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Samurais cariocas

Se cumple el centenario de la enorme colonia japonesa en Brasil. Ahora los descendientes de los 'nikkei' emigran a Japón, y se encuentran entre dos mundos.

14 de junio de 2008

El protagonismo de las 'garotas' de ojos rasgados que bailaban samba en el último carnaval de Río no fue gratuito. A pesar de que Brasil y Japón se encuentran en extremos opuestos del planeta, sus lazos constituyen una inusual saga de inmigrantes inspirados por la misma esperanza de prosperidad. La mayor colonia nipona en el mundo se encuentra en Brasil, donde viven millón y medio de japoneses, y ahora son sus hijos y sus nietos los que regresan a la tierra de sus ancestros.

El próximo miércoles se cumplen 100 años de la llegada a Santos de los primeros inmigrantes japoneses a bordo del Kasatu Maru. Ambos gobiernos declararon 2008 como el año Brasil-Japón y ese día el príncipe Naruhito, heredero del trono nipón, visitará al gigante suramericano.

A comienzos del siglo XX, la situación de Japón, hoy la segunda economía del mundo, era distinta: las oportunidades escaseaban y el gobierno promovió emigrar como alternativa. En Brasil, por otra parte, después de la abolición de la esclavitud, los hacendados del café enfrentaban la escasez de mano de obra. Así las cosas, la llegada del Kasatu Maru poco tuvo de fortuita. Fue el resultado de años de negociaciones.

Aunque las costumbres eran muy distintas, el flujo continuó. Con los años surgieron escuelas y periódicos de los inmigrantes japoneses, los nikkei, en Brasil. Pero a los prejuicios se sumó la geopolítica. Cuando se aproximaba la Segunda Guerra Mundial, el gobierno empezó a perseguir las actividades culturales de japoneses, alemanes e italianos; cerró esas escuelas y periódicos e incluso confiscó sus bienes. El portugués quedó como única opción. En 1942 Brasil cortó las relaciones con Tokio. Se restablecieron cuando sanaron las heridas de la guerra, llegaron nuevos grupos y en 1973 llegó el último grupo. Años después nació el fenómeno contrario fenómeno: los dekasegi.

Dekasegi es un término japonés para las personas que trabajan lejos de su hogar, pero se ha vuelto popular para referirse a los latinoamericanos en Japón, especialmente a los 300.000 brasileños. La japonesa es una sociedad cerrada, donde la inmigración es altamente restringida y el porcentaje de extranjeros es mínimo. También, como ocurre con otras sociedades prósperas, sus tasas de natalidad se han desplomado. Ante la urgencia, las autoridades decidieron entreabrir la puerta a la inmigración a finales de los 80, y lo hicieron con los descendientes de japoneses. La idea era que esos ciudadanos de otros países, incluso si no conocían Japón, ni hablaban el idioma, eran esencialmente japoneses. El gobierno comenzó a dar visas preferenciales a los hijos de esa diáspora para suplir la escasa mano de obra.

A pesar de su apariencia, los recién llegados eran menos japoneses de lo que el gobierno esperaba. Ha habido tensión porque no saben cómo dejar la basura o ponen la música muy alto. Aunque tienen sus papeles en regla, se les relega a los llamados trabajos de las tres K: kitanai (sucio) kiken (peligroso) y kitsui (pesado).

"En una época de incertidumbre social y económica para los japoneses, muchos encuentran consuelo en verse a sí mismos como superiores a los inmigrantes", explicó a SEMANA Joshua Hotaka Roth, un sociólogo que se infiltró en un fábrica para escribir un libro sobre los brasileños en Japón.

Las restricciones en tiempos de guerra terminaron marcando una barrera. "Dudo que consideren a Japón su patria. La mayoría no puede hablar el idioma y su estilo de vida es brasileño, no japonés", dijo a esta revista Junichi Goto, de la Universidad de Kobe. A pesar de las dificultades, muchos tienden a quedarse más tiempo del presupuestado o a establecerse del todo. Hoy, cuando la inmigración japonesa es celebrada, los dekasegi regresan sobre los pasos de sus ancestros.