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SILES SE VA A PIQUE

Miles de obreros piden la renuncia del Presidente en medio de estallidos de dinamita.

22 de abril de 1985

Es muy probable que el presidente Hernán Siles Zuazo, el astuto político boliviano que deja atrás a los demás mandatarios latinoamericanos con experiencia en materia de convulsiones sociales y políticas -pues las ha vivido en carne propia casi sin interrupción desde 1952-, haya calculado que la negativa que le estaba dando esa tarde del 8 de marzo pasado a la Central Obrera Boliviana (COB) desencadenaría una agria protesta de sus interlocutores que aislaría aún más a su gobierno. Lo que quizás no calculó fue que la COB, ese inmenso piélago de organizaciones sindicales regido por un férreo centro, sería capaz de paralizar al país durante 15 días seguidos (ese es el número de días que la huelga general lleva al momento de redactar esta nota) desbarajustando aún más la ya desvencijada estabilidad de ese régimen y colocando a Bolivia al borde de una revolución socialista. De 72 años, Siles Zuazo había ese día ofrecido, en una tensa reunión con 60 dirigentes sindicales, conceder un aumento salarial de 332% y la participación de la COB en el gobierno. Juan Lechín Oquendo, el veterano líder de dicha central obrera, no vaciló en rechazar la oferta que a juicio de la COB no arreglaba la situación de los trabajadores.
Lechín y sus colegas habían solicitado la adopción de un salario mínimo vital con escala móvil, único medio de impedir, según ellos, el deterioro de los ingresos de los trabajadores, ante el desbocado proceso inflacionario del país. Siles, considerando que la medida sólo llevaría al desastre económico, rechazó la petición. La oferta de cogobierno, por otra parte, por revolucionaria que pareciera a primera vista, fué también rechazada por la COB. Una oferta parecida ya se había discutido infructuosamente hace más de un año pues los trabajadores aspiraban a detentar, en caso de aceptar la idea, el 51% del gobierno. En las condiciones previstas por Siles Zuazo la COB solo sería un rehén, un convidado de piedra en el gobierno, dijeron.
Fracasada la reunión del 8 de marzo con el presidente, el país en cuestión de horas se halló sumido en un paro general de actividades. Miles de mineros y campesinos iniciaron una marcha sobre La Paz donde se concentraron y desplegaron para presionar a la administración. Sin demoras y ante la firmeza del gobierno, el movimiento reivindicativo económico se transformó en abiertamente político cuando algunos dirigentes sindicales, como el minero Guillermo Dalence y Walter Delgadillo, secretario general de la COB, admitieron que la movilización en curso "busca implantar el socialismo". Otros fueron más lejos y plantearon como Lechín Oquendo, que "no hay otro camino para llegar al poder que no sea el de la revolución y la lucha armada", y que era necesario instaurar un gobierno obrero y popular. Siles, observando tal evolución de los hechos, acuarteló el ejército y la policía y acusó a 18 pequeños grupos de izquierda de haber conformado un instrumento político "de dirección popular y revolucionaria" para conducir a la toma del poder por parte de los trabajadores. Lo cierto es que los huelguistas ya se habían embarcado en una dinámica de manifestaciones permanentes, de bloqueo de caminos y paralización de las ciudades con piquetes de mineros, los cuales de vez en cuando hacían estallar al aire pequeñas cargas de dinamita.
Para contrarrestar la versión de gubernamental sobre el origen del conflicto, la COB desarrolló un operativo que denominó "10.000 mineros en 1.000 esquinas" para dialogar con la población y expandieron sus exigencias a Siles más allá de la estatización del comercio exterior y del transporte pesado, la nacionalización de la banca privada, el monopolio estatal de la producción e importación de alimentos y de la explotación del oro, el desconocimiento de la deuda externa y prohibir exportaciones de minerales por el sector privado, medidas que según la huelga darían al país la oportunidad de comenzar a salir de la crisis económica, cuyos guarismos congelan en verdad, la sangre a más de uno: el producto interno bruto (PIB) ha caído durante los últimos 5 años, la inflación en 1984 fue, según el sector privado, de 3.550%, el déficit fiscal podría llegar al 40% del PIB, y la deuda externa vencida es casi de 700 millones de dólares. Por eso la cifra de cinco millones de pesos, que es el salario mínimo que ofrece el gobierno, no es nada. "Calculando los nuevos precios -decía en estos días Lechín- los trabajadores deberían tener un sueldo mínimo de 14 millones de pesos" lo que equivale a escasos 140 dólares.
De no culminar esta coyuntura en una conflagración bélica general entre las fuerzas militares y los destacamentos obreros semejante a la ocurrida en abril de 1952 -lo que terminó en una insurrección obrera triunfante que desbandó el ejército, no sin dejar 1.500 muertos en las filas sindicales- el gobierno de Siles Zuazo deberá abocar el próximo 16 de junio elecciones generales (a las que se opone la COB) en las que el candidato más opcionado es el expresidente Hugo Banzer Suárez, candidato del Departamento de Estado norteamericano. Otros postulantes, como Jaime Paz Zamora, quien renunció al cargo de vicepresidente para habilitarse para dichos comicios, tienen escasas posibilidades de triunfo.
Las elecciones en realidad deberían efectuarse en 1986, solo que Hernán Siles, arrinconado por las demandas de la COB, las críticas de los empresarios y la extinción de la coalición oficialista Unidad Democrática Popular (UDP), se vió obligado a adelantarlas un año, para entregar el poder en agosto próximo. Pero como van las cosas, el derrumbe gubernamental podría ser antes. La decisión de la COB del viernes pasado de emprender una huelga de hambre que cobijaría a 250.000 trabajadores, era la respuesta al frustrado intento de la Iglesia de propiciar un nuevo diálogo entre el presidente Siles y Lechín Oquendo. Mientras tanto, el mandatario boliviano ha decidido militarizar las ciudades (es la primera vez que lo hace desde 1983) e impedir que ingresen a La Paz nuevos contingentes de mineros. Tanques y soldados del ejército patrullaban La Paz al final de la semana sin que emergiera en el horizonte una señal menos ominosa.