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ROUND PARA EL "CAREPIÑA"

Noriega sobrevive un golpe militar, pero aún hay más preguntas que respuestas.

6 de noviembre de 1989

Nadie lo podía creer. El martes en la mañana los despachos de las principales agencias de noticias recorrían el mundo con una versión que parecía increíble. El general Manuel Antonio Noriega, el hombre fuerte de Panamá, había sido derrocado por un grupo de oficiales jóvenes que lo habían mandado a él y a su Estado Mayor al retiro forzoso. Todo indicaba que el hombre que había logrado poner en jaque a los esfuerzos de dos presidentes norteamericanos por sacarlo del poder, al fin caía en medio de la división de su propio Ejército.

Pero pronto la ilusión se vino abajo. Noriega no sólo había salido incólume del ataque, sino que tomaba la contraofensiva al acusar a los norteamericanos de orquestar su derrocamiento y de intervenir militarmente en su país. Para algunos observadores, lo que había ocurrido el martes era, ni más ni menos, la repetición del desastre de Bahía Cochinos, cuando fracasó la invasión contra la Cuba de Castro, en tiempos de John Kennedy.
Una humillación para el gigante norteamericano, proveniente, una vez más, del "insignificante dictadorzuelo tropical".

Si resultó ser o no una humillación para los gringos, es algo que está aún por aclararse del todo. Lo cierto es que hacia las 7 de la mañana del martes 3 de octubre, un número no precisado de hombres - entre 200 y 300 - atacó el Cuartel Central de las Fuerzas de Defensa, situado en el popular barrio de El Chorrillo. Al comienzo, todo indicaba que el golpe iba viento en popa, pues hacia las 11 de la mañana la radio oficial "La Exitosa", capturada temporalmente por los rebeldes, emitió un comunicado en el que los oficiales disidentes anunciaban que habían tomado el control del comando militar y que estaban enviando a Noriega y a sus oficiales al retiro forzoso.

"Este es un movimiento estrictamente castrense, sin politiquería y sin intervención de las fuerzas armadas estadounidenses", advertían y agregaban que reconocían el gobierno de Francisco Rodríguez. Ese texto hizo que los observadores dictaminaran que todo el asunto podría ser una disputa interna en el seno de las Fuerzas de Defensa. Pero con el nombre del comandante que firmaba el texto, el asunto se hizo más extraño. Se trataba del mayor Moisés Giraldi Vega, comandante del Batallón Urracá y uno de los lugartenientes más allegados al hombre fuerte. Giraldi había sido precisamente quien en mayo del año anterior había sofocado una rebelión del entonces comandante de la policía, el coronel Leonidas Macías.
El comunicado añadía otros nombres claves: el capitan Javier Licona, comandante de la Caballería, el capitán Jesús Balma, jefe de las Fuerzas Especiales y el capitán Edgardo Sandoval, comandante de la Unidad de Orden Público, todos pertenecientes a las promociones "nuevas".

Pero el éxito de los golpistas fue sólo momentáneo. No había acabado de terminar su comunicado, cuando las transmisiones se apagaron de improviso mientras arreciaban los combates. Una hora más tarde, el canal 2 de la televisión presentó una imagen desusada. Mientras la pantalla proyectaba simplemente un reloj colgado de una pared, la voz del teniente coronel Arnulfo Castrejón, un ayudante de Noriega, declaraba a todos los vientos que la sedición estaba controlada. Según decía Castrejón los oficiales rebeldes "están penetrados por los Estados Unidos y se venden a sí mismos por unos dólares más. No a los traidores. Estamos dispuestos a dar la vida para defender a Noriega".

A partir de entonces los optimistas reportes iniciales, que decían incluso que Noriega estaba preso y herido fueron bajando el tono, mientras los combates perdían intensidad. Hacia las dos de la tarde todo había concluido. Noriega se mantenía firme en el control del poder y los golpistas se habían rendido. Entre los 10 muertos figuraba el propio mayor Giraldi.

La verdad de lo que pasó en el interior del Cuartel Central probablemente no se sabrá nunca con precisión. Según unas versiones recogidas por el periódico norteamericano The New York Times, Noriega habría llegado ya a su oficina cuando sus guardaespaldas detectaron un movimiento sospechoso de tropas armadas y abrieron fuego contra los alzados. Noriega habria sido tumbado al suelo mientras se desencadenaba un intenso tiroteo, y luego llevado casi a rastras por los corredores hacia una especie de búnker desde el que habría dirigido personalmente el contraataque. Según esa versión, atribuida a un personaje de la oposición que logró hablar con militares que intervinieron en la refriega, los rebeldes, al ver que habían perdido por pocos metros la oportunidad de tomar prisionero a Noriega, y al saber que el general estaba en su refugio, habrían decidido no atacarlo, con lo que habrían perdido la iniciativa y, con ello, la batalla.

Según otra versión, que aparentemente es aceptada por el Departamento de Estado en Washington, Noriega alcanzó a estar preso durante cuatro horas. Según esta tesis, los golpistas habrían liberado a Noriega luego de observar la abrumadora superioridad de las fuerzas leales y por temor a la fuerte personalidad del caudillo. Con base en esta versión los norteamericanos afirman que, en un momento dado, los golpistas rehusaron entregar al general a las fuerzas gringas para que fuera llevado a Estados Unidos a responder por los cargos de narcotráfico de que se le acusa en ese país.

Sea como fuere, lo cierto es que cuando los panameños creyeron que el general estaba prisionero salieron a las calles con pitos y pañuelos, para celebrar la caída del tirano. Pero su celebración duró sólo 20 minutos. En cuanto se supo que la rebelión estaba en camino de ser sofocada, las turbas se desvanecieron como por encanto.
Nadie, por lo visto, estaba dispuesto a respaldar en las calles lo que estaba sucediendo en el cuartel.

La oposición tampoco quiso tomar cartas en el asunto. Guillermo Endara y Ricardo Arias Calderón, quienes alegan haber sido elegidos presidente y vicepresidente del país en las fallidas elecciones del pasado mes de marzo, desaparecieron de la escena poco después de que se supo del golpe. Endara había soportado hasta entonces una huelga de hambre durante 16 días, destinada a darle publicidad a una campaña de desobediencia civil denominada "Ni un centavo más" (en alusión al pago de impuestos al régimen). La protesta también iba dirigida contra el nombramiento "a dedo" de Francisco Rodríguez como presidente provisional. Endara le restó importancia desde el principio al golpe, pues lo consideró, primero, una farsa orquestada por el propio Noriega y, más tarde, cuando se supo que los golpistas reconocían a Rodríguez, un asunto de "los mismos con las mismas". Al final de la semana, tras ser detenido eventualmente, para luego ser liberado sin mayores explicaciones, se anuncio que Endara viajaría al exilio, en un país a definirse entre Estados Unidos, Venezuela y España.

Pero si los habitantes no quisieron respaldar a los golpistas, y los políticos opositores desconocieron el golpe, el otro gran protagonista de la historia, el gobierno de Washington, tambien sacó rápidamente las manos del caldero.
Lo primero que se supo era que las tropas norteamericanas del Comando Sur habían sido movilizadas para bloquear ciertas vías de acceso claves y evitar así que las fuerzas leales pudieran llegar a auxiliar a su comandante. Esta acusación, hecha, entre otros, por el presidente Rodríguez en su discurso ante la ONU, fue soslayada por las autoridades norteamericanas, quienes aceptan que los soldados fueron puestos en algunos sitios claves, pero no para bloquear el paso de nadie, sino para "proteger personas y propiedades norteamericanas". Esa verdad oficial, como era de esperarse, no fue aceptada por medios gubernamentales panameños, para quienes la intervención fue una flagrante intromisión en asuntos internos de Panamá y casi la tan temida invasión militar.


Lo que no se sabía entonces era que los norteamericanos estaban enterados desde el domingo de los planes de Giraldi y sus compañeros de generación. La versión oficial sobre lo que los gringos sabían y sobre lo que no sabían se fue dibujando a partir de las críticas que algunos congresistas ejercieron sobre la supuesta "pasividad" del gobierno de George Bush. El secretario de Estado, James Baker, atestiguó ante un grupo de congresistas que la decisión de Bush de no lanzar a las tropas norteamericanas a esa aventura se basó, no tanto en un rechazo general a tomar acción militar contra Noriega, sino en la sensación de que el momento no era el adecuado. Según el alto funcionario, la Casa Blanca comenzó desde el domingo a sopesar las posibilidades de apoyar a los golpistas, que brindaban a primera vista la oportunidad tanto tiempo esperada por Bush y por su antecesor Ronald Reagan. Pero las dudas los asaltaron. Primero, el nombre mismo del mayor Giraldi, tan allegado al dictador, sugería que podría tratarse de una trampa organizada por el propio Noriega. Y, en segundo lugar, las únicas fuentes sobre el complot eran precisamente Giraldi y su esposa, lo que tampoco permitía una comprobación cruzada de lo que afirmaban. En esas condiciones, la presidencia consideró que los contactos de inteligencia eran insuficientes y que resultaría demasiado arriesgado involucrar personal militar norteamericano en un golpe que podría ser un fiasco.

Sin embargo, según se afirma en Washington, desde ese domingo, y aun entrado el martes del golpe, los analistas del Pentágono aconsejaron a Bush sobre las eventualidades que podrían presentarse, incluida una posible división en el Ejército y una guerra civil generalizada. En esas condiciones, decían, la intervención norteamericana no solamente sería necesaria sino justificada desde el punto de vista jurídico, pues se conformaría a las estipulaciones de los tratados Torrijos - Carter sobre la protección del canal.
Sea como fuere, los congresistas norteamericanos reaccionaron de una forma que alguien llamó "pasional". Y no faltó quien, como Jesse Helms, llegara a acusar a Noriega de haber dado muerte, a sangre fría, al mayor Giraldi.

Con el general Noriega firme, al menos por ahora, en el poder, los analistas internacionales parecían coincidir en que de nuevo Estados Unidos había salido mal parado frente a su archienemigo.
Muchos apuntaron al hecho de que no es necesaria la intervención directa para que un país como Estados Unidos apoye o no a una determinada causa. Para ellos, si el gobierno de la Casa Blanca sabía desde varios dias antes de la existencia del complot, se convirtió, así fuera por omisión, en cómplice del mismo y, en la misma medida, en partícipe del éxito o del fracaso de la operación.

Pero, por otro lado, hay quienes opinan que un golpe de esa naturaleza no se podía siquiera intentar sin el respaldo secreto de una potencia extranjera. No de otra forma se explicaría, según esa tesis, que un contingente de sólo 200 hombres se atreviera a desafiar al grueso de las Fuerzas de Defensa, si no era porque tenía alguna promesa de ayuda. Esa posibilidad se ve reforzada por el hecho de que los norteamericanos cerraron las vías de acceso al cuartel casi simultáneamente con el ataque. La actitud que siguió resulta sospechosa, pues parecia indicar que los norteamericanos estaban siguiendo muy de cerca los acontecimientos del combate, mediante el vuelo rasante de helicópteros, para enterarse a tiempo si podían o no meter baza en el juego.

Hay quien piensa también que la aclaración hecha en el comunicado de los golpistas, según la cual ese era un movimiento "sin intervención norteamericana", resulta una explicación no pedida que, según el refrán, da lugar a una acusación manifiesta. En esa misma línea, la versión de que los golpistas tuvieron a Noriega y no se lo entregaron, podría ser una historia amañada precisamente para convencer la opinión pública de EE.UU. de que los militares alzados no eran lo suficientemente confiables como para arriesgar una sola vida norteamericana por ellos.

Hoy, de Noriega no puede esperarse sino que arrecie la represión a la oposición y endurezca aún más su régimen. Pero, aunque aparezca consolidado, lo cierto es que, por primera vez, su sólido aparato militar parece en proceso de resquebrajamiento. Muchos piensan que esta vez, al contrario de las anteriores, Noriega comienza a ver que su estrella empieza a declinar. Entre tanto, dejó en claro su pensamiento con una frase lapidaria:
"Aplicaré el viejo refrán espanolde las tres P, que dice: "A los enemigos plomo, a los indecisos palo y a los amigos plata".