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La encrucijada brasileña con Lula tras las rejas

La polémica condena contra Luiz Inácio Lula da Silva pone en entredicho a la democracia brasileña. La intervención de los militares y las dudas sobre la solidez del proceso oscurecen el panorama electoral del gigante suramericano, mientras se espera un estallido social.

7 de abril de 2018

“Vivimos tiempos de intolerancia e intransigencia. Es el momento de pedir serenidad”. Con esas palabras empezó su insólito discurso en la televisión nacional la jueza Cármen Lúcia. Dos días después, en las salas del Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil, ella y diez magistrados más debatían sobre el futuro de Lula da Silva y, con él, el de todo un país. No exageraba con su llamado. La antesala de este juicio histórico estuvo marcada por la polarización y la violencia. Ahora que ya hay un veredicto, la inconformidad y la incertidumbre amenazan acabar la poca estabilidad política que le queda al gigante continental.

La deliberación duró 11 horas. Con 6 votos en contra y 5 a favor, los jueces del tribunal rechazaron la solicitud de habeas corpus de Lula y dieron vía libre para que el juez Sérgio Moro, emblema de la investigación Lava Jato, emitiera una orden de captura en su contra. Ya no le quedan cartuchos a la defensa del exmandatario. Con esta decisión, se necesita prácticamente un milagro para que en los próximos días la foto del expresidente al entrar a prisión no ocupe la primera plana de la prensa mundial. Aunque todavía existe la posibilidad de reducir su condena de 12 años por corrupción, su tiempo tras las rejas lo deja prácticamente por fuera de la contienda electoral. Jaque mate.

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La orden llegó menos de 24 horas después. El juez Moro dio hasta las cinco de la tarde del viernes para que el expresidente se presentara voluntariamente ante la Policía Federal en consideración de la dignidad del cargo que ocupó. De inmediato, el Partido de los Trabajadores (PT), fortín político del exmandatario, convocó a una movilización general. Sus militantes llegaron hasta la sede del sindicato metalúrgico en São Paulo, donde el presidente anunció una reunión urgente con los líderes del partido, pero el hermetismo del encuentro elevó aún más la incertidumbre.

La sede de Lula se convirtió en una trinchera protegida por cientos de sus seguidores, mientras que el desorden social se apoderó de Brasil. Al son de arengas como “Lula, ladrón, tu lugar es la prisión” y con la imagen del expresidente vestido de presidiario, sus detractores celebraron el fallo en las calles y principales avenidas del país. Sus simpatizantes quemaron árboles y neumáticos para bloquear las más importantes carreteras y protestaron multitudinariamente por lo que para ellos era una injusticia. La violencia tomó niveles insospechados cuando una de sus partidarias recibió un disparo durante una de las movilizaciones.

Todo el país estuvo a la espera de su entrega o de su captura. Nunca antes una figura había dividido de tal forma a Brasil. Quienes lo odian ven en Lula al jefe de una red de corrupción que se creía intocable, y quienes lo aman consideran este proceso una persecución política en su contra. Ninguna decisión del Supremo habría sido suficiente para alivianar la tensión que se respira cada vez más fuerte en el país.

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El punto más crítico llegó un día antes del juicio, cuando un posible ruido de sables encendió todas las alarmas. En forma insólita, el comandante de las Fuerzas Armadas, el general Eduardo Villas Bôas, anunció que no toleraría la impunidad, y su declaración desató el miedo, sobre todo porque otros generales salieron a secundarlo. Afirmaciones como “tengo la espada al lado, la silla equipada, el caballo listo y aguardo sus órdenes” o “comandante, estamos juntos en la misma trinchera” elevaron aún más el nerviosismo. Cuando el general en reserva Luiz Gonzaga Schroeder le dijo al periódico O Estado de São Paulo que si Lula se presentaba a las elecciones presidenciales solo el recurso de la reacción armada podría restaurar el orden, la amenaza de un golpe se hizo casi tangible.

El escándalo no fue menor. Por primera vez desde el fin de la dictadura militar en 1985 las Fuerzas Militares irrumpieron en la arena política. Y aún peor, lo hicieron para ejercer presión sobre los jueces que tenían a su cargo este crucial proceso. Es decir, la cúpula militar no solo entró de lleno a participar en política, sino que intentó influir descaradamente en la rama judicial. Un precedente importante para un país que padeció durante dos décadas los excesos de un régimen castrense, pero que, además, de cara a las elecciones y con la salida de Lula del panorama electoral, tiene de primero en las encuestas a un exmilitar.

Jueces, abogados, periodistas y hasta Amnistía Internacional rechazaron ese mismo día las polémicas declaraciones. Incluso uno de los magistrados del tribunal, el juez Celso de Mello, no votó sin antes recordar que la injerencia militar en la historia de Brasil “no puede ser ignorada ni por esta ni por futuras generaciones”. Aunque lo que ocurrió permite dimensionar el tamaño de esta crisis, los cierto es que no solo las Fuerzas intentaron influir en la decisión final del proceso.

Por el contrario. En la última semana, una campaña de presiones desde todos los espectros políticos calentaron el ambiente. Más de 5.000 jueces y fiscales redactaron un manifiesto en el que rechazaron el trato diferencial que estaba recibiendo el expresidente, pues cualquier condenado en segunda instancia debería estar por ley en la cárcel. Miles de personas inundaron las calles de Brasilia, São Paulo, Río de Janeiro, Curitiba y varias ciudades más para exigir su detención. Al final, como dijo a SEMANA Ignacio Cano, del Laboratorio de Análisis de Violencia de la Universidad de Río, “si Lula se hubiera librado de la cárcel, sería considerado favoritismo o una decisión que buscaba evitar la tensión de su encarcelamiento”. Esto sin contar que esa decisión también habría desautorizado en buena parte la emblemática operación Lava Jato y abierto la puerta para que otros condenados por corrupción pidieran un trato parecido.

Por su parte, la izquierda, bastión político de Lula, no tardó en desafiar la decisión del alto tribunal. Incluso antes que el juez Moro expidiera la orden de captura, sus seguidores ya habían amenazado con tomar vías de hecho ante la que calificaron de injusticia del proceso. Lo cierto es que las acusaciones de persecución política toman vuelo cuando se miran a fondo las pruebas en las que se cimentó la ratificación de la condena.

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“Es un caso muy débil y cuestionable jurídicamente que además se ha hecho en tiempo récord”, concluyó Cano. En efecto, en el marco de la operación Lava Jato, la cruzada más grande contra la corrupción en el Brasil, a Lula lo procesaron por supuestamente haber recibido un apartamento de la compañía OAS a cambio de jugosos contratos. Sin embargo, ningún documento prueba que ese inmueble sea de su propiedad. La defensa manifestó, además, que ni él ni ningún miembro de su familia alcanzaron a vivir ahí. Como dijo a SEMANA Ariel Goldstein, del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, “la justicia parece aplicada de forma selectiva, considerando la lentitud con que son tratadas otras causas y la celeridad que se quiere aplicar en este caso”.

Lo anterior ratifica las cuestiones políticas que pueden estar detrás de este juzgamiento. A pesar de los otros 5 procesos que tiene en su contra, Lula sigue siendo el rey de la popularidad en Brasil. Con una intención de voto de cerca del 36 por ciento, supera en casi 20 puntos a su más próximo adversario. El vacío que deja su inhabilitación abre las puertas hacia uno de los comicios más inciertos y críticos en la historia reciente del país.

Este sábado, después de permanecer atrincherado en la sede del sindicato, Lula se entregó a la policía, en una acción que encendió fuego a la amenaza de un estallido social que crece a niveles insospechados. Al fin y al cabo, 28 millones de personas salieron de la pobreza bajo su mandato. Por eso, para algunos observadores esta derrota judicial no necesariamente significa la muerte política de Lula, sino una nueva oportunidad para el exobrero metalúrgico convertido en mártir. Solo que, en el proceso, el país más grande de Iberoamérica parece hundirse en algo parecido al caos político, con el fantasma de la intervención militar como una sombra sobre su democracia.