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Los rumores sobre la renuncia de Gorbachov plantean múltiples preguntas sobre el futuro de la perestroika.

5 de marzo de 1990

No es la primera vez que los medios occidentales "renuncian" a Mijail Gorbachov. Pero esta vez la bomba periodística del año parecio producir mayor asombro al ser desmentida que cuando surgió. Según la cadena norteamericana CNN, el presidente Gorbachov se habría sumido en una honda depresión tras haberse visto obligado por las circunstancias y por sus compañeros de dirigencia a enviar tropas a Azerbaijan para sofocar a sangre y fuego la insurrección azerí. Como consecuencia, el presidente habría reaparecido luego de una semana de meditación en el Mar Negro para anunciar su renuncia a la secretaría general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS).
Como era de esperarse, los analistas se apresuraron a desentrañar la jugada maestra que tenía que esconder se detrás de esa noticia. Para muchos la salida de Gorbachov de la nomenclatura del Partido era consecuente con la posibilidad -recientemente considerada en público por el presidente- de reformar el artículo 60. de la Constitución, que establece la preeminencia del Partido Comunista y le otorga el carácter de rector de la clase trabajadora, algo que han decidido, uno tras otro, todos los países de la antigua Cortina de Hierro.
La película resultaba sorprendentemente clara: al entregarle el partido a su cercano colaborador, Yigor Yakovlev, y mantener para sí el puesto de presidente del país, se iniciaba el camino de la separación del partido y el aparato estatal, cuyos límites hoy son extremadamente difusos. De esa forma, la "movida magistral" del presidente le permitiría establecer una prudente distancia entre sus políticas de perestroika y el desprestigiado Partido Comunista y le permitiría continuar su camino de reformas en medio de un nuevo orden multipartidista.
Sin embargo, todas las especulaciones de los analistas se vinieron abajo cuando el propio Gorbachov lo desmintió todo en una rueda de fotografías con un resplandeciente Fernando Collor de Melo. Con un tono excepcionalmente duro, Gorbachov dijo que "probablemente hay gente a quien le convenga la difusión de tales cosas", en una clara alusión a la proximidad de la reunión del Comité Central del PCUS, prevista para el próximo martes, donde se examinarán asuntos tan candentes como el separatismo de las repúblicas bálticas y transcaucásicas y la grave situación económica que atraviesa el país.
La verdad es que desde el verano de 1989, cuando el asunto de los nacionalismos comenzó a adquirir proporciones difíciles de manejar y el desempeño económico del país parecía llegar a un callejon sin salida, Gorbachov dejó de sorprender para dar paso a las mismas admoniciones repetidas una y otra vez, dirigidas a uno y otro extremo político según la ocasión, "como si estuviera gobernado a oído" según comentó un analista británico.
El problema nacionalista parece una demostración de que ni el propio Gorbachov era suficientemente consciente de la magnitud de las fuerzas que se desencadenarían una vez se aflojaran las amarras del régimen estalinista. Para la sorpresa de mucho observadores internaciónales, el propio presidente parecía creer, como su antecesores, que los nacionalismos eran creencias del pasado sepultadas como una etapa histórica superada por tantos años de internacionalismo socialista. Pero cuando la perestroika abrió la olla podrida de los gobiernos locales, los espacios políticos que se abrieron fueron llenados no por demócratas liberalizantes sino, en muchos casos, por nacionalismos a ultranza, en ocasiones reaccionarios anti-occidentales.
Esa sorpresa explicaría la razón por la cual Gorbachov tardó tanto en asumir medidas que contrarrestaran la avalancha nacionalista, y porque cuando las tomo ya nadie quiso aceptarlas. En el caso de los países bálticos Gorby sólo visitó a Lituania (el primer lider en hacerlo en 50 años) dos años después de que los primeros brotes se hubieran presentado, y llevó consigo una propuesta de modificación al sistema federal para tratar de convencer a los lituanos de no separarse de la URSS. Esa propuesta (que deberá estudiar el Congreso en plena a finales del año) puso también de presente lo mal equipado que se encontraba el Kremlin para hacer frente desde el punto de vista jurídico a los movimientos separatistas. Todas las repúblicas soviéticas tienen el derecho constitucional de declarar sus leyes por encima de las de Moscú y de decidir su separación de la URSS a su antojo. Normás que en antiguo orden no significaban nada pero que en un ambiente de liberalización pueden ser, pura y simplemente, el germen de la disolución total de la URSS.
Para empeorar las cosas, en contraste con lo sucedido en los países bálticos, donde no ha habido violencia pero el asunto de la secesión sigue vivito y coleando, la solución de la revuelta azerí pareció confirmarle al ala conservadora de la dirigencia que el único medio que le queda al Kremlin para mantener su autoridad en el país es el militar, así cueste, como en el caso de Bakú, un número indeterminado de muertos.
Esa sensación pareció confirmarse cuando se supo que azeríes y armenios, los protagonistas de la virtual guerra civil de las últimas semanas, habían acordado sentarse en la mesa de negociaciones bajo el auspicio de los Frentes Populares de las tres repúblicas bálticas, en reuniones que se llevarían a cabo en Riga, la capital de Letonia. La reunión de paz que pondrá bajo el mismo techo a delegaciones de los cinco principales grupos independentistas se constituyó en el mayor desafío a la autoridad de Moscú y en un peligroso precedente según el cual la efectiva gobernabilidad de la Unión Soviética ha pasado a estar en manos de políticos descentralistas capaces de manejar los problemas sin la carga pesada de un aparato estatal inconmovible. El contraste se puso de presente cuando Guennady Guerasimov, el vocero del Ministerio de Relaciones Exteriores, respondió sobre la posibilidad de efectuar conversaciones entre Moscú y los azeríes, que "nosotros debemos negociar con quienes tienen el poder efectivo, pero no con extremistas".
La sola posibilidad de que la URSS se disuelva en múltiples estados de impredecibles tendencias políticas causa pavor en medios oficiales de Occidente, y en especial en Estados Unidos, donde la Casa Blanca ha reconocido que la seguridad nacional pasa por la permanencia de Gorbachov en el poder y por la supervivencia de la URSS como Estado. Esa es, para muchos, la explicación del novedoso plan de desarme anunciado por el presidente George Bush en su discurso sobre el estado de la Unión de la semana pasada, que refuerza el panorama internacional propuesto por el presidente soviético. Porque ante los crecientes problemás internos que Gorby tiene que enfrentar, es claro que lo único que puede hacer el mundo occidental es reforzar la imagen internacional del "hombre de la década". Esa imagen se ha convertido en el mayor activo político de Gorbachov y de la URSS, ahora que comienza un decenio en el que el turno de la democratización y el cambio estructural que ya revolcaron a Europa Oriental, corresponde precisamente al país donde nacieron.
Por eso, muchos siguen creyendo que la renuncia de Gorbachov a la secretaría general del Partido Comunista es una posibilidad que sigue pesando sobre el Kremlin como una espada de Damocles. Pero sólo cuando se presente podrá saberse si se trata de una nueva jugada maestra de un viejo campeón dispuesto a jugarse el todo por el todo, o del ocaso de alguien que creyó que podía devolver a la Unión Soviética al "verdadero curso del marxismo" sin más armas que su poder de convicción.