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Los dilemas de la gran Europa

La expansión sin precedentes es un logro histórico de integración económica, pero a la vez presenta nuevos riesgos de una Unión Europea menos vigorosa, menos unida y menos europea.

Niall Ferguson*
19 de diciembre de 2004

Para cualquiera que esté observando desde el espacio exterior, sólo hay un imperio en la Tierra que realmente haga honor a ese nombre. Desde 1973 su territorio se ha triplicado en tamaño y tan sólo en el curso del año pasado ha absorbido a 10 Estados soberanos. En comparación, las incursiones temporales del 'equipo América' en Afganistán e Irak se tratan sin duda, de logros bastante escasos. Para el caso, dentro de 10 años este imperio en expansión quizá ya tenga una frontera común con Irak.

El aspecto más irónico de esta expansión sin precedentes, no obstante, es que posiblemente no venga al caso: la Unión Europea enfrentará problemas críticos en lo político, económico y logístico en los años venideros, problemas que no se resolverán mediante su crecimiento y es posible que se vean empeorados por él. El aumento de tamaño de la Unión Europea es ciertamente una de las grandes hazañas políticas de nuestro tiempo. Tres de los nuevos miembros -Estonia, Letonia y Lituania- eran antes parte de la Unión Soviética, en tanto que Hungría, Polonia y las Repúblicas Checa y Eslovaca eran estados comunistas integrantes del Pacto de Varsovia, dominado por los soviéticos. Eslovenia era parte de Yugoslavia, país que era comunista, aunque no alineado. Las dos islas que se han unido, Malta y Chipre, eran en un tiempo colonias británicas. Sin embargo, la segunda de ellas ha estado dividida entre Grecia y Turquía desde 1974, y técnicamente sólo la parte griega se ha afiliado a la UE. Dadas sus historias recientes, lo asombroso es que las 10 naciones hayan sido capaces de afiliarse a la Unión Europea sin que se haya disparado un solo tiro.

El punto clave es que países como estos desean unirse a la Unión Europea, pese a que ello significa una decidida disminución de su soberanía económica y legal. Y esa expansión al parecer tiene todas las posibilidades de continuar: Bulgaria y Rumania son las siguientes en línea y la solicitud de ingreso de Turquía, presentada desde hace tiempo, también está siendo analizada seriamente. En su asombroso atractivo, la UE es un ejemplo de lo que puede lograrse mediante el 'poder blando', en oposición al 'poder duro' de Estados Unidos. En una inspección más cercana, no obstante, vista desde Europa, el crecimiento de la UE parece ser una distracción periférica respecto de al menos tres problemas profundos que se encuentran en su núcleo. De hecho, la expansión puede empeorar estos problemas. El primer problema es el subdesempeño económico de los miembros fundadores de la UE, en particular Alemania, que sigue siendo la mayor economía de Europa. Incluso una periferia de rápido crecimiento no ayudará en mucho si el núcleo mayor de la UE se está estancando.

El segundo problema es la dificultad principal de operar lo que es todavía una confederación relativamente suelta entre naciones estados a medida que la UE incrementa su tamaño. Lo que ya era difícil con 15 miembros -para no hablar de los siete miembros originales que firmaron el Tratado de Roma- está resultando ser aún más duro con 25. El tercer problema tiene que ver con la elusiva cuestión de la identidad europea. Les agrade o no a los miembros fundadores de la Unión Europea, sus valores sin duda tenderán a ser menos dominantes en la nueva Europa. Mientras más piensan acerca de ello, menos les agrada esa idea a los europeos 'viejos'.

El más urgente de estos problemas, discutiblemente, es el primero, porque afecta a la economía regional en general. Aunque la expansión ha añadido 10 nuevos países a la UE, se trata de 10 economías pequeñas con un producto interno bruto de un poco más de 400.000 millones de dólares. Desafortunadamente, es difícil comprender cómo la expansión puede impulsar en forma significativa su desempeño, y su membresía ha incrementado el PIB total de la Unión Europea en menos de 5 por ciento. Como antes, la UE sigue dominado por cuatro grandes economías: Francia, Alemania, Italia y el Reino Unido. En cada año de la década pasada, salvo 2001, la economía europea ha crecido menos rápidamente que la economía estadounidense. Alemania, en particular, casi se ha estancado: desde 1996, según datos del Fondo Monetario Internacional, el ritmo real de crecimiento anual del PIB per cápita en Alemania ha sido un miserable 1,2 por ciento, el índice menor en Europa y la mitad del porcentaje registrado por Estados Unidos. Incluso Japón ha tenido un mejor desempeño. Con 10 por ciento, el índice de desempleo alemán sólo es superado por el de España como el peor de Europa.

Uno podría explicar esa trasformación del milagro económico alemán de la posguerra en una pesadilla económica de la posguerra fría diciendo que la unión monetaria europea ha tenido un impacto contraproducente sobre los alemanes. Con el surgimiento del Banco Central Europeo (BCE), pensaron, habían creado una réplica del Bundesbank, pero en realidad el BCE ha elaborado la política monetaria con menos atención a las necesidades de Alemania que a las de los otros 11 miembros de la Eurozona. Eso ha impulsado la baja inflación de Alemania al borde de la deflación. La otra explicación posible para la falta de vitalidad de Alemania es una economía sobrerregulada y con exceso de impuestos que necesita urgentemente reformar su sistema obsoleto de bienestar social y negociación corporativista colectiva. Ese es el punto de vista del gobierno alemán, y está haciendo lo posible por lograr la aprobación de un programa de reformas, si bien el precio político está resultando alto. La realidad, sin embargo, es que Alemania es sólo un caso, aunque el más extremo, de un problema en escala continental. En comparación con los estadounidenses, los europeos simplemente trabajan menos: la participación de la fuerza laboral es menor, las huelgas son más frecuentes, las semanas laborales son más cortas y los días feriados, más numerosos. Asombrosamente, el italiano promedio trabaja 36 por ciento menos que el estadounidense promedio. Y el francés promedio trabaja 32 por ciento menos. Además, los miembros del núcleo de la UE enfrentan una grave crisis demográfica en los decenios venideros. Cuando el secretario de Defensa de Estados Unidos Donald Rumsfeld habló de la "vieja Europa", no sabía lo acertado que estaba. La edad media de un número de países de la UE llegará a los 50 años para 2050, y para entonces una tercera parte de la población italiana tendrá 65 años o más. Como lo admite la Comisión Europea, esta senectud -el resultado neto del desplome de los índices de natalidad y la creciente longevidad- seguramente tenderá a reducir aún más el crecimiento económico europeo. ¿Puede ayudar la ampliación de la UE? No mucho, si es que algo. Muchos de los nuevos estados miembros también tienen poblaciones que están envejeciendo.

La única chispa de esperanza es que, como lo hizo Irlanda en la década de 1990, los nuevos miembros quizá adopten políticas de impuestos bajos diseñadas para atraer inversiones extranjeras e impulsar la productividad. Los alemanes que están envejeciendo podrían beneficiarse más de lo que se dan cuenta por el crecimiento rápido en Eslovaquia. El problema, por supuesto, es que la mayoría de los germanos temen la pérdida de empleos, particularmente en la industria automovilística, ante el empuje de los nuevos estados miembros, cuyos salarios son mucho más bajos. Por ello el gobierno alemán periódicamente exige que se armonicen las tasas impositivas de la UE hacia arriba, lo cual sería una medida que destruiría las leves esperanzas de los países de Europa Central de imitar al 'tigre celta'. Los interrogantes acerca de la armonización de las tasas de impuestos sirven para recordar el fin para el que supuestamente fue integrada la Unión Europea: está diseñada, sobre todas las cosas, para promover la integración económica entre sus estados miembros, no meramente mediante la reducción de las barreras comerciales entre ellos, sino también intentando estandarizar las reglas económicas.

Los 'euroescépticos' británicos aseguran que más liberalización y menos regulación rendirían mejores resultados económicos, y que esto debería ser la prioridad de la UE. Pero los líderes de la Unión Europea aspiran a algo más que eso. Les gustaría ver que Europa desarrolle una política común exterior y de defensa. De hecho, ese es uno de los objetivos clave de la nueva Constitución de la Unión Europa que ha sido redactada bajo el liderazgo de Valery Giscard d'Estaing, el ex presidente galo. Tiene sentido dar a la Unión Europea una nueva Constitución. Su actual sistema de tratados nunca tuvo como intención acomodar las necesidades de 25 miembros. Dejar la situación tal como está sería arriesgarse a la parálisis, dado que las reglas existentes tienden a sobrerrepresentar a los países pequeños y subrepresentar a los grandes. No obstante, dista mucho de estar claro que la nueva Constitución sea adoptada algún día. No sólo se ha enfrentado a la usual y previsible suspicacia de la Gran Bretaña, donde cualquier tipo de constitución es interpretada como un paso más hacia el federalismo europeo, sino también hay una oposición creciente en la Francia nativa de D'Estaing. Quizá en forma hasta cierto grado ilógica, algunos votantes europeos están utilizando el debate sobre la nueva Constitución para dar expresión a sus temores acerca de otros asuntos que puedan surgir con la expansión.

Y es aquí donde el asunto de la identidad europea se está tornando crucial. Hasta ahora la Unión Europea ha tenido un carácter claramente euroccidental. Cuando los burócratas de Bruselas hablan de "valores europeos", se refieren a los valores de las sociedades altamente seculares de Europa occidental, una clara combinación de racionalidad gala, pragmatismo británico y holandés, cinismo italiano y culpa alemana de la posguerra, con una pizca del anticlericalismo ibérico y la supertolerancia escandinava para darle sabor. Pero cada nuevo estado miembro hace que esa mezcla sea más inestable. La pregunta que está empezando a dominar en Europa es si un agrandamiento adicional -en particular si eso incluyera a Turquía- podría cambiar fundamentalmente la identidad europea.

Los europeos tendrían que preocuparse por estas cuestiones incluso si no se estuviera proponiendo una expansión adicional. Durante decenios, la identidad de Europa se ha estado modificando fundamentalmente por la migración de los países predominantemente musulmanes que rodean a Europa, así como por la proveniente de ex colonias mucho más distantes. Es la posibilidad de la membresía turca, sin embargo, la que ha obligado a los europeos a pensar más profundamente acerca de en qué se está convirtiendo su Unión, y en qué se puede convertir. Aquellos que pronostican una Unión Europea islámica para finales del nuevo siglo han tocado un nervio muy sensible. Visto desde lejos, el agrandamiento de la Unión Europea se ve como un triunfo de la integración económica pacífica sobre conflictos históricos del pasado. Pero desde más cerca se ve como un logro más ambiguo, que amenaza con hacer a la UE, simultáneamente, menos europea y menos unida.

*Autor de Colossus:'The price of America's Empire', profesor de la Universidad de Harvard y becario decano de la Universidad de Oxford y del Instituto Hoover de Stanford