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Nunca más

Adolfo Scilingo es el primer militar argentino condenado por sus crímenes. SEMANA visitó el lugar donde se cometieron los horrores de la guerra sucia.

24 de abril de 2005

La justicia española condenó al ex capitán de corbeta argentino Adolfo Scilingo a 640 años de prisión por delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura. Así, el marino se convirtió en el primer militar argentino condenado en presencia por un tribunal extranjero.

Scilingo se hizo conocido como el testigo que por primera vez develó cómo funcionaban los 'vuelos de la muerte'. El ex capitán pasó muchos años cumpliendo tareas en la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma), uno de los principales centros de detención, tortura y asesinatos por el cual pasaron cerca de 5.000 detenidos -desaparecidos entre 1976 y 1983, de los cuales sobrevivieron 200-.

El marino contó su participación en tareas de apoyo a la represión y su conocimiento sobre las acciones que se llevaban a cabo en la Esma. Describió dos vuelos de la muerte, relató que los condenados eran convencidos de que iban a ser trasladados al sur, luego eran drogados con Pentotal, desvestidos y arrojados vivos al mar desde los aviones, y hasta recordó su terror cuando casi se cae al vacío al intentar desvestir a una de las víctimas. Pese a que Scilingo desmintió después estas declaraciones, el tribunal español las tomó por válidas.

SEMANA participó en una visita especial a la sede de la Esma, un inmenso predio sobre la ribera al norte de la capital argentina que se encuentra cerrado desde que la Armada devolvió siete de las 34 instalaciones que la componen al gobierno de la ciudad. Ahora el predio se destinará a construir un "espacio de la memoria y la promoción de los derechos humanos", para recordar las atrocidades de la dictadura militar.

Dos sobrevivientes de la Esma, Carlos García y Enrique Fuckman, que sirvieron como testigos contra Scilingo, fueron los guías en este recorrido del terror, esta vez sin grilletes ni capucha.

LA SALA DE TORTURAS

El centro de la represión fue el Casino de Oficiales, un edificio de tres pisos. Los detenidos eran alojados en el tercer piso y en el altillo en dos sectores conocidos como 'capucha' y 'capuchita', porque los prisioneros estaban siempre con la capucha sobre el rostro.

"A mí me ingresaron por aquí", recuerda Enrique señalando la puerta que lleva al sótano. El sábado 18 de noviembre de 1978 fue secuestrado en un Falcon verde, esposado y arrojado en la parte de atrás del auto. Carlos fue arrestado el 18 de febrero de 1980 a plena luz del día.

"Cuando nos secuestraban nos traían aquí, nos ataban en una cama metálica sin colchón y nos aplicaban la picana para sacar información y secuestrar a otros. Había otros métodos de tortura, como los golpes o los submarinos, pero el más usado era la picana".

El sótano estaba dividido por paneles que formaban pequeñas oficinas: en una funcionaba la enfermería, donde los prisioneros eran revisados; más allá se encontraba la sala de documentación, donde se hacían pasaportes y documentos falsos para el uso de los militares y marinos. "Se llegaron a hacer 10.000 pasaportes argentinos", cuenta Carlos, que era obligado a trabajar allí. "Licio Gelli, el jefe de la Logia P2 italiana, fue detenido con un pasaporte argentino que le dio el almirante Emilio Massera, el hombre a cargo de la escuela de exterminio", dice.

Al lado estaba el laboratorio de fotografía, donde tenían las fotos de los que iban a secuestrar, y en el fondo había tres cuartos de interrogatorio con los números 11, 12 y 13. Carlos recuerda que allí vio a las monjas francesas Léonie Duquet y Alice Dumon, que desaparecieron.

Después venía la huevera, llamada así porque era una habitación forrada con cajas de huevo pegadas a las paredes para hacer acústica y para evitar que los gritos de la tortura se escucharan en las dos principales rutas de acceso a la Capital Federal por la zona norte, a pocas cuadras del estadio de River Plate, donde en 1978 se jugó la final del Mundial de Fútbol.

Por la misma puerta del sótano salían todos los miércoles grupos de unas 20 personas -los trasladados-, que partían en los famosos vuelos de la muerte de los que participó Scilingo.

Carlos y Enrique recuerdan que se escuchaban explosiones en la costa sobre el río. Posteriormente se enteraron de que se trataba de fosas comunes donde se producían explosiones para terminar con los cadáveres. "A veces sentíamos un olor muy feo y los guardias comentaban entre ellos que usaban el horno de la panadería para quemar los cadáveres".

Después de las torturas, los prisioneros eran enviados a 'capucha'. Subiendo por la escalera que lleva a la planta alta, donde estaban las habitaciones de los oficiales, se ven las muescas dejadas por los grilletes y las cadenas en los escalones de piedra. Carlos y Enrique subrayan el ruido de tantos grilletes al subir y bajar para destacar que todos los oficiales conocían lo que allí sucedía, porque de la escalera a las habitaciones hay pocos metros de distancia. "Scilingo vivió en ese lugar y dijo que nunca escuchó nada. Es imposible", dice Fukman. Pecaminosa convivencia esta de víctimas y verdugos.

CAPUCHA

En el piso superior está 'capucha', un enorme espacio bajo un techo inclinado, en cuya entrada había una puerta metálica con un guardia. En el lugar llegó a haber más o menos 200 detenidos acomodados en colchonetas de dos metros por 80 de ancho, separadas por tabiques.

"Después de torturarnos nos subían a este lugar. Nos tiraban en las colchonetas, donde pasábamos horas, días, semanas, meses, engrillados y encapuchados. No podíamos sacarnos la capucha, sentarnos ni hablar. Teníamos que pedir permiso para ir al baño, pero hacíamos lo imposible por aguantar, porque cada ida al baño era acompañada de una golpiza. A las mujeres no les pegaban pero las violaban. A la mañana nos daban pan con mate, al medio día carne medio cruda y una naranja, y a la tarde una merienda como el desayuno. En ese estado podíamos estar meses".

En 'capucha' estaban mientras se decidía si eran 'trasladados' - eufemismo de vuelo de la muerte- o si se los 'reeducaba' y se los ponía a trabajar.

CAPUCHITA, PECERA Y BOTÍN

Subiendo por una escalera angosta se llega a 'capuchita', un desván más pequeño que el anterior, donde había unos 20 detenidos, con la característica de que la sala de tortura quedaba allí mismo y se escuchaba todo.

Enrique estuvo seis meses y medio en 'capucha' y luego pasó a 'capuchita'. "Fue lo peor, porque el castigo era cotidiano. Sentías que unas botas subían y empezaban a golpear. Estábamos acostados uno al lado del otro. Yo era el quinto, recuerda. Al primero le decían paráte, se escuchaban los grilletes y los golpes, y podían durar todo el tiempo que quisieran, sin preguntas; te apagaban los cigarrillos en la piel, pero al estar con capucha, no sabías dónde te iban a golpear. Cuando terminaban con uno, se sentía un alivio, pero al mismo tiempo desesperación, porque sabías que se acercaba tu turno. Pegaban con bandas elásticas en los testículos, y si te cubrías, la bota a la cabeza. Sabíamos que nos iban a torturar cuando nos daban buena comida. Una hora después se sentía el ruido de botas y empezaban".

El recorrido continúa por los cuartos donde estaban las mujeres embarazadas, cuyos hijos nacían en cautiverio para ser entregados a familiares o amigos de los militares, mientras que las madres eran arrojadas al río. Al fondo se encuentra el lugar donde guardaban el botín que obtenían de los secuestros: muebles, televisores, joyas, radios, todo lo que tuviera algún valor iba a parar allí.

Los que eran premiados con la vida eran destinados a trabajar en la 'pecera', un lugar con tabiques acrílicos donde los detenidos debían juntar recortes de prensa, entre otras cosas, para entregarles a los demás oficiales. El lugar estaba a cargo de un ilustre conocido, Ricardo Miguel Cavallo, que fue detenido en México cuando dirigía la empresa encargada del Registro Nacional de Vehículos -su experiencia en documentos la adquirió en la Esma- y extraditado a España, donde espera turno para ser juzgado como Scilingo.

En las paredes de su oficina, Cavallo tenía un cartel de tela bordada con una frase de un general francés en la guerra de Argelia que decía más o menos: "Cuando se enfrenta a un pueblo, hay que estar dispuesto a meter la mano hasta el fondo de la mierda para no ser derrotado".

Contemplando los altos cipreses que enmarcan la imponente entrada de la Esma, es difícil creer que en ese lugar funcionó un campo de concentración al estilo de Auschwitz o Treblinka, con hornos crematorios, torturas y trabajos forzados, pero los horrores del holocausto argentino están todavía demasiado frescos y deben ser recordados para que no ocurran nunca más.