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| Foto: SEMANA / AFP

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Trump: macho macho man

La política exterior del presidente de Estados Unidos tiene un alto énfasis militarista y beligerante. No hay amigos, solo intereses. Y es impredecible; a merced de sus caprichos.

Alfonso Cuellar*
28 de abril de 2017

Desde la doctrina Monroe, se ha vuelto costumbre enmarcar la política exterior de Estados Unidos bajo el nombre del presidente de turno. Desde América para los americanos en 1823, a la consigna de Harry Truman en 1947 para enfrentar la amenaza de la Unión Soviética. Dwight Eisenhower prometió asistencia económica y militar - incluso tropas- a cualquier país que se sintiera amenazado por otro. La doctrina de John F. Kennedy fue una versión retórica e idealista de lo mismo: contener la expansión del comunismo. Richard Nixon, uno de los mandatarios más pragmáticos, fue el primero en reconocer las limitaciones militares de Estados Unidos y en exigirle un mayor compromiso de parte de sus aliados. La política Ronald Reagan se enfiló a respaldar a rebeldes contra-insurgentes, particularmente en Nicaragua y Afganistán, con el fin de debilitar y derrocar regímenes prosoviéticos. George W. Bush impuso la guerra preventiva -atacar antes de ser atacado- para evitar otro 11 de septiembre. Está se implementó en la invasión a Irak en 2003. Barack Obama propuso negociar con enemigos acérrimos -Irán y Cuba- y utilizar la fuerza a control remoto con el uso masivo de drones. Todas estas doctrinas -independientemente de sus éxitos y fracasos- tenían un norte. Algo aún muy incierto con Donald Trump.

En una reciente entrevista con Reuters, el presidente Donald Trump describió su visión del mundo de la siguiente manera: “soy un nacionalista y un internacionalista”. Es lo equivalente a cuadrar un círculo. Durante la campaña, Trump prometió ser impredecible en sus relaciones con otras naciones. Ha cumplido. Y de qué manera. Nadie sabe que esperar. Ni aliados tradicionales como Australia, Alemania y Corea del Sur; ni sus vecinos inmediatos Canadá y México; ni rivales geopolíticos como China y Rusia; ni mucho menos sus enemigos como Siria, Irán y Corea del Norte.

Al primer ministro australiano le reclamó su política débil frente a refugiados. A Alemania le exigió ponerse al día con presuntas deudas en la OTAN y de aprovecharse de la generosidad de Estados Unidos. A Corea del Sur le está exigiendo pagar los mil millones de dólares que cuesta la defensa antimisiles THAAD y renegociar su acuerdo de libre comercio que apenas tiene cinco años operando.

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Con México sigue insistiendo en el muro y en culparlo por la criminalidad ocasionada por el tráfico de drogas. Le impuso aranceles a la madera de Canadá y lleva varios días acusando al gobierno de Ottawa de competencia desleal con los lecheros del estado de Washington. Tenía lista una orden ejecutiva retirando a Estados Unidos unilateralmente de NAFTA (el tratado de libre comercio entre los tres países). Postergó la decisión “por ahora” porque, según dijo, le caen bien el primer ministro Justin Trudeau y el presidente Enrique Peña-Nieto.

Optó por no inculpar a China como manipulador de su divisa –  era una de sus principales promesas electorales- porque, según él, el gobierno de Beijing desistió de esa práctica, luego de la posesión de Trump el 20 de enero de 2017. Si bien hay consenso entre sus asesores de que China es el mayor responsable de la pérdida de empleos industriales en Estados Unidos, el presidente estadounidense se mostró abierto a ser menos drástico si China en cambio “resuelve” el asunto de Corea del Norte. Considera que su relación con Xi Jinping es “fantástica”.

Auguró una nueva era de cooperación entre Washington y Moscú, cuyo primer hito sería la derrota definitiva del estado islámico en Irak y Siria. Pero fue precisamente en Siria donde la alianza con Vladimir Putin se descarriló y puso en entredicho esa sociedad entre los dos líderes. Es un ejemplo de la variable política exterior de la administración Trump.

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El jueves 30 de marzo de 2017 el secretario de Estado, Rex Tillerson, en una rueda de prensa en Ankara, Turquía, aclaró que el futuro del régimen del presidente Bashar al Assad dependía del pueblo sirio y nadie más. Que la prioridad era acabar con ISIS. La administración de Obama había condicionado cualquier solución a la guerra civil a la salida del dictador sirio.  El martes 4 de abril el régimen de al-Asssad utilizó armas químicas contra población civil, matando a más de 80 personas. En respuesta a esa atrocidad, Estados Unidos atacó a una base aérea siria con el lanzamiento de 59 misiles el 6 de abril. En el fin de semana siguiente, Tillerson promovió públicamente el cambio de gobierno en Damasco.

Trump no ahorró epítetos para descalificar el acuerdo entre Irán y seis países, entre ellos Estados Unidos, que congeló el programa nuclear iraní. Dijo que era un “arreglo terrible” y juró botarlo a la basura en sus primeros días como comandante en jefe. Hace unos días, su departamento de Estado confirmó por escrito que Irán estaba cumpliendo con sus compromisos del acuerdo.

Según medios estadounidenses, de todo lo que conversaron Obama y Trump, dos días después de las elecciones, un tema causó el mayor impacto: Corea del Norte. Fue descrito como el asunto más crítico para la seguridad nacional de Estados Unidos. Eso explicaría la actual obsesión del gobierno por los ires y venires del régimen norcoreano. Han elevado la retórica a tal nivel, que hasta los normalmente discretos chinos se vieron en la necesidad de pedir mesura en las declaraciones y acciones de ambas partes. El secretario Tillerson ha citado los ataques contra la base aérea siria y el uso de la “madre de todas las bombas” contra ISIS en Afganistán como una advertencia a Corea del Norte.

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En su discurso inaugural, el nuevo presidente describió un mundo peligroso e inestable. Pocos expertos compartieron esa opinión. Si bien no habían cesado los atentados terroristas de ISIS en Europa, en el campo de batalla en Irak y Siria el estado islámico estaba en franca retirada. Era cuestión de tiempo que perdiera su capital Raqqa y desapareciera el califato que anunció en 2014. Desde que Kim Jong-Un asumió el poder en 2012, periódicamente realizó acciones beligerantes con el fin de mostrarse relevante. La respuesta de China, Corea del Sur y Occidente fue siempre la misma: mayores sanciones e intentos de diálogo. No era una solución ideal, pero la otra -una confrontación militar- era impensable.

Esta semana Trump reconoció que existe “un chance que (los Estados Unidos) podrían terminar en un conflicto mayor, mayor con Corea del Norte. Absolutamente”. Dijo que le encantaría resolver el asunto diplomáticamente pero es “muy difícil”. La retórica de Trump y sus asesores de seguridad nacional no parece haber afectado el comportamiento del régimen norcoreano. El viernes 28 de abril hizo una nueva prueba de sus misiles. Un peligroso escalamiento.

A esa inestabilidad geopolítica, Trump le ha agregado otra con su discurso proteccionista. A los cinco principales socios comerciales de Estados Unidos – China, Canadá,México, Alemania y Japón y Canadá- los ha acusado de no jugar limpio y amenazado con medidas punitivas. Al parecer el discurso de América Primero va en serio. Tal vez esa es la doctrina Trump. Con sus caprichos, claro. 

*Columnista de Semana.com