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La guerra de Donald Trump

El presidente de los Estados Unidos anuncia más tropas para Afganistán porque quiere “ganar” allí de una vez por todas. Esa nueva locura llega cuando se enreda más en el racismo y el problema del ‘Rusiagate’. Un coctel explosivo para el mundo.

26 de agosto de 2017

“¡Nuestras tropas van a luchar para ganar! ¡Vamos a luchar para ganar!”. Con esas palabras, Donald Trump concluyó el lunes en una base aérea de Virginia el discurso con el que reveló su intención de continuar la guerra de Afganistán. Un conflicto que ha costado 3 billones (millones de millones) de dólares, ha dejado unos 200.000 muertos y ha desplazado a más de un millón de personas.

Pero ¿por qué prolongar una guerra que ya es más larga que la de Vietnam? ¿No es un sinsentido insistir en un conflicto que hace tiempo se reveló contraproducente para los intereses norteamericanos? ¿Qué espera sacar con esa decisión el presidente más impopular de la historia de Estados Unidos? Aunque solo el tiempo puede aportar las respuestas a esas preguntas, los augurios no son buenos, comenzando porque el magnate tomó esa decisión en una semana durante la cual su comportamiento fue más errático que de costumbre.

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Tras el anuncio de Virginia, Trump pronunció en Arizona un discurso improvisado y lleno de rabia, en el que prometió cerrar el gobierno si no le aprobaban fondos para construir el muro con México, y se burló de quienes le exigieron condenar a los neonazis y a los miembros del Ku Klux Klan que arrasaron Charlottesville. Un día más tarde, sin embargo, leyó pausada y tranquilamente en Nevada un texto preparado de antemano en el que rechazó el racismo e hizo votos por la reconciliación nacional.

Hoy, es claro que hay dos Trump: el que lee teleprónter y el que se sale de todos los libretos para exacerbar a sus seguidores. El que lee comunicados de prensa y el que llena su cuenta de Twitter de ataques personales. O el que durante años criticó a sus antecesores por ese “terrible error” de la guerra de Afganistán, y el que el lunes prometió prolongar por el tiempo que sea necesario ese conflicto. “Desde ahora la victoria va a tener una definición clara”, dijo en Virginia.

Con tal fin, el magnate lanzó una “estrategia” muy vaga, con objetivos tan generales como “atacar a nuestros enemigos, arrasar con Estado Islámico (Isis), aplastar a Al Qaeda, evitar que los talibanes se apoderen del país y prevenir los ataques terroristas en Estados Unidos”. De hecho, los puntos más sobresalientes de su estrategia fueron que no iba a hablar de planes militares, ni de número de tropas, ni de una fecha para la retirada. En concreto, su plan se resumió “a matar terroristas” con la ayuda del gobierno afgano.

El problema es que “matar terroristas” es justamente lo que Washington ha hecho desde que invadió el país en 2001, y los resultados son decepcionantes. Como dijo a SEMANA Thomas Johnson, profesor universitario y autor del libro Culture, Conflict, and Counterinsurgency, “los talibanes controlan hoy más territorio que en 2001. En su momento, Estados Unidos y la Otan llegaron a tener 150.000 soldados en el terreno. Pensar que algunos miles de hombres suplementarios pueden cambiar algo es muy problemático, incluso delirante”. Hay otras razones que justifican esa afirmación.

Desde la Antigüedad, Afganistán ha frustrado las aspiraciones coloniales de varios líderes, que han sufrido lo indecible con sus montañas escarpadas, sus desiertos y sus inviernos. Algunos estuvieron incluso cerca de encontrar su fin, como el propio Alejandro Magno, que en uno de sus valles recibió un flechazo que le perforó un pulmón. Hasta Genghis Khan y sus herederos mongoles tuvieron que hacerles concesiones inusuales a sus aguerridos pobladores, que nunca se integraron por completo a su imperio.

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Con el paso de los siglos, a la intrincada geografía afgana se sumó una organización social particularmente compleja, con centenares de tribus compuestas por diferentes etnias que solo sostenían lealtades con los clanes afines. Esa situación encontraron los británicos a principios del siglo XIX, cuando disputaron tres guerras para apoderarse de la zona para evitar que el Imperio ruso amenazara sus posesiones en India. Los resultados fueron desastrosos, pues tras imponer un gobierno títere, el contragolpe fue una de las mayores humillaciones británicas, que perdieron casi 17.000 hombres cuando intentaron retirarse de Kabul.

Más de un siglo después, en plena Guerra Fría, la Unión Soviética (URSS) invadió Afganistán para defender un régimen comunista que había conseguido el poder en ese país musulmán. Sin embargo, su poderoso ejército no pudo doblegar a los combatientes islámicos (los muyahidines), que no solo expulsaron a sus tropas, sino colgaron de un poste a su gobernante, Najibullah. Más allá del apoyo armamentístico que recibieron de Estados Unidos, los afganos demostraron una vez más que quien quiera doblegar su territorio se enfrenta a un desastre. Muchos atribuyen a esa derrota, considerada el Vietnam de los rusos, el colapso del Imperio soviético.

Cada conflicto debe evaluarse con base en su contexto histórico, y el de la guerra que quiere continuar Trump está marcado por dos factores. El primero son las graves consecuencias sociales de los 16 años que han pasado desde que George W. Bush lanzó la invasión de 2002. “Pocos gobiernos occidentales están dispuestos a aceptar que el flujo de refugiados afganos se debe a la desestabilización que trajo esa guerra, y prefieren tratarlos como migrantes económicos. Pero lo cierto es que esa invasión lo único que hizo fue profundizar y prolongar una de las guerras civiles más violentas de los últimos tiempos”, dijo a SEMANA Robert D. Crews, profesor de Historia de la Universidad de Stanford y autor de Afghan Modern: The History of a Global Nation.

El segundo factor es la situación de Asia Central, una de las regiones que más han cambiado en los últimos años y donde se están concentrando los intereses opuestos de varias potencias regionales y mundiales. Entre ellas India y Pakistán, que desde hace décadas sostienen un diferendo fronterizo que las ha llevado a acumular casi 300 bombas atómicas. “El riesgo de una confrontación nuclear siempre está latente en esa región, y el discurso guerrerista de Trump no ayudó para nada”, dijo Crews. De hecho, la invitación que el magnate le hizo a India para que se uniera a la guerra y las críticas que formuló contra Pakistán por sus vínculos terroristas fueron muy mal recibidas por ese país. “Coger de chivo expiatorio a Pakistán no va a ayudar a estabilizar a Afganistán”, dijo en un comunicado el poderoso Consejo Nacional de Seguridad.

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A su vez, Afganistán es un elemento clave de la Organización de Cooperación de Shanghái, un foro económico y militar impulsado por China y Rusia, y de la Iniciativa del Cinturón y Ruta de la Seda, un megaproyecto de infraestructura en el que Beijing tiene previsto invertir sumas astronómicas para integrar Europa y Asia. Sin embargo, Trump no hizo ninguna referencia a esos dos países, que de unos años para acá han expandido su influencia geopolítica y han llegado incluso a enfrentarse a Estados Unidos por el control de sus áreas de influencia.

Y a todo lo anterior se suma el caos del gobierno de Trump, que al quitarle miles de millones de dólares al presupuesto de su Departamento de Estado debilitó su estructura diplomática, por lo que al día de hoy la mayoría de sus representaciones carecen de embajador (entre ellas la de Kabul). A su vez, nada indica que el magnate haya entendido la gravedad de esta decisión, como lo demuestra que apenas un día después de meter a su país en una nueva guerra haya dado un discurso como el de Arizona, que puso a medio país a hablar de su salud mental o de la posibilidad de que todo sea una cortina de humo para distraer a la opinión sobre la investigación del Rusiagate, que cada vez le pisa los talones más cerca. Pero una cosa es cierta, y es que solo él declaró esta guerra y, pase lo que pase, sus consecuencias marcarán su mandato. Si es que logra terminarlo.