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SALDO EN ROJO

A los diez años de la revolución sandinista, Nicaragua es el país más pobre de América Latina.

14 de agosto de 1989


Cuando los sandinistas llegaron al poder en Nicaragua en 1979, dos días después que el dictador Anastasio Somoza abandonara precipitadamente Managua, terminaron varias décadas en que el país había sido tratado como una gran hacienda, y sus habitantes como siervos sin tierra. Somoza personificaba al dictador tropical que anteponía sus intereses personales y los de su grupo de aduladores a los destinos de millones de ciudadanos. Por eso, no hubo casi nadie en el mundo, incluido Estados Unidos, que no celebrara la caída del dictador y saludara el inicio, de la mano del nuevo gobierno del FSLN, de la libertad y el progreso para los sufridos nicaragüenses y el final de varios años de guerra civil.

Hoy, después de 10 años de aquel hito histórico, las cosas no sólo no han mejorado, sino que han empeorado hasta extremos inconcebibles en aquella época. La dictadura de Somoza ha sido reemplazada por otra, caracterizada por ideales más altruistas pero dictadura al fin y al cabo. La paz tan esperada tampoco llegó, pues a los pocos años de instaurado el régimen sandinista, los somocistas vencidos se organizaron en su nuevo papel de guerrilleros de la contrarrevolución y, para empeorar las cosas, o tal vez como un resultado de estas, la economía nicaraguense muestra índices aún más bajos que los de Haití y, más sorprendente aún, por debajo de países tan atrasados como Somalia.

Los observadores internacionales tienen todas las explicaciones posibles sobre el fondo del fracaso de la revolución sandinista, pero no aciertan a ponerse de acuerdo sobre el orden de los factores que llevó a un resultado tan desastroso. En el caso nicaragüense, como en ningún otro, el problema del huevo y la gallina adquiere dimensiones históricas.

Lo cierto es que en cuanto los sandinistas tuvieron en sus manos las palancas del poder comenzaron a dictar una serie de medidas destinadas a mejorar en forma dramática el nivel de vida de los nicaragüenses. Mientras proclamaban a los cuatro vientos que no eran marxistas leninistas--como había hecho Fidel Castro en Cuba 20 años atrás--, tomaban medidas de corte socialista, como la nacionalización del comercio exterior y la expropiación de grandes fondos agrícolas, mientras extendían el brazo del Estado hacia casí todas las actividades del país. Cerca del 40% de las tierras cultivables quedaron bajo control de las cooperativas estatales, con lo que la columna vertebral del sistema de vida somocista se quebraba definitivamente.

Al mismo tiempo, el gobierno de la Junta Sandinista se embarcó en un plan de salud pública y educación que produjo resultados ejemplares: el analfabetismo fue reducido, en el corto lapso de dos años, del 88% a menos del 50%. La rata de mortalidad infantil no se quedó atrás: en el mismo lapso se vio reducida en más de la mitad.

El esfuerzo por mantener una imagen política independiente le dio al régimen un respiro que necesitaba para afianzarse, y le ganó el apoyo de muchos países, principalmente de los regímenes social-demócratas de Europa. Pero el tibio respaldo norteamericano terminó de desvanecerse con la llegada a la Casa Blanca de Ronald Reagan, para quien la doctrina Carter era una muestra de debilidad propia sólo de un gobierno demócrata. A partir de 1983, las sanciones económicas para presionar la democratización dieron paso al apoyo abierto a los contras.

La guerra contra estos trajo consigo no sólo un enorme desbarajuste social, sino el escalamiento de los gastos militares. Los sandinistas, que habían construido un aparato militar de 70 mil hombres con equipo y asesoramiento de la URSS, para defenderse contra la hipotética invasión de Estados Unidos, se vieron obligados por los hechos a desviar por lo menos el 20% del producto nacional hacia lo militar. Como si eso fuera poco, el gobierno de Ronald Reagan impuso un bloqueo comercial a Nicaragua que privó al país de sus mercados tradicionales de exportación y lo obligó a iniciar costosas operaciones de contrabando a través de Canadá y Panamá, para proveerse de equipos, maquinaria y repuestos provenientes de Estados Unidos.

Con este panorama, la floreciente revolución, que en 1983 parecía correr viento en popa, se encaminó necesariamente al desastre económico. La administración Reagan no se contentó con todas las medidas de presión y promovió la suspensión del acceso de Nicaragua a los créditos del Fondo Monetario Internacional, lo que privó al país centroamericano de activos líquidos y créditos de corto plazo. El huracán Joan le hizo un boquete adicional de US$800 millones a una economía de sólo US$ 1.000 millones de producto interno.

Este año, la guerra contra los contras parece definitivamente ganada, pero la permanencia del apoyo norteamericano, que hace que los contras se mantengan estacionados en Honduras, hace que el país permanezca movilizado para el combate. De todos modos, los estimativos más optimistas colocan el daño causado por las actividades bélicas en un total de US$12.000 millones.

Pero la anterior es sólo una cara de la moneda. Los observadores sostienen que la agricultura, que en épocas de Somoza era el pilar de la economía nicaragüense, ha sido devastada por las políticas oficiales. Los controles de precios, dirigidos a hacer que los productos fueran más baratos en los centros urbanos, desestimularon la siembra en las tierras marginales, lejanas de esos centros, y generaron algún grado de apoyo a los contras.
A la escasa productividad de los latifundios nacionalizados, que se administraron como una dependencia estatal hasta que comenzaron a distribuirse, se sumó otra política considerada un error de los sandinistas: en un esfuerzo por reducir la dependencia de Nicaragua de exportaciones "coloniales", la producción de algodón se convirtió en maíz y fríjol. Si por una parte hubo un relativo aumento en la producción de alimentos, los ingresos por concepto de exportaciones algodoneras, que valían US$136 millones en 1979, cayeron a US$30 millones en 1980, para no regresar jamás.

Esas, y muchas circunstancias más, como el uso de diferentes tasas de cambio para importaciones y exportaciones, han conformado un coctel explosivo que ha llevado al virtual derrumbamiento de la economía nícaraguense, con una inflación del 33.000% el año pasado. Un estudio ordenado por el presidente Daniel Ortega Saavedra y patrocinado por el gobierno sueco llegó a la conclusión que, desde 1981, la economía del país se ha desplomado en casi un tercio de su tamaño. Las exportaciones hoy sólo alcanzan para pagar un cuarto del costo de las importaciones, y más de la mitad de los ingresos totales por las exportaciones de 1989 estaban ya gastados hacia el final de 1988.

Según el estudio, desde 1981 los salarios reales de los nicas habrían descendido en más del 92%, y el producto interno bruto per cápita habría caído a US$300. Esa es la cifra que más impresión ha causado en los analistas. Al principio de la década de los 70, la Nicaragua de "Tacho" Somoza, con todas sus inequidades, tenía uno de los crecimientos más altos de Latinoamérica. Pero esos US$300 del PIB per cápita de hoy son inferiores a los US$330 que el Banco Mundial atribuye al país más pobre de la región, Haití, y colocan a Nicaragua al nivel de países tradicionalmente golpeados por la pobreza, como Somalia, Sudán y la República de Africa Central.

En la interpretación del desastroso balance de los 10 años de la revolución sandinista, no es fácil decir qué fue primero, si el huevo o la gallina. Los sandinistas afirman que en julio de 1979, al tomar posesión de la tesorería, encontraron que Somoza y sus secuaces se habían llevado todo. Desde entonces, el país ha tenido que asumir el costo de reestructurar la economía para eliminar la concentración de riqueza existente hasta entonces. Pero, según ellos, el bloqueo norteamericano y sobre todo el esfuerzo bélico, terminaron por abortar toda posibilidad de recuperación.
Esa tesis es rechazada por sectores independientes que señalan que las propias políticas gubernamentales hicieron que los ciudadanos más capacitados abandonaran el país para escapar de los impuestos exagerados, las normas arbitrarias y la expropiación. Esos sectores afirman que fue eso, y no Estados Unidos, lo que sentó las bases para que se desencadenara la guerra de los contras, que no habría sido tanto la causa de la crisis, como una expresión más de la situación.

Tampoco es claro si la apertura democrática tan anhelada por la administración Reagan no se ha conseguido por la falta de voluntad del gobierno sandinista o por la propia situación de emergencia desencadenada por las presiones de Estados Unidos. Mientras los gringos presionan a los sandinistas para que las elecciones de 1990 sean realmente libres, los sandinistas tienen la mayor excusa para sus tendencias totalitaristas en el mismo estrangulamiento que vive su sociedad. Como lo puso recientemente un alto funcionario sandinista, "para nosotros, la democracia no consiste necesariamente en que la gente vaya a votar de tiempo en tiempo. Creemos que esto es válido, pero también lo es que la gente tenga educación, salud y medios de subsistencia que les permitan ejercer el poder".

Esos logros en materia de salud y educación, que son el tesoro más preciado de los sandinistas, podrían perderse si el gobierno no logra estabilizar su economía. Managua está atrapada en la necesidad de buscar métodos más convencionales de manejo. La necesidad es imperiosa, pues el déficit comercial del año pasado, de US$579 millones, que fue cubierto con la ayuda del bloque de países socialistas de Europa, promete crecer para este año, mientras la URSS y sus aliados, empeñados ellos mismos en su crecimiento económico, quieren bajar su cuota. De ahí que Daniel Ortega y su gente estén embarcados en un programa de reversa, para que la actividad privada regrese al país, y prometen las elecciones más libres que se pueda imaginar para febrero de 1990.

Entre tanto, el pueblo nicaragüense se mantiene al menos por ahora, del lado de los líderes que lo libraron del dictador Somoza, si bien los movimientos de oposición son cada vez más fuertes. Parece claro que si el gobierno de Daniel Ortega Saavedra no logra sacar del atolladero a la economía de su país, el caso nicaragüense podría convertirse en la primera revolución, aparentemente irreversible, que regresa sobre sus pasos.--