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El alza en los precios del combustible en un país empobrecido desató las primeras protestas.

MYANMAR

La revolución azafrán

Liderados por los monjes budistas, los ciudadanos de la antigua Birmania desafían la dictadura militar.

29 de septiembre de 2007

La represión violenta de los manifestantes era sólo cuestión de tiempo. Por momentos, pareció que la junta militar que desde hace 45 años gobierna con puño de hierro Myanmar (el nombre con el que los militares decidieron rebautizar Birmania) había decidido contenerse en su respuesta a las protestas pacíficas que se extendieron la semana pasada a lo largo del país, lideradas por los monjes budistas. Pero fieles al antecedente de la última ocasión en que enfrentaron un levantamiento similar -el que se saldó con 3.000 muertos en 1988-, el jueves aparecieron las primeras víctimas de la insurrección, cuando las fuerzas de seguridad dispararon contra una multitud. Los reportes desde uno de los lugares más aislados del planeta comenzaban a contar los muertos y hablaban de cientos de monjes apresados. Al cierre de esta edición, las imágenes de monasterios vacíos con charcos de sangre en el piso le daban la vuelta al mundo.

Los manifestantes en las calles se llegaron a contar por cientos de miles y, a diferencia de la matanza de hace 20 años, cuando la noticia tardó varios días en alcanzar el mundo exterior, las redes secretas de disidentes lograron escapar a la censura y enviar imágenes a las principales cadenas internacionales de noticias. El tema se convirtió en un evento global, al punto que eclipsó las demás discusiones durante la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York. El secretario general, Ban Ki Moon, habló al respecto en su discurso inaugural y anunció un enviado especial. Hasta el presidente estadounidense, George W. Bush, dejó de lado sus ataques a Irán para discutir sobre Myanmar. Tanto Washington como Bruselas hicieron un llamado a cesar la violencia y abrir el diálogo con la oposición democrática.

El levantamiento tiene razones de peso. Con su corrupto liderazgo, el Consejo de la Paz y el desarrollo del Estado, el eufemismo con el que se hace llamar la junta militar, se ha encargado de llevar a Myanmar al borde del precipicio. A pesar de su riqueza en recursos naturales como el gas y el petróleo, la población no ha hecho más que empobrecer desde el golpe de 1962. Después de las elecciones de 1990, cuyo resultado la junta no respetó (ver recuadro), Myanmar quedó condenada al ostracismo y se mantiene a flote en gran medida gracias a una China hambrienta de sus recursos energéticos. Ninguna sanción de Occidente conseguirá mayores efectos sin el respaldo del gigante asiático. "Beijing quiere un país estable para defender sus propios intereses y será muy sigilosa en su condena al régimen", dijo a SEMANA desde Jakarta David Steimberg, director de estudios asiáticos de la Universidad de Georgetown.

Toda revolución necesita una mecha para encenderse y esta tuvo una bastante inflamable: la intempestiva subida de los precios del combustible a finales de agosto. Las protestas eran pequeñas hasta cuando unos soldados dispararon sobre las cabezas rapadas de algunos monjes que se manifestaban en Pakkoku. Según algunos reportes, también los habrían apaleado. Las autoridades religiosas pidieron una disculpa, que nunca llegó, con fecha límite del 17 de septiembre. Al día siguiente se tomaron las calles. Posiblemente por tratarse de los monjes, la respuesta inicial del régimen fue moderada.

En un país donde entre el 80 y el 90 por ciento de la población es budista, se trata de la única institución capaz de hacer algún contrapeso al Ejército y se calcula que existen unos 400.000 monjes, un número cercano al de los soldados. El papel de los monjes no se ha limitado al plano espiritual. También han ejercido el activismo político, desde las protestas contra el régimen colonial británico, en 1930, hasta las manifestaciones de 1988. Pero en esta ocasión estaban a la vanguardia, de ahí que muchos hablaran de 'la revolución azafrán' por cuenta del color de las túnicas de los religiosos. Las pagodas se convirtieron en el lugar de reunión de los manifestantes y los monjes se negaron a recibir las donaciones de los militares. En la cultura budista, la limosna cumple un papel muy importante y ese gesto equivale a una excomunión en la Iglesia Católica.

Las dimensiones y las consecuencias de la represión aún son inciertas. Los manifestantes han mostrado coraje y determinación, pero nada garantiza que no sean aplastados. El tiempo del cambio llegará en algún momento a Myanmar, pero nadie sabe cuánta sangre correrá antes de que eso ocurra. "La era de la impunidad ha muerto", advirtió John Sawers, el embajador británico, durante las discusiones en la ONU. Ojalá sus palabras no se queden en retórica diplomática.