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Narcorridos

La delincuencia y el narcotráfico pusieron al Estado mexicano contra la pared.

Felipe Restrepo Pombo, corresponsal en México
13 de diciembre de 2008

Se equivocan quienes creen que México está pasando por su etapa más sangrienta. En la larga y compleja historia de este país varios períodos han estado marcados por la violencia: la Conquista, las revoluciones de 1810 y 1910 y la dramática década de los 90 son sólo algunos de ellos. Sin embargo, 2008 se recordará como un momento oscuro: uno en el que la guerra contra el narcotráfico -y la violencia que ha desatado- llegó a su punto álgido.

Los inicios de este enfrentamiento se pueden rastrear en los últimos días de 2006, cuando se decidían unas reñidas elecciones presidenciales. El entonces candidato Felipe Calderón prometió acabar con el crimen organizado y declararles la guerra abierta a los carteles. Su discurso de "tolerancia cero" convenció al pueblo mexicano e inclinó la balanza.

Desde entonces se desató un fuego cruzado que ha cobrado más de 15.000 víctimas este año. En un principio, los mexicanos tenían la percepción de que esta guerra era un fenómeno aislado que se daba entre las autoridades y los criminales. Pero, poco a poco, esta sensación de falsa seguridad se vino abajo: el crimen organizado demostró que era una amenaza latente y que tenía en la mira a la sociedad civil. Como ocurrió el 15 de septiembre, día de la Fiesta Nacional, en Morelia, la capital del estado de Michoacán, cuando un grupo de encapuchados lanzó, en medio de la plaza central, dos granadas contra la gente que se había reunido a celebrar. Por primera vez el terrorismo atacaba de frente a la población civil, y las víctimas dejaban de ser selectivas.

Hoy, siete de cada 10 mexicanos se sienten inseguros y una gran mayoría opina que las políticas de seguridad no han servido de nada. "El gran error de la administración Calderón es mantener un discurso guerrerista. Creer que la solución al problema es militar y policial. Invertir millones en atacar a los carteles o arrestar a los capos, para que sigan delinquiendo desde las cárceles", dijo a semana Marco Lara Klahr, editor del libro Violencia y medios.

Otro de los eventos que estremecieron a la sociedad mexicana fue el secuestro y la muerte de Fernando Martí, hijo de Alejandro Martí, propietario de la cadena de tiendas deportivas y gimnasios más grande del país. El niño, de 14 años, fue raptado el 4 de junio mientras iba de camino a su escuela. Los secuestradores exigieron un rescate de varios millones de dólares que fue pagado, pero nunca regresaron al niño. El caso indignó al país: más de un millón de personas se reunieron el 29 de agosto en el Zócalo de Ciudad de México, para protestar.

Además de esto, Calderón firmó un documento de 75 puntos, llamado Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad, y se comprometió a que este fuera evaluado al cabo de 100 días. El pasado 28 de noviembre se venció el plazo y los resultados dejaron mucho que desear. Lo que confirma Lara Klahr: "El nivel de impunidad criminal es mayor al 95 por ciento. Eso quiere decir la impunidad es una garantía para los delincuentes".

Y aún faltaba más. El 4 de noviembre murieron, en un estremecedor accidente aéreo, el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, y José Luis Santiago Vasconcelos, un importante asesor en materia de seguridad. Mouriño, Vasconcelos y otros funcionarios perecieron cuando su avión se desplomó sobre una zona comercial del Distrito Federal. Aunque no hay pruebas para pensar que se trató de un atentado -y todo parece indicar que fue un accidente-, semejante pérdida, en un momento tan delicado, fue, por decir lo menos, una trágica coincidencia.

Todo lo anterior ha llevado a que algunos planteen soluciones extremas, como imponer de nuevo la pena de muerte. Pero la realidad es que estas propuestas sólo aumentan la confusión. Como decía el escritor Juan Villoro en su columna del diario Reforma, el 19 de septiembre: "No sabemos quién es el enemigo. No sabemos quién es la Policía. Sabemos que estamos en la mira".