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Lotería mortal

La aplicación de la pena de muerte es mirada con crecientes dudas por los gobernantes de Estados Unidos.

10 de julio de 2000

Durante el presente año cerca de 100 norteamericanos serán envenenados, colgados, gaseados, fusilados o electrocutados. En un país en el cual son asesinadas anualmente 17.000 personas la cifra no luce excepcional. La diferencia es que en estos 100 casos el verdugo será el Estado. El número de ejecuciones ha venido subiendo en Estados Unidos, impulsado por leyes que reducen el número de años que los condenados pueden esperar entre el veredicto y la ejecución. Es difícil imaginar un político famoso en Estados Unidos que desapruebe un castigo que es favorecido por dos de cada tres norteamericanos.

Sin embargo, a medida que se han venido acelerando las ejecuciones han aumentado también las dudas. En los últimos 30 años han sido liberadas 87 personas que esperaban su ejecución. La semana pasada el gobernador George W. Bush anunció su decisión de aplazar una ejecución hasta que se obtuvieran pruebas basadas en el ADN. Otro gobernador republicano, George Ryan, de Illinois, anunció que impondría una moratoria en las ejecuciones en espera de una investigación acerca del sistema judicial.

Estas pequeñas señales de reconsiderar serán bienvenidas por todas las personas que —al igual que The Economist— no comparten la misma afección que le tienen tantos norteamericanos a la pena capital. Para quienes viven fuera de Estados Unidos es sorprendente la pasión que existe en ese país por la pena de muerte. Es sorprendente, en efecto, encontrar una nación usualmente tan tolerante en el mismo bando que China, Irán, Arabia Saudita y el Congo (que son los únicos cuatro países que superan a Estados Unidos en el número de ejecuciones).

Una de las razones por la cual Estados Unidos ha mantenido la pena de muerte es, sin duda, admirable: debido a su carácter democrático. En efecto, prácticamente en todos los países que ha sido abolida esta acción ha resultado de una iniciativa del establecimiento político a pesar de que la mayoría de la población apoyaba la pena capital.

Los conflictos acerca del respeto adecuado por la vida nunca podrán ser resueltos, así como tampoco existe evidencia sólida acerca de la efectividad de la pena de muerte como disuasivo. Sin embargo ambas partes pueden convenir que si semejante castigo ha de existir los tribunales deben tomar todas las medidas necesarias para establecer la culpabilidad del acusado más allá de cualquier duda razonable. Como lo concedió John Stuart Mill: un argumento de peso contra la pena capital es que si se comete un error de juicio éste no puede ser corregido. Allí es donde están fallando las cortes norteamericanas.

Desde 1976, cuando fue restablecida, Estados Unidos ha ejecutado 640 personas (que serán ya 642 cuando usted lea este artículo). Es así como las 87 personas liberadas luego de haber sido sentenciadas a muerte representan un exonerado por cada siete ajusticiados. Nadie sabe con certeza si ha habido personas inocentes ejecutadas. No obstante, existe una inquietante probabilidad de que ello haya ocurrido. En 1993 Leonel Herrera fue ejecutado en Texas a pesar de que un ex juez presentó un testimonio en el cual otro hombre confesaba haber cometido el crimen.

Muchos ejemplos de condenas equivocadas no han sido descubiertos por los tribunales superiores sino por obstinados estudiantes de periodismo. Estos rescates benévolos e inesperados mitigan, pero no justifican, la incapacidad que tiene el sistema judicial para corregir sus propios errores. El sistema —es decir los tribunales, los fiscales y los gobernadores— está influenciado por: la política (parece muy poco probable que el gobernador Bush hubiera aplazado alguna ejecución si no estuviera compitiendo en las elecciones presidenciales); el prejuicio (los negros son condenados a muerte de manera totalmente desproporcionada en relación con su número) y, tal vez lo más importante, por pura y llana inconsistencia.

En Estados Unidos se han presentado cientos de miles de juicios por asesinato desde 1976. La mayoría de ellos tenían serias posibilidades de desembocar en la pena capital. En la práctica los fiscales solicitaron la pena de muerte en menos del 5 por ciento de los casos. Cuando se enfrentan con abogados hábiles y aguerridos los fiscales rara vez corren el riesgo de tomar el camino de la pena máxima; pero cuando tienden a hacerlo resulta que no es tanto por la gravedad de los crímenes cometidos sino porque el defensor luce inerme. El número de condenas varía también mucho de un lugar a otro: Texas impone 40 veces más condenas a muerte que Nueva York, cuando las poblaciones totales de ambos estados son similares y los problemas delincuenciales también.

Esta aleatoriedad de la pena capital le quita todo fundamento a los argumentos de Mill, ya que en Estados Unidos el poder de vida o muerte que tiene el Estado no es ejercido ni con imparcialidad ni con consistencia.