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Cheney, fotografiado en otra cacería, es un deportista experimentado. Por eso nadie se explica la torpeza con la que actuó. Abajo, la entrada de la hacienda Armstrong, una de las más ricas de Texas

Estados Unidos

Semana de pasión

Un desafortunado e insignificante accidente de caza puso al vicepresidente Dick Cheney en el centro de una tormenta. Crecen las sugerencias de que renuncie.

19 de febrero de 2006

La bandada de perdices tomó vuelo a su espalda con un ruido sordo, como de pequeños motores. El cazador, que la esperaba de frente, giró y apretó el gatillo. Pero el resultado no fue un estallido de plumas, como quería, sino el gemido de su compañero de cacería quien, a 25 metros de distancia, cayó con la cara, el cuello y el pecho rociados de perdigones. La víctima recibió atención inmediata y fue llevado en helicóptero a un hospital, donde, tras algunas horas en cuidados intensivos, entró en franca recuperación.

El anterior, para todos los efectos, sería un incidente menor. Sólo que el responsable fue el vicepresidente de Estados Unidos, Dick Cheney, cuyo equipo le dio a la información sobre el hecho un manejo tan poco transparente, que lo convirtió en un escándalo y una metáfora de la forma como Cheney en particular, y el gobierno de su jefe George W. Bush en general, han manejado su paso por la Casa Blanca.

Como dijo a SEMANA Stephen Zunes, profesor de ciencia política de la Universidad de San Francisco, "en muchos aspectos, el accidente de caza es emblemático de la gestión de Cheney como vicepresidente: la propensión al secretismo y a tapar, el rehusarse a asumir responsabilidades, la de echarle la culpa a otros y, como si fuera poco, a usar la fuerza sin justificación".

El problema surgió porque el público sólo se enteró el domingo, más de 24 horas después. Y además, porque no lo supo por un comunicado oficial sino por Katharine Armstrong, la anfitriona del paseo, quien llamó al periódico local, el Corpus Christi Caller-Times, y le dio la 'chiva' nacional. Aunque, eso sí, sugirió que la culpa era de la víctima, el abogado millonario Harry Whittington, por haberse aproximado por la espalda a Cheney sin que éste lo viera. Incluso sus copartidarios, como el corresponsal en la Casa Blanca del National Review, se preguntaban si los norteamericanos nunca se hubieran enterado si no hubiera sido por la señora.

El sigilo con el que la gente de Cheney manejó el asunto causó malestar en los medios periodísticos y dejó preguntas sin respuesta en la opinión pública. Algunos llegaron a pensar que Cheney no quería que los norteamericanos supieran que su vicepresidente, un hombre de 68 años que sufre problemas cardíacos, tiene gota y últimamente camina con un bastón, había cometido la torpeza de dispararle por error a un amigo de 78, mientras aprovechaba sus fines de semana cazando perdices en las llanuras texanas. Otros, como los conductores de programas de humor, convirtieron el episodio en fuente inagotable de chistes.

Pero los más audaces llegaron a pensar que detrás de tanto misterio tal vez habría algo más grave para ocultar. Porque no sólo se trató de la demora en hacer público el asunto, ni de que las autoridades se enteraron cuando ya era muy tarde para hacer las averiguaciones, sino de las contradicciones en que incurrieron. La más importante es que la señora Armstrong dijo que los comensales habían tomado Dr Peppers con el almuerzo, mientras el propio Cheney, cuando salió por fin el miércoles a la luz pública en una entrevista con la cadena Fox, admitió haberse tomado al menos una cerveza. Tampoco pasó inadvertido el hecho de que fuera precisamente esa cadena, estrechamente ligada al gobierno de Washington, la escogida para hacer la entrevista.

Cheney tenía vencida su licencia para cazar (le faltaba una estampilla de siete dólares), y violó las reglas del deporte. Porque si bien es cierto que Whittington tuvo parte de la culpa, el consenso entre los cazadores fue, como dijo la revista Time, que "la regla número uno es mantener bajo control la localización de cada uno del grupo". Y Mark Birkhauser, presidente de la Asociación Internacional de educación para los cazadores, aclaró a la agencia AP, "quien va a disparar es el único responsable de controlar la situación"

Los detalles del paseo son dicientes: el fin de semana de cacería se desarrollaba por invitación de Armstrong, lobista parlamentaria, en el mega rancho de su familia, una inmensa hacienda comprada en 1882 por su tatarabuelo, un Texas ranger cazador de recompensas. Hoy los Armstrong están entre los principales clanes de la acaudalada aristocracia texana, una de las más cerradas de Estados Unidos, han tenido vínculos con el poder por generaciones y participan en negocios multimillonarios no sólo en la ganadería, sino en petróleo y construcción. La madre de Katharine, Anne, formaba parte de la junta de la gigante Halliburton cuando ésta nombró a Dick Cheney como su presidente, cargo del que salió en 2000 para hacer parte de la fórmula ganadora de otro gran amigo de la familia, George W. Bush.

Tal vez Cheney, quien ha sido el mayor impulsor de la invasión a Irak con argumentos probadamente falsos, no quería que se supiera que estaba precisamente con una familia directamente interesada en esa invasión, pues Halliburton ha sido beneficiaria de multimillonarios contratos con el Pentágono, no sólo en Irak, sino en otros teatros de operaciones. Por eso, cuando James A. Paul, director ejecutivo del Global Policy Forum, fue consultado por SEMANA, se limitó a afirmar que el ruido causado por el incidente de caza "oculta los asuntos realmente graves de los que Cheney ha sido responsable. Sus disparos en esos casos han herido mucho más que a un abogado adinerado".

Y es que precisamente en la semana en la que se presentó el accidente de caza, se había revelado que Lewis Libby, ex jefe de gabinete de Cheney, testificó en el juicio que se le sigue por el escándalo conocido como 'Plamegate', que había recibido de sus superiores la orden de filtrar información a la prensa para justificar a como diera lugar la guerra en Irak. El 'Plamegate' estalló cuando en el afán de desacreditar al embajador Joseph Wilson, quien había dicho que era falso que Saddam Hussein estuviera comprando uranio en Níger (uno de los argumentos para atacar a Irak), alguien en la Casa Blanca filtró que su esposa, Valerie Plame, era una agente secreta de la CIA que había influido en que Wilson fuera enviado a Níger a investigar. Como revelar el nombre de un agente secreto es un delito federal, un fiscal especial está investigando el asunto y ha implicado a funcionarios del más alto rango, como Libby, mientras muchos piensan que al final de la línea podría estar Cheney, para no hablar del propio Bush.

El incidente hizo que muchos hablaran, además, de la brecha que parece crecer entre Bush y su vicepresidente. El secretario de prensa de aquél, Scott McLellan, sugirió en la Casa Blanca que ellos, los de Bush, habrían manejado el asunto de manera diferente. El comentario subrayó la animosidad existente entre el personal de la Presidencia y el entorno de Cheney, que, entre otras cosas, mantuvo en la oscuridad a la propia Casa Blanca por largas horas.

El asunto completó una pésima temporada para Cheney, quien en la semana anterior al problema pasó además varias horas en un hospital, aquejado por sus viejos problemas cardíacos. No son pocos los columnistas que, como el respetado Bob Herbert, de The New York Times, han comenzado a pedir la renuncia de Cheney, quien desde el comienzo de su gestión ha restringido el papel de la prensa y mantenido la mayor parte de sus actuaciones en secreto, basado en el 'privilegio ejecutivo'. En un momento en el que Bush está bajo el fuego de los demócratas por haber autorizado que se espíe secretamente las conversaciones de los norteamericanos, alguien que mantiene en secreto un desafortunado, pero aparentemente simple accidente, puede ser un lastre insoportable.