas tomaron la decisión de responder inmediatamente de nuevo con una manifestación sin precedentes en la que dejaron claro que el debate electoral será una batalla sin cuartel.

A diferencia de las intervenciones de sus predecesores, especialmente la del vicepresidente Dick Cheney, el discurso de Bush dejó la impresión de un mandatario sin ideas nuevas. El diario The Washington Post calificó el discurso de "largo en ambiciones pero corto en los medios para lograrlas". John Kerry fue más allá cuando dijo en Springfield, Ohio, utilizando una expresión texana, que el discurso había sido "mucho sombrero y poco ganado".

De Bush se esperaba no sólo que aprovechara el impulso de las tres noches anteriores, sino que hiciera lo obvio: proponer la agenda para los próximos cuatro años. Porque lo cierto es que, independientemente de la retórica, mucha de ella descontextualizada, sesgada o simplemente falsa, los hechos, sobre todo después del 11 de septiembre de 2001, hablan por sí solos.

La guerra de Irak se convirtió, en la práctica, en un gigantesco desastre sin que los resultados propuestos -paz, estabilidad, prosperidad, democracia- se hayan materializado, ni tampoco las armas de destrucción masiva ni los lazos entre Saddam Hussein y Osama Ben Laden con que Bush justificó la invasión. La realidad es que el terrorismo y la guerra en Irak, a pesar de la interpretación oficial, eran asuntos separados, pero terminaron convertidos en un solo e inmenso problema que ha hecho el mundo más inseguro que antes. Y su problema es que los electores ya se dieron cuenta, como lo reflejan las encuestas, de que han reducido el margen de aprobación de Bush del 92 por ciento después del 11 de septiembre de 2001, a menos del 50 por ciento en la actualidad.

La situación económica sigue siendo incierta, y la recuperación aún no despega, a pesar de la devolución de impuestos propuesta por Bush que benefició a los más pudientes y que supuestamente generaría empleo. Pero los millones de nuevos trabajos prometidos no aparecen y miles de plazas de trabajo migran sin cesar a otros países del mundo.

Bush tenía demasiados temas para ignorar. El presidente-candidato comenzó por la agenda doméstica, haciendo mención, casi de pasada, a sus cuestionadas reformas a la educación y al sistema de cubrimiento en salud, y a la devolución de impuestos y su supuesto efecto en el crecimiento económico. En una muestra de cómo han cambiado las cosas, solo una vez se refirió al "conservatismo compasivo" que cuatro años atrás había sido su eslogan central. También habló de mecanismos para crear empleo, incluyendo más fondos para los colegios tecnológicos -mencionando tangencialmente la educación universitaria, cuyos costos han crecido de forma alarmante-, los acuerdos de libre comercio, los recortes a los impuestos, buscar petróleo en reservas y parques naturales. Su agenda domestica se centró en una estrategia de privatización, resumida en el eslogan de una "sociedad de propietarios". Una de las pocas cifras que aventuró fue la de prometer siete millones de casas propias. La intención es privatizar la seguridad social, una idea sin futuro debido a los enormes costos que implicaría y a la desconfianza de los electores a entregarle los ahorros de toda la vida al sector privado.

La segunda parte del discurso se centró en la lucha contra el terrorismo y las debilidades de su adversario John Kerry. En ambos casos, Bush hizo lo que mejor sabe: apelar al patriotismo para mostrarse como un líder capaz de sacar adelante a su país en tiempos de crisis. El Presidente repitió elementos que de tanto decirlos ya están perdiendo su lustre, con el agravante de que su veracidad es discutible, como decir que Kerry se opone a pagar por los costos de la guerra en Irak.

La capacidad de maniobra de Bush se ha reducido como resultado de sus actuaciones. Y estos se conjugan con otros temas, desde las torturas en Irak hasta el matrimonio entre homosexuales; desde el tratamiento pro empresas en la legislación ambiental y en el costo de las medicinas hasta el ataque al derecho al aborto; desde la amenaza a las libertades civiles ejemplificada por Guantánamo hasta las restricciones a la investigación médica en clonación; desde los negociados en Irak de Halliburton, la compañía que dirigió Cheney, hasta las actuaciones irregulares de los republicanos en el Congreso; desde la conversión de un superávit de 150.000 millones de dólares que dejó Clinton en un déficit de 450.000 millones de dólares en 2003.

En un evento en el que la nominación era una formalidad, quienes salieron premiados fueron los oradores de fondo, de los cuales probablemente saldrán los candidatos para las elecciones de 2008. Entre ellos estaban John McCain, el senador por Arizona; Rudolph Giuliani, el ex alcalde del 11 de septiembre; Arnold Schwarzenegger, quien no oculta sus ganas de seguir el camino de Ronald Reagan. Y Laura Bush, la primera dama, que puso el toque familiar en la convención.

Mientras Bush hablaba con bomberos en Queens, Zell Miller, senador demócrata por Georgia, y el vicepresidente Dick Cheney pronunciaron discursos que la prensa calificó de "vigorosos", "duros", "vociferantes", "feroces" y "provocativos". Ambas intervenciones fueron interrumpidas por una audiencia que aplaudía a rabiar las acusaciones sobre debilidad e indecisión del candidato demócrata y su incapacidad para liderar el país en tiempos de guerra.

Mientras tanto, fuera del Madison, miles de opositores libraban una lucha relativamente pacífica contra 10.000 policías que parecían más ocupados en proteger a los republicanos que en prevenir ataques terroristas. Y es que hasta el famoso sistema de los niveles de alerta, que institucionalizó la llamada 'política del miedo', ha dejado a los republicanos y a George W. Bush como al muchachito que gritó demasiadas veces que venía el lobo hasta que nadie le creyó: con mucha coreografía pero con poca realidad.