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MALA RACHA

Cadena de desastres naturales se cierne sobre Estados Unidos.

7 de marzo de 1994

A LA 1:34 DE LA MAÑAna del lunes 17 de enero la tierra sobre la que está construida la ciudad de Los Angeles comenzó a saltar. Con un movimiento vertical y zigzagueante, los edificios empezaron a flaquear, mientras en su interior las personas y los objetos eran sacudidos como por una gigantesca mano invisible. En la ciudad más extensa del mundo, y la más dependiente de las carreteras para la movilización de vehículos particulares, los intrincados pasos elevados quedaron convertidos en montones de concreto despedazado. Decenas de incendios se prendieron como consecuencia de la ruptura de las tuberías de conducción de gas natural. El panorama era dantesco.
Después del primer sacudón, cientos de miles de personas quedaron sin agua y electricidad. Las imágenes que le dieron la vuelta al mundo hablaban por sí solas de un desastre de enormes proporciones. Aunque el terremoto no fue el más poderoso que haya tenido lugar en el estado de California, con 6.6 en la escala de Richter ha sido uno de los más devastadores porque afectó un área densamente poblada. El saldo: más de 40 muertos, unos 6.000 heridos y pérdidas por varios miles de millones de dólares.
A tiempo que el presidente Bill Clinton viajaba a la región y la declaraba área de desastre (lo que permitió irrigar el sector con créditos blandos y seguros especiales de desempleo), comenzaría un desastre mucho más sutil pero también más letal. El este del país se vio atravesado por la peor ola de frío en más de 100 años, con temperaturas de menos 60 grados centígrados que consiguieron paralizar casi por completo estados enteros, como Kentucky, Ohio y Michigan. Las supercarreteras congeladas produjeron cientos de accidentes de tráfico, las barcazas fluviales quedaron bloqueadas en los ríos congelados y las oficinas debieron cerrar, así como los colegios. La orden fue permanecer en casa por el peligro de perecer en el exterior.
Efectivamente, el fenómeno, que se combinó con vientos gélidos que bajaron aún más la sensación térmica, produjo más muertes que el terremoto de Los Angeles y similares pérdidas en términos económicos. Más de 100 personas, muchas de ellas vagabundos sin casa y otros automovilistas perdidos en medio de la ventisca, fueron las víctimas de un fenómeno que nadie esperaba.
En medio de los desastres que se combinaron contra su país, se oyeron las voces de algunos que cuestionaron la falta absoluta de ofrecimientos de ayuda del exterior. Se trata del argumento de ultranacionalistas para quienes el país debería aislarse y volcarse sobre sí mismo.


DEL ESCANDALO AL OLVIDO

A TIEMPO QUE ESTALLABA UN pequeño escándalo por la participación de la familia Clinton en un negocio de finca raíz cuando eran pobres y vivían en Arkansas, se conocieron los resultados de una investigación que conmocionó al mundo entero en la década pasada. Cuando en noviembre de 1987 el informe de la comisión investigadora del Congreso de Estados Unidos estableció la participación de altos funcionarios del gobierno de ese país en el comercio ilegal de armas para el régimen de Irán y para los 'contras' de Nicaragua, se desató uno de los escándalos políticos más sonados del mundo. El caso Irán-Contras le dio la vuelta al mundo entero y muchos pensaron que le costaría la cabeza al entonces presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan. La opinión pública exigía que se castigara a los responsables y las citaciones e interrogatorios no se hicieron esperar. Pero los meses transcurrieron y lo que se presagiaba como una terrible inquisición terminó siendo una comedia de apelaciones e inmunidades. La investigación independiente, conducida por el veterano Lawrence E. Walsh, sólo condujo a la cárcel a un pez chico: Thomas G. Clines. Lo paradójico es que su condena no fue por violar la Constitución, que era el tema central del debate, sino por evasión de impuestos.
El debate, sin embargo, volvió a cobrar actualidad la semana pasada cuando el investigador dio a conocer el resultado final de sus pesquisas. El reporte, en últimas, no añadió nada nuevo a lo que la opinión pública de Estados Unidos conocía, pero sí corroboró algunos hechos. Quedó claro que la política de intervención militar de Estados Unidos en Irán y en Nicaragua se hizo con el apoyo de una banda de traficantes ilegales de armas sin que lo supieran el Congreso ni la opinión pública de ese país.
Además resultó evidente que los altos funcionarios de la administración Reagan que tuvieron conocimiento sobre esa operación irregular, especialmente el coronel Oliver North, director del Consejo Nacional de Seguridad de la Casa Blanca, y William J. Casey, el director de la CIA (Agencia Central de Inteligencia) en ese entonces, engañaron a la comisión investigadora de congresistas y se defendieron declarando no saber nada sobre el asunto. Pero quizá la revelación más contundente fue la ratificación de que el presidente Ronald Reagan conocía las irregularidades y no tomó ninguna acción, en una clara omisión a sus deberes constitucionales.
A pesar de siete años de investigación y de 40 millones de dólares gastados, Walsh no logró avances significativos en torno al caso. Al fin y al cabo la clave de todo el asunto la tenía William J. Casey, quien, como director de la CIA coordina todas las operaciones secretas, pero que se llevó todos los detalles a la tumba en 1986. De todos modos, lo que sí resulta evidente es que la opinión pública y el Congreso de Estados Unidos han perdido paulatinamente su capacidad de fiscalización y han flexibilizado su posición frente al manejo de la Casa Blanca en los asuntos públicos de interés nacional.
Un escándalo de menores dimensiones, el famoso Watergate, le costo el cargo presidencial a Richard Nixon en 1973. Ahora, un asunto más delicado, apenas se evoca como algo anecdótico. Al parecer, para los estadounidenses, el tiempo y la memoria están cambiando.