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SAYONARA

En las elecciones del 18 de julio podría terminar la hegemonía del Partido Liberal Democrático.

9 de agosto de 1993

EL 18 DE JULIO LOS JAPONEses se enfrentaran por primera vez en 38 años a la posibilidad de que el Partido Liberal Democrático deje de regir sus destinos. Una cadena de escándalos llevó a que el 19 de junio, un grupo de parlamentarios oficialistas se unieran con la oposición, para aprobar una moción de censura contra el primer ministro Kiichi Miyazawa. Este no tuvo otra alternativa que disolver el parlamento y convocar elecciones. Pero esta vez la derrota es una posibilidad cierta.
De ocurrir, seria una verdadera revolución, porque el PLD ha sido la base informal de la organización política japonesa en la posguerra. En 1947, con el país ocupado por Estados Unidos, los derechistas fueron rehabilitados para que se convirtieran en la talanquera contra la infiltración marxista. A partir de 1955 surgió el Partido Liberal Democrático, el cual, incluso, fue financiado por la CIA (Agencia Central de Inteligencia). Los japoneses se acostumbraron a asociar al PLD con la estabilidad y el anticomunismo en medio de la guerra fría. Mientras duró ese período histórico, a nadie le molestaba que el PLD fuera de hecho el líder de un sistema unipartidista, en tanto que el Partido Socialista ejercía la oposición puramente nominal. Ese orden de cosas llegó a ser considerado en occidente como "democracia estilo japonés".
Una situación de ese estilo es el caldo de cultivo de la corrupción, que era evidente desde mediados de los 70, cuando el escándalo de sobornos con la Lockheed le costó el puesto al primer ministro Kakuei Tanaka. Ni siquiera la prisión del funcionario afectó el orden de cosas, porque ante la prioridad de la estabilidad no importaba que reinara el poderoso caballero, don dinero.
Pero desde 1988, cuando se destapó el escándalo Recruit, las cosas han cambiado. La desaparición del comunismo le quitó piso al mito de la estabilidad y cuatro escándalos sucesivos tumbaron a tres primeros ministros, Noburu Takeshita, Sousouke Uno y Toshiki Kaifu. El último, que podría sacar a Miyazawa, se desencadenó a mediados del año pasado, cuando el gran cacique del partido, el anciano Shin Kanemaru, admitió haber recibido cuatro millones de dólares en contribuciones ilegales. Una requisa en su casa reveló que mantenía 50 millones en una vieja caja fuerte, junto con barras de oro, que se convirtieron en el símbolo de la corrupción partidaria.
Miyazawa, poco hábil en el manejo del partido, rehusó tomar medidas políticas, lo que llevó a la división del mes pasado. Los parlamentarios rebeldes formaron tres partidos, el Nuevo del Japón, el de la Nueva Vida y el del Heraldo. Pero virtualmente todos sus miembros provienen del viejo orden, incluso algunos son protegidos del propio Kanemaru, lo que juega en contra de las perspectivas de cambio real.
En Washington, en cambio, la percepción es que las nuevas fuerzas están más preocupadas por los derechos de los consumidores japoneses que por el mito de un crecimiento industrial sin límite. Protección al consumidor significa, en el lenguaje yanqui, apertura a las importaciones, lo que mejoraría la balanza comercial de los dos países. De ahí que el presidente Bill Clinton, antes de incorporarse a la opaca reunión del Grupo de los Siete, celebrada en Tokio, se reuniera con los principales líderes rebeldes, con Tsutomu Hata y Morihiro Hosokawa a la cabeza.
Es difícil saber de ellos quienes son verdaderos reformistas y quienes están aprovechando el río revuelto para mantenerse en la cresta de la ola. Pero una cosa si parece definitiva: el monopartidismo del Japón esta por desaparecer, con consecuencias que aún están por verse.