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Las escenas de caos, muerte y destrucción provocadas al parecer por un solitario extremista noruego, en Oslo y la isla de Utoya, dejaron 87 muertos y docenas de heridos como esta joven cargada por paramédicos.

INFORME ESPECIAL

Terror en Noruega

El país escandinavo fue sacudido el viernes por los peores hechos de violencia desde la Segunda Guerra Mundial. Un asesino que masacró a sangre fría a 80 jóvenes y explosiones en el centro de Oslo tienen consternado al mundo. Los hechos parecen estar conectados.

23 de julio de 2011

Ni siquiera la pacífica y próspera Noruega está a salvo. La conocida postal de un país ideal quedó destrozada cuando las imágenes de personas que se desangraban en las calles de Oslo, de edificios hechos trizas y de una idílica isla convertida en un infierno por un asesino desbocado le dieron la vuelta al mundo. Por primera vez en su historia, el país escandinavo vio su tradicional placidez atenazada por las garras del terrorismo.

El horror llegó a las 3:26 de la tarde. A esa hora, una bomba explotó en el centro de la capital. El impacto se produjo en la céntrica plaza Einar Gerhardsen, donde se ubican importantes edificios del gobierno como el Ministerio de Salud y la oficina del primer ministro Jens Stoltenberg, quien no se encontraba en ese momento, y la sede del popular periódico VG. El impacto fue tan fuerte que los cristales de los edificios volaron hasta 400 metros y  las fachadas quedaron gravemente afectadas.  El atentado, el peor hecho de violencia desde la Segunda Guerra Mundial, dejó siete muertos y 15 personas heridas.

En la calle las personas corrían ensangrentadas y aturdidas, incapaces de entender lo sucedido. Tras el atentado, la Policía acordonó el lugar y evacuó a quienes se encontraban en lugares aledaños, como la estación de ferrocarril y varios centros comerciales.  Según los primeros reportes, debido a la hora en que se produjo el atentado y a que en esta época gran parte de los noruegos están en vacaciones, el saldo de víctimas, inicialmente tres, no había sido mayor.

Pero la jornada de terror apenas comenzaba y lo peor estaba por llegar. Dos horas después, la tragedia se ensañó con la minúscula isla de Utoya, a 38 kilómetros de Oslo. Ahí, cerca de seiscientos jóvenes de entre 15 y 25 años, hijos o parientes de militantes del Partido Laborista, la formación política del primer ministro Jens Stoltenberg, participaban, felices, en un campamento de verano. El programa incluía charlas políticas y debates, pero también chapuzones en la playa y noches alrededor de las fogatas. Nada parecía indicar que la muerte acechaba.

Pero  llegó de la mano de un extraño personaje alto,  rubio y de ojos azules, después identificado como Anders Behring Breivik, quien disfrazado con una camisa azul claro, pantalón y gorra negra, el uniforme de la policía noruega, se dispuso a bañar el lugar de sangre.  Según varios testigos, Breivik apareció con el pretexto de prestar seguridad a los asistentes y los citó para hablarles de urgencia sobre los atentados en Oslo. Cuando los jóvenes le obedecieron inocentemente, y se congregaron alrededor del supuesto agente, este abrió fuego con armas automáticas.

En cuestión de segundos, la isla de Utoya se convirtió en la sucursal del infierno. Los que no cayeron en las primeras ráfagas trataron de esconderse en el bosque, en sus carpas o detrás de las rocas. Pero el asesino los persiguió, mientras gritaba “¡Los voy a matar a todos!”.  Varios testigos describieron que muchos  jóvenes aterrorizados saltaron al agua, en un intento desesperado por escapar. “Vi mucha gente muerta –le dijo a la agencia Associated Press una de las organizadoras del campamento–. Primero le disparó a la gente en la isla, después empezó a apuntar  a los que estaban nadando”. Contó que se escondió detrás de una piedra, y que podía escuchar la respiración del asesino a unos cuantos metros. El padre de una niña que estaba en el campamento contó que recibió un mensaje de texto en celular, en el que le decía que “hay un tiroteo, estoy escondida”. Pero el peligro era tal que su hija le advirtió que no la llamara, pues el timbre del teléfono podía revelar su presencia al asesino.

Cuando los comandos de élite de la Policía noruega lograron llegar a la isla, el terror no desapareció. Los sobrevivientes de la masacre ya no sabían si estos uniformados también les iban a disparar o no. Los policías finalmente lograron capturar al asesino, pero encontraron un panorama desolador. Al cierre de esta edición, por lo menos 80 cadáveres de jóvenes quedaron desperdigados en la isla o flotando en el mar.

En un principio los investigadores no estaban seguros de que la bomba de Oslo y la masacre de Utoya estuvieran  relacionadas. Las primeras pistas apuntaron a los sospechosos de siempre: los terroristas islámicos. Esa era una hipótesis casi obvia por varias razones. La más importante es que tropas noruegas combaten, junto a Estados Unidos, en Afganistán, y desde 2003  Ayman al-Zawahiri, el nuevo líder de Al Qaeda después de la muerte de Osama Bin Laden, amenazó con tomar represalias contra este país escandinavo.  La segunda es que los periódicos noruegos no tuvieron inconveniente en publicar una y otra vez las caricaturas de Mahoma que tanto ofenden a sus seguidores. Y la semana pasada, Mullah Krekhar, fundador del grupo extremista Ansar al Islam, fue acusado en Oslo de amenazar de muerte a funcionarios noruegos si lo deportaban de ese país, en el que se encontraba refugiado desde hacía más de diez años.

Sin embargo, luego de conocerse el horror de la isla, esas hipótesis perdieron fuerza. En el baúl del carro de Breivik la Policía encontró explosivos similares a los que fueron usados en Oslo. Además, algunos detalles  del supuesto asesino de Utoya también lo hace sospechoso. De 32 años, es fanático de las armas y tiene registradas legalmente una pistola Glock, un rifle y una escopeta. Además, tiene una empresa agrícola que le daba acceso a fertilizantes, ingredientes básicos para hacer bombas. Solía  hacer comentarios racistas, antiislámicos y de ultraderecha en la red social Facebook. Y hace unos días, dejó en Twitter un mensaje casi premonitorio: “Como fuerza social, un individuo con una idea vale por cien mil con solo intereses”, una cita del filósofo inglés John Stuart Mill.

El solo hecho de que haya sido capturado es un misterio, pues lo usual en este tipo de masacres es que el asesino se suicide. Y en espera del resultado de los interrogatorios, lo que se sabe de él es muy poco. Las autoridades afirman que a pesar de su extremismo, no pertenece a ningún grupo neonazi, y por eso no estaba en el radar de la Policía. Las autoridades comparan este ataque, más que con el de 2001 en Nueva York, con el perpetrado por Timothy McVeigh en Oklahoma City en 1995.

De ahí que quedaran abiertas varias preguntas al cierre de esta edición. La primera es si este hombre actuó solo. Algunos indicios así lo indican, pues varios testigos dijeron haberlo visto merodeando en el centro de Oslo antes del estallido de la bomba. Si ello fuera así, la imagen de un depredador que cobra por lo menos 87 vidas resulta impresionante, sobre todo por el efecto de ejemplo que suele darse en el terrorismo. La segunda pregunta es cuál podría ser el motivo que llevó a ese asesino a matar con tanta sevicia, incluso a niños. La militancia de las víctimas de la isla en el partido de gobierno y el hecho de que la oficina de Stoltenberg queda cerca del lugar de la explosión podría indicarlo, pero ese acto de violencia se sale tanto de lo usual en la pacífica Noruega que esa hipótesis resultaba difícil de creer.

Entre tanto, los noruegos intentaban salir de su estupor e imaginarse cómo sería la vida después de un trance tan doloroso, que echó por la borda su tranquilidad proverbial. Desde hoy saben que ni siquiera ellos, en cuyo país se otorga el Premio Nobel de la Paz, están exentos de la barbarie. El primer ministro resumió el sentimiento popular con unas palabras salidas del fondo de su alma:  “No van a destruir nuestra democracia. Somos una nación pequeña y orgullosa. Nadie nos silenciará con las bombas. Nadie nos disparará para callarnos”.