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Moscú no cree en lágrimas

El envenenamiento de un exespía ruso en una calle británica revivió los momentos más tensos de la Guerra Fría. Por esa causa, el Reino Unido está incluso pensando en cancelar su participación en el Mundial de fútbol.

10 de marzo de 2018

Los habitantes de la apacible ciudad de Salisbury, al sur de Inglaterra, asistieron el domingo a una escena inusual. Hacia las cuatro de la tarde, un hombre de 66 años y la joven muchacha que lo acompañaba comenzaron a convulsionar en una banca frente a un pequeño mall. No olían a alcohol, ninguno presentaba lesiones visibles y tampoco parecían drogados. Cuando los servicios de emergencia los atendieron, ambos tenían sus signos vitales comprometidos y por eso los llevaron en estado crítico a un hospital de la zona.

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Pronto quedaron confirmadas las sospechas de que ese desmayo no tenía nada de normal. El hombre era nada menos que Sergei Skripal, un excoronel del Ejército ruso que se había instalado en esa tranquila ciudad de provincia tras una serie de peripecias dignas del novelista John le Carré. Y la muchacha era su hija, Yulia, de 33 años, que días atrás había llegado a visitarlo. Poco después se supo también que los primeros policías en arribar a la escena del crimen habían caído enfermos, y que uno de ellos se debatía a su vez entre la vida y la muerte. El jueves, las autoridades informaron que los servicios de salud habían atendido a 21 personas por esa causa.

La conexión con el Kremlin disparó las alarmas en Londres. El martes, la primera ministra británica, Theresa May, convocó al Consejo Nacional de Seguridad y le encargó el caso a la división antiterrorista. El mismo día, el ministro de Relaciones Exteriores, Boris Johnson, dijo que su país iba a “responder enérgicamente” y que incluso pensaba en replantear la participación de su equipo de fútbol en el Mundial de este año. El secretario de Defensa, Gavin Williamson, dijo por su parte que el presidente ruso, Vladimir Putin, tenía “intenciones hostiles” hacia Reino Unido y que su país debía “despertar” a la amenaza rusa.

Pero ahí no acabó la cosa. El miércoles, el jefe de la Policía antiterrorista británica, Mark Rowley, confirmó las peores sospechas al reconocer que Skripal y su hija habían sido “deliberadamente atacados” con “un gas nervioso” que su oficina ya había identificado. Aunque se negó a revelar el nombre de la sustancia empleada, según los especialistas los síntomas de las víctimas apuntan a una sofisticada toxina nerviosa, como los gases sarín o VX. Todo lo cual puso sobre la mesa un hecho estremecedor: por primera vez en la historia, una potencia extranjera realizó un ataque con armas químicas en suelo británico.

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La biografía de Skripal es clave para entender cómo se llegó a esa situación. Hasta mediados de la década pasada, este hombre de rostro inexpresivo y mirada serena había llevado una vida relativamente normal. Adscrito a los servicios de inteligencia de Rusia, ascendió durante los caóticos años posteriores a la caída del comunismo en la jerarquía militar de su país, en la que alcanzó el grado de coronel. De ahí, pasó en 1999 al Ministerio de Asuntos Exteriores, donde tampoco llamó la atención hasta su retiro en 2003.

Un año después, sin embargo, su vida dio un vuelco cuando lo arrestó una unidad de elite del FSB (el nombre que adquirió la KGB tras la caída de la Unión Soviética), que lo sorprendió introduciendo información ultraconfidencial en un dispositivo digno de James Bond. Este consistía en una roca falsa ubicada en un discreto rincón de un parque de Moscú, que en su interior albergaba un computador portátil que se activaba por control remoto. Según las autoridades rusas, detrás de todo el operativo estaba la embajada británica.

En su momento, el Reino Unido negó cualquier relación con el asunto y el incidente diplomático no prosperó. Pero la evidencia contra Skripal era apabullante e incluía varias fotografías y videos. En uno de ellos (grabado por la cámara de seguridad de un aeropuerto) aparecía con un bolso de lujo en el que transportaba secretos de inteligencia, lo que le valió el apodo de “el espía del bolso Louis Vuitton”.

A su vez, según su propio testimonio, recibió cerca de 100.000 dólares por revelar a los servicios de inteligencia británicos (MI6) los nombres, los alias y las coordenadas de “varias docenas” de agentes rusos en el extranjero. Según el historiador de los servicios secretos rusos Nikolai Luzan, esa cifra podría superar el centenar de hombres, lo que convertiría la traición de Skripal en el mayor topo de la historia de la inteligencia de ese país. Por encima incluso de Oleg Penkovsky, que en 1962 alertó a Estados Unidos de que la Unión Soviética estaba instalando misiles nucleares en Cuba (lo que desencadenó la crisis de los misiles y le valió la pena capital a Penkovsky).

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En 2006, un juez condenó a Skripal a 13 años en una cárcel de máxima seguridad por “alta traición en forma de espionaje”. Sin embargo, todo apunta a que se salvó de morir ejecutado gracias a dos factores. Por un lado, al confesar su traición le ahorró a la Justicia una larga y bochornosa investigación. Por el otro, desde el primer momento fue claro que los británicos estaban dispuestos a hacer lo que fuera para recuperar a un pez tan gordo como él. En efecto, Skripal estuvo entre las cuatro personas que Moscú intercambió en Viena en 2010 por diez agentes rusos que durante años vivieron mimetizados como ciudadanos norteamericanos. Entre ellos, la bella pelirroja Anna Chapman, conocida como la Mata Hari rusa.

Durante los últimos años, Skripal llevaba una vida apacible en calidad de “refugiado” en una anónima casa de ladrillo de la ciudad medieval de Salisbury. En buena medida, esa actitud reservada distingue su caso de otros asesinatos en los que Moscú estuvo también presuntamente implicado. Entre ellos, el de la periodista Anna Politkóvskaya, quien denunció las violaciones de derechos humanos en Chechenia; el opositor Boris Nemtsov, que cayó asesinado en un puente al lado del Kremlin; y en particular del de Alexander Litvinenko, un exespía ruso envenenado con polonio en Londres. Pues mientras que esos y otros opositores eran severos detractores del gobierno de Vladimir Putin, Skripal solo quería terminar su vida como un buen vecino. Como le dijo el martes la viuda de Litvinenko a The New York Times, “Skripal no era ningún crítico, todo el mundo sabe que manejaba un perfil bajo”.

Por eso, entre todas las hipótesis sobre el envenenamiento la más consistente es aquella según la cual se trata de un mensaje para otros miembros del Ejército ruso, una institución donde los salarios son bajos y la corrupción, rampante. En ese sentido, el destino de Skripal sería una advertencia tenebrosa para los jóvenes oficiales tentados por vender secretos a cambio de un puñado de euros. Las recientes y sospechosas muertes de la esposa y del hijo mayor de Skripal –y el envenenamiento de Yulia– significarían que ni siquiera las familias de los agentes estarían a salvo.

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Todo lo cual coincide con la línea no oficial del Kremlin de perseguir hasta el final de sus días a los traidores. “Cuando estaba en la KGB en la década de 1970 todavía perseguían a personas que los habían traicionado 30 años antes”, dijo en 2007 Viktor Makarov, un excolega de Skripal que también espió para el MI6. “Nunca olvidan”.