Home

Mundo

Artículo

LA SEGUNDA REVOLUCION

El XIII Congreso del Partido Comunista Chino dio luz verde a las reformas impulsadas por Den Xiaoping

30 de noviembre de 1987

Desde el nuevo restaurante de Kentucky Fried Chicken, ubicado en el lado suroeste de la plaza Tienanmen de Pekín, la mañana del 25 de octubre indicaba que este iba a ser otro día usual de otoño. Sin embargo, a pocos metros de allí, la situación no era "normal". En primer lugar, faltaban los jugadores callejeros y los mercaderes de dólares negros que se pasean para atraer a los turistas. Adicionalmente, las escaleras de entrada a la Gran Sala del Pueblo estaban especialmente limpias y lustrosas.
La explicación de semejantes cambios llegó a los pocos minutos, cuando ante la mirada indiferente de algunos pequineses, varios mercedes de color negro empezaron a depositar a sus pasajeros, bajo la cara austera del retrato de Mao Tse-Tung, ubicado a la entrada del recinto. En cosa de momentos, ya se habían reunido allí 2 mil representantes del Partido Comunista Chino, la agremiación política más grande el mundo--45 millones de miembros--, con el fin de dar inicio al congreso número 13 en los 67 años de historia del movimiento.
La cita era importante. Aparte de la propaganda oficial que insistía en que "el Gran Trece" constituia uno de los momentos más claves en la historia reciente de la China, los observadores occidentales sostenían que --efectivamente--en la Gran Sala del Pueblo la nación oriental se estaba jugando el todo por el todo. A lo largo de toda la semana pasada, las discusiones de los delegados estaban dirimiendo la polémica sobre cómo enrutar a esta nación que contiene una cuarta parte de la población mundial.
Una vez más, el punto álgido del debate fue la actitud del PCC sobre el clima reformista que ha invadido a China. Los nuevos vientos fueron traídos hace unos 8 años por Deng Xiaoping, quien promovió cambios tales como una impresionante apertura a la inversión extranjera, ensayos de propiedad privada y --sobre todo--estímulos capitalistas mediante la introducción de aquella norma que dice que "a más trabajo, más paga".
El sistema ha creado una nueva clase de pequeños empresarios y trabajadores que, en opinión de los expertos, está revolucionando el país.
No obstante, a pesar de los resultados favorables que se hayan podido presentar, la cosa no ha sido fácil. Las nuevas reglas de juego le han chocado profundamente a la vieja guardia del Partido Comunista Chino que ve las reformas casi que a nivel de herejía. No hay que olvidar que hace apenas 20 años el país estaba en plena revolución cultural, en la cual el más mínimo intento de apartarse de los más básicos principios marxistas fue duramente reprimido.
Por lo tanto, Deng ha tenido que luchar fuertemente, no siempre con éxito. El pasado mes de enero una alianza de fuerzas opuesta a los cambios radicales forzó la renuncia de Hu Yaobang, jefe del PCC y una de las fichas claves de Deng.
Como si la discusión ideológica fuera poco, los cambios también han tenido tropiezos. Entre otros, los propios líderes chinos reconocen que se han presentado problemas de inflación, consumo excesivo y corrupción. El nuevo clima de libertades también he hecho a la población más beligerante. Hace unos meses, las principales ciudades chinas fueron conmovidas por marchas estudiantiles de protesta que pedían una mayor liberalizacion a las costumbres.
Con todos esos antecedentes, no es de extrañar que el Gran Trece fuera tan importante. Bajo un marco impresionante de banderas rojas y el símbolo dorado de la hoz y el martillo, los asistentes--incluida la prensa occidental--y los televidentes chinos que recibieron la transmisión en directo (otra demostración más de la apertura), pudieron apreciar desde el primer momento la confrontación de poderes. En el centro de la mesa se ubicaron Deng Xiaoping, uno de los seis miembros del politburó, y a su derecha Chen Yun, otro integrante del principal cuerpo del gobierno, quien representa el ala conservadora. A pocos metros, estaba el asiento de Zhao Ziyang, primer ministro y delfín de Deng, que como prueba del nuevo espíritu había cambiado la tradicional chaqueta tipo Mao por una corbata y un vestido, a la usanza occidental.
Fue precisamente Zhao quien abrió el debate con su discurso inaugural en el cual defendió las reformas introducidas, sin desconocer los problemas que se han presentado, aunque insistiendo en la necesidad de seguir adelante. Entre otras cosas, Zhao pidió la separación de funciones entre la gente del partido y del gobierno, al igual que una menor burocracia. Según el premier chino, la nación va a tener dos clases de servidores públicos: los políticos y los profesionales. Mientras que los primeros se dedicarían tan sólo a asuntos del partido, los segundos deben pasar una serie de exámenes y serían responsables del manejo de los departamentos y de las empresas. Una separación de poderes como esa haría--según Zhao--más fácil la consolidación del nuevo sistema, basado en descentralizar el manejo de la economía. Aunque un precepto como ese debe horrorizar a los teóricos marxistas, el premier chino sostuvo que "juzgar la vida por principios abstractos o modelos utópicos, en cambio de hacerlo por el crecimiento de las fuerzas productivas, tan sólo desacreditará al marxismo".
Semejantes palabras contaron con la obvia aprobación de Deng Xiaoping, quien recostado en su silla estaba contemplando el que sin duda será su último congreso. Con 83 años de edad, y a pesar de tener buena salud, Deng ha insistido en que ya es tiempo de darle paso a la segunda generación, representada por Zhao. Esta, integrada por gente que no participó en la "Larga Marcha", al lado de Mao, se encuentra en sus sesentas y debe darle nueva energía al plan reformista. Por lo tanto, junto con su retiro del Politburó, Deng invitó a sus colegas octogenarios, como Chen Yun de 82 años, a "acompañarlo". A través de ese mecanismo, Deng confía en completar suavemente el proceso de sucesión y asegurar al mismo tiempo que China seguirá por la ruta que él ha trazado.
De tal manera, en los próximos meses la única función pública de Deng se limitará a la de ejercer su puesto como presidente de la Comisión Militar Central, el cual le da control del ejército. La pequeña "contrarrevolucón" de enero,convenció a Deng que en las fuerzas armadas todavía hay oposición a sus ideas, y que tiene que buscar un grupo de oficiales jóvenes que no le teman a las reformas.
Si logra eso, el patriarca chino habrá completado, en escasos diez años, un cambio que pocos esperaban. En el Politburó se confía en la inclusión de Hu Qili, el número dos en la secretaría del partido y quien era un protegido de Hu Yaobang. Adicionalmente, se espera que Zhao Ziyang adopte formalmente la jefatura del PCC y le deje el puesto de premier a Li Peng, un hijo adoptivo del expremier Chou Enlai, quien es un ingeniero educado en la Unión Soviética y cuenta con "sólo" 59 años de edad.
Son esas dos personas, Zhao y Li, quienes deben conducir a China hasta comienzos del próximo siglo. En opinión de los expertos, el manejo del balance va a ser delicado aunque, dada su característica de jefe del partido, Zhao va a tener la ventaja. Semejante poder y responsabilidad son llamativos para el hasta hace poco, oscuro Zhao Ziyang. De éste se sabe tan sólo que es el hijo de un señor feudal chino (motivo por el cual fue duramente purgado en la revolución cultural), que tiene-cinco hijos y que nada y trota ocasionalmente. El líder de 68 años hizo su carrera en la populosa provincia de Sichuan, cuando, como jefe regional, logró controlar exitosamente una hambruna e inspiró reformas que se convirtieron en modelo para las ideas de Deng Xiaoping. Aunque sostiene que se siente mejor capacitado para desempeñar el puesto de premier, es indudable que como número uno del partido contará con una enorme influencia.
Es esa importancia la que comenzó a palparse desde el inicio mismo del congreso del PCC. Aparte de todo el juego político que se desarrolló entretelones, el evento sirvio para marcar las pautas del país dentro de los próximos cinco años. Entre otras cosas de la reunión salió una reafirmación a las libertades académicas para los intelectuales y una autorización a los agricultores para negociar libremente la cesión de los derechos sobre los terrenos que se les atribuyan, mediante un pago en especie. Ambas decisiones expresan claramente que el ambiente de la semana pasada en Pekín seguía siendo claramente reformista.
Esa impresión se unió a la sorpresa de la prensa occidental que no salia de su asombro ante todas las facilidades puestas a su disposición por los funcionarios chinos. Aparte del derecho de asistir a las ceremonias de apertura y clausura, los corresponsales pudieron entrevistar libremente a decenas de miembros del PCC y tocar temas que eran considerados tabú hace unos pocos años.
Sin embargo, queda por ver si ese clima de apertura se transmite a la sociedad china. Aún el mismo Zhao reconoció en su discurso que los cambios más elementales pueden tomar años, debido a que hay que romper una serie de costumbres aparentemente inamovibles. Es tal vez esa la razón por la cual millones de chinos apenas si prestaron atención a lo que sucedió la semana pasada en el Gran Trece. La tranquilidad habitual de la plaza Tienanmen sólo se rompió en la tarde del lunes pasado, cuando cientos de manifestantes --desafiando una prohibición oficial--entraran gritando y cantando al sitio. La permisividad de las autoridades, que no interrumpieron la marcha, fue, para algunos, llamativa. No obstante, la verdad es que la adusta policía china podía hacer una excepción. Lejos de la política, los exaltados jóvenes estaban celebrando un acontecimiento histórico: por primera vez el equipo nacional de fútbol había vencido al Japón y se había clasificado para los Juegos Olímpicos de Seúl.