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NADIE ESTA A SALVO

El bombazo de Oklahoma pone a los estadounidenses ante la realidad de que el terrorismo no tiene fronteras.

22 de mayo de 1995

HASTA EL MIERCOLES 19 DE ABRIL, LAS llamadas de emergencia que solían atender las autoridades de la ciudad de Oklahoma se circunscribían a algún fuego en una cocina, a alguna disputa doméstica demasiado ruidosa, o a bajar el gato de una vecina de un árbol muy alto. Pero a las nueve de la mañana de ese día que nadie olvidará, la apacible ciudad de 400.000 habitantes se convirtió en el escenario de un episodio dantesco, propio hasta entonces de otros lugares del mundo.
A esa hora, la explosión de una bomba de alto poder rebanó, como mediante un abrelatas gigantesco, todo el costado norte del edificio federal Alfred P. Murrah, de nueve pisos, en el peor atentado terrorista de la historia de Estados Unidos. Mientras el estallido era escuchado en 45 kilómetros a la redonda y los vidrios de todo el sector eran lanzados como proyectiles mortales, el centro de la ciudad adquiría, con los automóviles en llamas y las personas deambulando presas de la confusión y el pánico, un aspecto reminiscente de Sarajevo o Beirut.
Cuando se despejó el humo, el espectáculo no podía ser más deprimente. Los pisos superiores se derrumbaron sobre los inferiores, y las comisiones de rescate comenzaron a encontrar pedazos de restos humanos no sólo en el interior, sino en las calles adyacentes. Noventa minutos después de la explosión alguien dijo que había una segunda bomba, lo que produjo una estampida en la que decenas de personas estuvieron en peligro de morir aplastadas. Al día siguiente se hablaba de 65 muertos -entre ellos 20 infantes de una guardería de empleados oficiales que funcionaba en el segundo piso- y de por lo menos 300 desaparecidos. El presidente Bill Clinton, con un aspecto particularmente sombrío, prometió una investigación a fondo y que si se determinaba la presencia de un gobierno extranjero detrás del complot, habría respuesta militar. En espera de las investigaciones, pidió al pueblo estadounidense evitar conclusiones apresuradas sobre la identidad de los autores.
En un principio se dijo que los responsables podrían ser simpatizantes de la secta Davidiana masacrada por las autoridades federales exactamente dos años atrás. Luego se habló de terroristas islámicos, empeñados en destruir al 'Gran Satán' y relacionados con los autores del atentado contra el World Trade Center de Nueva York. Incluso se llegó a pensar en terroristas vinculados con drogas. Descartados los Davidianos, resultaba mejor pensar que los malos venían de afuera.
La mayor sorpresa vendría cuando el mayor operativo policial de la historia de Estados Unidos produjo sus primeros frutos: según las pesquisas, los dos sospechosos capturados resultaron ser raizalmente norteamericanos: Timothy McVeigh, de 27 años, y otro sujeto no identificado al cierre de esta edición. Se trataría de miembros de las 'Milicias de Kansas', un grupo extremista paramilitar destinado a 'salvar el país' por cualquier medio.
Esa noticia produjo casi tanto revuelo como el bombazo mismo. Porque para la clase media norteamericana resultará muy difícil entender que quienes mataron a esos niños indefensos no eran extraños de pelo y creencias oscuras, sino hombres que podrían haber sido sus vecinos. Sin que se supieran aún más detalles de la investigación, los estadounidenses entendían por fin que el terrorismo no tiene fronteras y que de ahora en adelante no podrán señalar al resto del mundo como la fuente de las atrocidades del planeta.-

DE NUEVO EL GAS
EL MISMO día en que los estadounidenses se enfrentaban a la realidad de que el terrorismo había llegado al propio corazón de su país, al otro lado del mundo, en Yokohama, Japón, los nipones volvieron a vivir por un rato la pesadilla que, dos semanas atrás, había convertido al metro de Tokio en el escenario de un ataque terrorista con gas sarin.
El ataque esta vez fue con otro tipo de producto químico, el fosgeno, una sustancia incolora que fue usada como arma química en la Primera Guerra Mundial y que a veces es usada como ingrediente en la preparación de algunos tipos de plásticos. Al contrario de los hechos de Tokio, esta vez no hubo víctimas fatales, y la operación del tren subterráneo siguió su curso normal.
A pesar de ello, el nuevo incidente empeoró el ataque colectivo de paranoia que afecta a los japoneses, acostumbrados a vivir en una sociedad donde todo funciona como un reloj. El nuevo atentado se vinculó con la captura, por cargos menores, de Kiyode Hayakawa, el lugarteniente de Shoko Asahara, líder de la secta Aum, de quien se sospecha la autoria intelectual del ataque de Tokio.
Aunque Asahara -quien se encuentra fugitivo- y sus seguidores niegan su participación en todo el asunto, los indicios que tienen las autoridaLdes siguen apuntando en su dirección. Con el asunto sin resolverse, los japoneses siguen bajando a los metros del país con el miedo de no poder jamás subir de nuevo a la superficie.-