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La máscara de Guy Fawkes, un conspirador inglés del siglo XVI, es el símbolo de la indignación global.

CRISIS

Revolución 2011

Desde El Cairo hasta Santiago, pasando por Tel Aviv, Nueva York y muchas otras ciudades, millones se tomaron las calles para buscar un cambio social. A pesar de las diferencias, los une la frustración y el deseo de tomar las riendas de su propio destino.

17 de diciembre de 2011

Un fantasma recorre el mundo: el fantasma de la rebelión. De Egipto a Chile, pasando por Israel, India, España y Estados Unidos, mareas humanas inundaron plazas, avenidas y parques para tratar de cambiar su mundo. Una contestación que busca transformaciones locales, pero que tanto en repúblicas como en dictaduras, en el norte y en el sur, son un signo del desgaste del orden dominante. Es un llamado a la democratización, un rechazo al imperio de los mercados, un grito contra los abusos y el cinismo del poder. Todavía es temprano para decir si lograrán realmente trastornarlo todo, pero como en 1848, 1968 o 1989, este año sin duda fue un soplo de libertad y creatividad política.

Todo empezó en Túnez. El 17 de diciembre de 2010, un humilde vendedor de verduras se inmoló para protestar contra los abusos de la Policía. La cólera se contagió a todo el país, cansado de las arbitrariedades del régimen de Zine Ben Alí, que abandonó el país cuatro semanas después. La chispa se propagó al mundo árabe, donde ya cuatro déspotas cayeron, y poco a poco al resto del planeta. Paros en Grecia, acampadas en las plazas de España, motines en Londres, marchas anticorrupción en la India, huelgas estudiantiles en Chile, manifestaciones históricas en Israel o en Rusia, un movimiento sin precedentes de ocupación de los símbolos del poder financiero en Estados Unidos. La rebelión tiene mil caras, pero también miles de vasos comunicantes.

Unos se inspiran de otros, comparten experiencias exitosas y adaptan maneras de funcionar. No fueron lanzados por las clases más populares sino muchas veces por jóvenes profesionales que hablan inglés y están en contacto con el mundo. Tampoco hay líderes visibles. Son movimientos horizontales en los que los héroes son blogueros, enfermeros o estudiantes. Caras que tal vez pasarán a la posteridad pero que no pretenden volverse guías de las masas. No hay ni Che Guevara, ni Gamal Abdel Nasser, ni Nelson Mandela. Y son rebeliones para las que los medios obvios y naturales de comunicación son internet y las redes sociales. Sin censura, rápido, viral y barato.

La crisis económica es la primera culpable de la desazón. Muchos comparan este periodo con la Gran Depresión de 1929. En España, 40 por ciento de los jóvenes no tienen empleo; la deuda pública en Portugal llega al 70 por ciento del PIB; en Estados Unidos, millones perdieron sus hogares por el desplome inmobiliario; en Túnez, uno de cada tres jóvenes no trabaja; en Egipto, los precios de la comida treparon el 20 por ciento en menos de un año. Y en todas partes, el crecimiento sigue estancado. Es apenas natural que exista descontento.

Pero no se puede reducir la movilización a un problema económico. La crisis reveló fallas estructurales. Las últimas dos décadas fueron años en los que la desaparición de la amenaza comunista abrió el camino a un mundo dominado por el capitalismo. Un modelo único, avasallante, lleno de promesas, en el que iba a haber prosperidad para todos.

En Algo anda mal, uno de los libros que inspiraron estos movimientos, el profesor británico Tony Judt explica que el mercado reina desde la China hasta Detroit, pero en lugar de traer mayor estabilidad y equilibrio, la economía mundial atraviesa su peor crisis desde 1929. Judt resalta que en los setenta, el mundo logró reducir las desigualdades, pero que en los últimos años volvieron a aumentar, en medio de una globalización acelerada y monopolios cada vez más poderosos. Mientras tanto, explica que los gobiernos se hicieron a un lado, se desmantelaron las ayudas y protecciones sociales y se sometieron cada vez más las decisiones políticas a las exigencias de los mercados.

La manera de resolver la crisis financiera de 2008 es en ese sentido ejemplar. Para salvar a los bancos de la bancarrota, el Estado se metió la mano al bolsillo y les pidió a sus ciudadanos que se apretaran el cinturón. Medidas tal vez necesarias para asegurar la estabilidad económica, pero que les dejó a los ciudadanos la impresión de pagar los platos rotos de un sistema irresponsable. Así, la gente se siente cada vez más alejada de las decisiones, como si ya su futuro estuviera trazado.

En ese sentido, el autor francés Stephane Hessel, un resistente al nazismo que hoy tiene 94 años, explica en su libro ¡Indignaos! que hay que volver a rebelarse, retomando los valores de la rebelión contra el fascismo. Advierte que en ese entonces era más fácil oponerse a un enemigo y que “las razones para indignarse pueden parecer hoy menos claras o el mundo demasiado complejo. ¿Quién manda, quién decide?”. Pero deja en claro que “en este mundo hay cosas insoportables” y que hay que hacer una insurrección pacífica contra “el consumismo de masas, el desprecio de los más débiles y de la cultura, la amnesia generalizada y la competición a ultranza de todos contra todos”. Y concluye que “crear es resistir, resistir es crear”.

Por eso es que, en definitiva, en Chile, California, Túnez o Israel se trata de volver a tomar las riendas de su propio destino, de volver a la democracia en su definición más primaria: el poder del pueblo. Pero no para cambiar el sistema o soñar con utopías como en Mayo del 68, sino para tener una sociedad que funciones realmente. En Israel pidieron un techo digno y accesible; en Chile, una educación sin endeudarse por años; en España, la posibilidad de trabajar; en el mundo árabe, poder expresarse y escoger, así sea un partido islamista.

Si 2011 fue el año de la rebelión, en 2012 esta vigorosa corriente de ideas, iniciativas, acciones, tendrá que replicarse en cambios políticos y sociales reales. Los jóvenes ya comprendieron que tenían algo que decir, ahora falta ver si lo logran hacer.