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Solo contra el mundo

Al inicio del gobierno Bush se ha impuesto una política exterior unilateral y desconfiada.

11 de junio de 2001

Eran los primeros dias de marzo de 1991 y la Guerra del Golfo se acercaba a su desenlace final. Las fuerzas encabezadas por Estados Unidos habían sometido a la Guardia Republicana iraquí y ésta se encontraba en franca desbandada. El camino a Bagdad y el virtual derrocamiento de Saddam Hussein es- taban despejados. Pero el general Colin Powell, entonces jefe del estado mayor conjunto de Estados Unidos, no estaba tranquilo. La guerra para liberar Kuwait, en la práctica, había terminado. Prolongar el conflicto no sólo resultaría en la muerte de miles de personas sino iría más allá de lo autorizado por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (ONU). Por ello no dudó en recomendarle al presidente George Bush aceptar un cese al fuego, garantizando de paso la supervivencia de Saddam. Un año largo después, cuando la administración de Bush padre llegaba a su fin, tropas de Estados Unidos fueron enviadas a una misión humanitaria en Somalia. El objetivo era proveer protección a civiles de grupos al margen de la ley. Su sucesor, Bill Clinton, cambió el enfoque de la operación para convertirla en un intento de mediación. En menos de un año las tropas abandonaron ese país africano sin haber logrado su cometido y con los ataúdes de decenas de militares estadounidenses. Ocho años más tarde esos dos hechos retumban aún en el ala conservadora del Partido Republicano, una facción electoralmente poderosa, que ha encontrado su cuarto de hora en los primeros 100 días de George Bush hijo. No culpan necesariamente a Powell de que Saddam siga ahí, desafiante, sino a la camisa de fuerza del multilateralismo. En otras palabras, la ONU no le permitió a Estados Unidos atender su interés nacional, que era acabar con el tirano. Somalia es otro ejemplo de lo que no debe hacer Estados Unidos, en opinión de este bloque actualmente mayoritario en el gobierno gringo. Ese país africano, afirman, no era una amenaza para la seguridad nacional ni tampoco un lugar para enviar a los marines para ejercer labores policiales. En retrospectiva, entonces, era previsible la postura que ha adoptado la nueva administración republicana en estos cuatro meses sobre temas tan disímiles a primera vista como el calentamiento global, Irak, China y Bosnia. Los conservadores en Estados Unidos siempre han visto con recelo a la ONU y a las entidades multilaterales. Las consideran violatorias de su soberanía. Durante años el comité de asuntos externos del Senado estadounidense, presidido por el republicano Jesse Helms, demoró el pago de Estados Unidos de sus obligaciones a la ONU bajo ese pretexto. Ya hay voces dentro del Congreso y del mismo gobierno pidiendo que se suspenda nuevamente el pago después de que Estados Unidos quedara por fuera de la comisión de derechos humanos. Tampoco han sido amigos los republicanos conservadores de los tratados supranacionales como el protocolo de Kioto, que busca, entre otros aspectos, reducir las emisiones de CO2. Para Bush, mucho más conservador que su padre, era lógico denunciar un acuerdo que obliga más a Estados Unidos que a otros países y va en contravía del interés nacional. Hoy el grito de batalla es “No más Somalias, Haitís o Bosnias”. En otras palabras, no más intervenciones humanitarias, no más esfuerzos por construir democracias en países tercermundistas y no más participación de las fuerzas armadas en conflictos europeos que no conciernen directamente a Estados Unidos. Este giro en la política exterior norteamericana refleja el pensamiento de tres actores clave en la administración Bush: el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld; el vicepresidente, Richard Cheney, y la consejera de seguridad nacional, Condoleeza Rice. Cheney y Rumsfeld vienen de una generación que creció en el auge de la Guerra Fría, en la cual había un enemigo definido. Rumsfeld, especialmente, considera que en los últimos ocho años han aumentado los potenciales y reales enemigos de Estados Unidos igual de amenazantes que la antigua URSS. Por ello su apoyo al establecimiento de una defensa antimisiles que proteja a su país de ataques de naciones ‘parias’ como Corea del Norte. Cheney integró el gobierno de Bush padre que fue testigo del colapso de la Unión Soviética y que anunció en ese momento la llegada de un nuevo orden mundial encabezado por Estados Unidos. Para Cheney y Rice, mano derecha del actual presidente estadounidense, la administración Clinton derrochó esa oportunidad al embarcarse en aventuras idealistas (Haití) y dejarse llevar por el multilateralismo (Bosnia). Al tiempo que Clinton jugaba a ser el policía del mundo, dicen los conservadores, los verdaderos adversarios se fortalecieron. China es vista con gran desconfianza por este grupo. Cumple todas las condiciones: es un régimen comunista, no sigue los lineamientos de Washington, es violador de los derechos humanos y vende armas a enemigos norteamericanos como Irán y Corea del Norte. El reciente manejo por parte de Beijing del problema del avión espía sólo sirvió para confirmar esa paranoia. Esta proclividad de la administración Bush de actuar unilateralmente, sin embargo, no ha sido la panacea. Lejos de sentar las bases de una hegemonía estadounidense en un nuevo orden mundial está resquebrajando consensos. La Unión Europea aún no se recupera del reversazo de Estados Unidos en Kioto ni de las insinuaciones sobre su posible retiro de Bosnia. Los países árabes quedaron intranquilos tras el bombardeo, en febrero, de Irak y las declaraciones, en ocasiones, muy proisraelíes del presidente Bush. Rusia teme que el sistema antimisiles propuesto por Rumsfeld cambie el balance de poder nuclear y la obligue a rearmarse. China, uno de los principales socios comerciales de Estados Unidos, presiente la llegada de una era de Guerra Fría. Incluso se han presentado diferencias con aliados tan cercanos como Canadá y el Reino Unido a raíz de la posición de Bush sobre Kioto y con Alemania por el propuesto sistema antimisiles. Más importante aún, ha derivado en inusitados reveses diplomáticos para el equipo de Bush. Por primera vez desde su creación Estados Unidos quedó por fuera de la comisión de derechos humanos de la ONU, por medio de la cual ejercía presión contra países como Cuba y China. Este último, según parece, fue el artífice de la derrota estadounidense. Igualmente, Washington se quedó sin puesto en la junta fiscalizadora de estupefacientes. En el Consejo de Seguridad de la ONU Estados Unidos se vio obligado a utilizar su poder de veto para evitar la aprobación de una resolución condenatoria a Israel. Pero el apoyo al unilateralismo radical no es unánime. El Departamento de Estado, encabezado por Colin Powell, ha buscado moderar ese tono arrogante y aplicar una política exterior más pragmática. Powell, como pocos, conoce las ventajas de emprender acciones bajo el paraguas de una coalición. Ese fue el gran éxito de la Guerra del Golfo. Actualmente Powell y su gente están en la minoría, tanto en el gobierno como el Congreso. No obstante, si continúa esta racha de humillaciones públicas y aumenta el descontento en países clave como Reino Unido, Alemania, Japón y Arabia Saudita, el péndulo podría volver hacia el centro.