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PARIS NO ES UNA FIESTA

Los franceses se acostumbran a vivir en medio de la huelga y la situación no parece tener salida.

8 de enero de 1996

LAS HUELGAS, LOS CARTEles de protestas, los eslogans se parecen todos, pero la vida de los franceses, que se van adaptando al ritmo de un paro que se prolonga, es variada y a veces sorprendente.
Los automovilistas estacionan de cualquier modo en cualquier lugar sin temor a las multas. El ministro de Transportes, Bernard Pons, pidió tolerancia a la prefectura de la capital. Se practica el moto stop y de tanto en tanto hay hechos insólitos: quienes estaban hace unos días al pie de la torre Eiffel fueron invitados a viajar en carruajes y coches tirados por caballos. De ese modo hacía su publicidad el Salón del Caballo y la Equitación... privada de visitantes por la huelga.
Las embarcaciones que comenzaron a trasladar por el Sena a los pasajeros de un extremo al otro de París están funcionando e incluso llegan a localidades situadas fuera del perímetro. Todo esto es lo que lleva a decir a algunos comentaristas que los franceses están volviendo a descubrir la solidaridad y la convivencia.
Los semanarios de actualidad titulan unánimemente sobre la crisis sociolaboral. L' Evenement es el único en mostrarse optimista considerando que gracias a la crisis Francia puede salir renovada de la prueba. Sí, pero hay que evitar lo peor, es la fórmula que usa Le Nouvel Observateur dando la palabra a Jacques Delors, el hombre público más respetado de Francia. "Solo hay dos vías para salir de un conflicto como el actual -escribe Delors-: la negociación o la mediación. Y ambas deben prescindir de condiciones previas porque hay que evitar humillaciones inútiles y peligrosas".
Y es evidente que el primer ministro Alain Juppé no puede capitular pura y simplemente. Su firmeza en racionalizar los beneficios sociales crea confianza en el mundo financiero más allá de los peligros del paro. Y debe mantener la línea en el presupuesto nacional para proseguir la construcción europea y acceder a la moneda única en 1999. Por su parte, los sindicatos que estuvieron durante años de capa caída no pueden dejar pasar la oportunidad de mostrar su fuerza, sostenidos por el apoyo de funcionarios cuyas jubilaciones están en liza.
Borran con esta lucha la excesiva discreción que los caracterizó cuando hace dos años el gobierno Balladur extendió el lapso de contribución a la jubilación para el sector privado de 37 años y medio a 40. Así es que en estas semanas cuentan y recuentan sus fuerzas activas; y si es cierto que se adivina un ligero cansancio, no es menos cierto que en las filas de la mayoría parlamentaria se disimula mal cierto pesimismo e incluso la semana pasada uno de los hombres más poderosos del RPR (el partido del propio Juppé y del presidente Jacques Chirac), el ex ministro Charles Pasqua, afirmó que el primer ministro debe cambiar de política.
Así, Francia vive en estos días bajo el doble ritmo de los paros y de la inminencia de las fiestas. París, Ciudad Luz, honra su fama mientras cada cual hace sus compras en el barrio esquivando a los ciclistas que circulan a contramano y sin respetar semáforos. La más sobresaltada es la gente de la tercera edad. Los que antes se hubieran llamado viejos y que ahora a los 65 años (edad de jubilación obligatoria) aún vivirán como término medio más de 20 años. Ellos están en el meollo del problema. La población envejece, la tasa de natalidad no permite la renovación de las generaciones. La desocupación disminuye las entradas de la seguridad social. La juventud no podrá hacerse cargo de las pensiones de sus mayores en el siglo XXI.
Hay que hacer algo. Juppé tuvo el valor de intentarlo pero le falta estilo para hacer comprensibles y aceptables las medidas que trata de imponer de modo brutal. Nadie conoce el siguiente capítulo de esta historia de suspenso.