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Mandela es para África una figura tan importante como Gandhi para India o Mao para China. | Foto: AP

PERFIL

Un gigante de la Historia

Mandela no solo tuvo que padecer las brutalidades del ‘apartheid’ sino enfrentarlo con el poder de su palabra.

Enrique Serrano*
5 de diciembre de 2013

Nadie escapa de las paradojas. Durante mucho tiempo fue ignorado, pero luego se convirtió en una celebridad sin límites. Antaño, sus ideas yacieron en la sombra para ser exaltadas después como adalides de la humanidad. Los abusos que contra él y los de su raza fueron por décadas minimizados, hoy son considerados intolerables. 

Nelson Mandela fue el hito de una época y el fundamento de otra, y de sus hechos se desprenden lecciones inolvidables para los 7.000 millones de seres humanos que hoy pueblan la Tierra. De su Sudáfrica nativa, colonizada y dividida, surgió un poderoso país lleno de promesas de futuro. Él fue el gran arquitecto. 

Cuando nació, el 18 de julio de 1918, el hijo del jefe Thembu de la tribu xhosa tenía como destino conducir a su pequeña comunidad de pastores hacia una prosperidad ancestral, tener muchos hijos de múltiples esposas y morir quizás en una batalla contra los británicos o los bóeres, que extraían los minerales preciosos de las ricas minas de Transkei o de Transvaal. También estaba destinado para ser madiba, el título honorífico que recibían los ancianos del clan.

Sin embargo, la muerte de su padre en 1927 sembró en el joven príncipe Thembu una semilla de inquietud acerca del mundo que lo rodeaba, así sobre las extrañas condiciones en las que el hombre blanco se había apropiado de sus tierras y de su abigarrada sociedad. Descubrió en la escuela básica de Qunu, regida por misioneros occidentales, que todo estaba por hacer frente a las inequidades, la ambición, la absurda discriminación y la segregación. 

Luego, en la escuela de Clarkebury en Fort Beaufort, donde recibió una educación inglesa y el nombre de Nelson, se percató de su lugar en aquel sombrío recinto colonial y del trato que recibían los demás nativos africanos. Como lección imborrable del destino, el primer amigo y compañero entrañable de su tribu en la escuela se llamaba Justice, y él quiso imitarlo en todo. La justicia ya lo reclamaba desde la infancia como un tozudo defensor de todos cuantos sufriesen atropellos u opresión.

De joven fue labrador, pastor, conductor de carro y ante todo un hombre muy religioso: se tomaba muy en serio aquello de estar pendiente de las ovejas descarriadas y de resolver cualquier problema relacionado con su numerosa familia. Esa conciencia de no estar solo se fue juntando con su conocimiento de la ley y del derecho, que se inculcaba fuertemente en la secundaria de Clarkebury. En 1937 se graduó y fue a dar al colegio metodista de Headtown y luego en el de Fort Hare para estudiar una licenciatura en Derecho. 

Era el colegio más importante para negros en Sudáfrica y Mandela estaba orgulloso de estudiar allí. Pronto se involucró en la política y como resultado de ello fue expulsado. Regresó a su Transkei natal. Fue esta doble condición de joven educado a la inglesa y de jefe tribal xhosa la que le otorgó esta combinación tan especial de líder y portavoz de su pueblo, lo mismo que de refinado e inteligente conocedor del funcionamiento del sistema. 

En 1941 llegó a la deslumbrante Johannesburgo, una ciudad como nunca había conocido, llena de luces y de sombras. Allí forjaría su destino, primero al graduarse como abogado en 1942 en la Universidad de Witwatersrand, y como político, con su ingreso en el Congreso Nacional Africano (CNA). Walter Sisulu lo hizo entrar al descubrir en el pasante juvenil a un abogado excepcional; aplomado y moderado cuando era preciso, pero vehemente y firme cuando la situación lo exigía.

Los años cuarenta llevaron a Sudáfrica –además de las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial– nuevas preocupaciones y conflictos. Mandela mostró una fiera resistencia frente a los abusos y crímenes cometidos por el régimen. Su ascenso fue relativamente rápido y, junto a su amigo Justice, obtuvo pronto el reconocimiento que anhelaba. Una mezcla de nacionalismo, tribalismo y socialismo era la base de la doctrina del CNA. 

Quería la unidad pero reconocía las diferencias entre los pueblos nativos de África del sur. La rivalidad ancestral de los xhosas con los zulúes era el eje de casi todas las polémicas. Tras la huelga de los mineros, organizada por el Partido Comunista en 1946, el Ejército blanco sudafricano comenzó a causar muchas víctimas entre la población negra, sin importar la etnia, ni la formación recibida.

En los años cincuenta estuvo la gran militancia de Mandela, acompasada por la vida en familia (se casó tres veces y tuvo seis hijos) y el mayor compromiso con la causa de una Sudáfrica independiente. El CNA, especialmente Walter Sisulo, impulsaron a Nelson a convertirse en un revolucionario, una suerte de apóstol de la causa antirracista. 

Pero su voz no se oía fuera de Sudáfrica y la Guerra Fría consumía casi todas las energías de la humanidad, por lo que fue encarcelado y liberado varias veces y condenado por cargos que hoy serían considerados absurdos. Hasta comienzos de los años setenta el abogado Mandela estuvo a cargo de miles y miles de procesos que tenían en común el sesgo de la segregación y la brutalidad discrecional de un Estado torpe y unos dirigentes conducidos por la ambición y el temor. 

El apartheid, que comenzó en 1948, parecía en efecto una forma gratuita de opresión pero estaba motivado por el recelo de una minoría poderosa y rica, más amenazada por una mayoría silenciosa y aparentemente resignada que empezaba a mostrar signos de irrefrenable indignación.

Cuando las actividades revolucionarias se hicieron más explícitas y una convención nacional llamada Congreso del Pueblo desafió de manera abierta al gobierno con la llamada Carta de la Libertad de 1955, Mandela aclaró con valentía: “La carta es mucho más que una simple lista de exigencias de reformas democráticas; es un documento revolucionario precisamente porque los cambios que prevé no se pueden conseguir sin descomponer el sistema político y económico de la Sudáfrica actual”.

Tres meses después fue capturado y acusado de traición. El 13 de diciembre de 1956, en la Campaña de Desobediencia, ensayó métodos que ya Henry David Thoreau y el Mahatma Gandhi habían utilizado con éxito. Aunque el juicio ante el Tribunal Supremo del Transvaal fue magníficamente afrontado por la defensa y el propio Mandela se defendió con brillantez, no pudo conseguir más que una postergación de los cargos por traición que serían utilizados por sus acusadores en el famoso juicio de 1962. 

Entretanto, la vida le entregó la satisfacción de encontrar a su segunda esposa, que sería la más importante de su vida, Nomzamo Winifred Madikizela, conocida como Winnie, y con la que se casaría en junio de 1958. Su amor por ella le ayudó a enfrentar la dureza del juicio y la severidad del tribunal de Pretoria, a donde debió trasladarse para llevar a cabo una defensa aceptable.

Luego sobrevino la trágica masacre de Sharpeville, un township o bantustan cercano a Johannesburgo y en el que murieron 79 personas y más de 400 quedaron heridas. Esta tragedia hizo que Mandela, ya apodado Madiba, que quiere decir ‘lanza de la nación’, empezó a adquirir el carácter mítico de símbolo viviente de la lucha sudafricana por la independencia política y por la libre expresión.

En su defensa y frente al Tribunal Supremo de Pretoria, Mandela explicó cómo se había convertido en el hombre que era y las razones por las que había hecho las cosas que había hecho. Con elocuencia pronunció estas famosas palabras: “Podría afirmar que la vida en conjunto de cualquier africano pensante de este país lo conduce constantemente hacia el conflicto entre su conciencia, por una parte y la ley por la otra. Nuestras conciencias nos dictan que debemos protestar contra las leyes, que debemos oponernos, y que debemos intentar cambiarlas. 

La ley me ha convertido en un delincuente, no por lo que he hecho sino por los motivos de mi lucha, por lo que pienso, por mi conciencia. Sea cual sea la sentencia que Su Señoría considere adecuada para mí, pueden estar seguros que cuando la haya cumplido aún estaré más motivado para retomar, de la mejor forma que pueda, la lucha por la eliminación de estas injusticias hasta que finalmente sean abolidas para siempre”.

Los esfuerzos no valieron de mucho y Nelson Mandela fue condenado a 30 años de presidio. Tenía 46 años. Fue trasladado a Robben Island. En esos muros estrechos esperó con decisión y convicción, evitando ser demolido por el desánimo, a que el mundo cambiase lo suficiente como para reflexionar acerca de lo injusto de su presidio y de lo grande de su causa. 

En efecto, el mundo cambió dramáticamente mientras él estaba encerrado en su prisión y la dirección de los cambios no solo lo favorecía a él, sino a su causa y a sus ideales. La libertad se abría camino y la malignidad –que nunca desaparecerá del todo– dejaba campo abierto a una cierta benevolencia. Cientos de millones de seres que habían sido dominados y esclavizados podían ahora expresar sus quejas y hacer oír sus razones.

Las más famosas y arbitrarias dictaduras del mundo empezaron a sufrir reveses y descalabros, tras el fin de la Guerra de Vietnam cualquier forma de control imperial violento parecía avocada a su fin. Todo se puso en contra del antiguo régimen de los bóeres. 

Lo que se destaca de los 26 años que tuvo que sufrir en prisión Mandela fue la enorme entereza y fortaleza de su ánimo, una verdadera proeza. Y aunque pasó por momentos tristes y tuvo que ver cómo su vida personal y profesional desaparecían, pronto experimentó la calidez de sus amigos y compañeros de lucha y la elevación de su esperanza: el régimen del apartheid recibió todas las condenas internacionales que en el pasado había logrado eludir y el gobierno sudafricano quedó solo, frente a la opinión internacional, como un paria desafiante y anacrónico, como el patrón de un sistema injusto e inaceptable. 

Los activistas de derechos humanos y los organismos internacionales encargados de combatir los abusos cometidos por gobiernos y funcionarios pusieron a esa Sudáfrica en la picota. 

Este ilustre preso fue alcanzando una visibilidad extraordinaria. En 1979 India le concedió el premio Nehru, la Universidad de Londres llegó a proponerlo como rector, y fue nombrado doctor honoris causa en varias importantes universidades del mundo. Lo más importante fue que en su propia universidad, de Witwatersrand, se empezó a oír el famoso “Libertad para Mandela” que habría de ser el coro más sonado durante los años ochenta. Estados Unidos y Europa apoyaron una petición de libertad multitudinaria para Mandela y otros presos políticos.

El gobierno sudafricano se vio obligado a aceptar la legalidad del CNA y a negociar con algunos de los proscritos más conocidos, como Chris Hani y Thabo Mbeki. El primer ministro Pieter Willem Botha aceptó hablar en secreto con Mandela después de muchos años de silencio, el 5 de julio de 1989. Un mes más tarde y de modo inesperado, Botha renunció a su cargo a favor del que sería una suerte de Mijaíl Gorbachov sudafricano: F.W. de Klerk. Este líder moderado y sensato entendió que la condena que pesaba sobre Mandela no sólo era injusta e insostenible, sino que corrían tiempos en los que todo el régimen se venía abajo.

Hartos de la guerra y del temor, de las sanciones internacionales y del aislamiento, los miembros más ecuánimes del Partido Nacional comprendieron que el advenimiento de una nación negra libre no podía ser contenido por la fuerza, ni acallado por la brutalidad. De Klerk negoció con presteza la salida de la cárcel y su reintegro al CNA. Finalmente, en 1990 Madiba pudo abrazar a Winnie y a su Zeni Mandela. La vida del preso más célebre del mundo volvió a ser satisfactoria y esperanzadora.

En su primer discurso como hombre libre en 1990 Mandela dijo estas proféticas palabras: “Hoy la mayoría de sudafricanos, blancos y negros, saben que el ‘apartheid’ no tiene futuro. Debemos ponerle fin mediante acciones resueltas y masivas para construir la paz y la seguridad. Nuestra marcha hacia la libertad es irreversible, no debemos tener miedo a seguir por este camino”. En 1993 recibió el Nobel de Paz, que lo terminó de catapultar como una figura mundial.

Sin descansar un instante, Mandela asumió el compromiso político propio de sus ideales y de su prestigio y se encaminó a ser el primer presidente libremente elegido de la nueva República Sudafricana. 

El 27 de abril de 1994, a la edad de 76 años, fue elegido por una mayoría abrumadora y aunque hubo choques y disputas con la minoría zulu, Mandela supo establecer canales de diálogo y desanimar toda manifestación de violencia que pudiese haber enturbiado su retorno a la libertad y el nacimiento auspicioso de una nación de más de 40 millones de habitantes. Lo más destacado de sus apariciones públicas y discursos fue la búsqueda exitosa de la concordia entre las etnias y la necesidad de no tomar represalias contra la minoría blanca, de modo que no tuviese que salir en estampida y pudiesen convivir como ciudadanos de pleno derecho con el resto de los hijos de una tierra tan pródiga.

La maestría política y el buen sentido que mostró el líder durante los años de su gobierno no solo fueron bien recibidos e interpretados por su pueblo, sino también por la comunidad internacional. En junio de 1999, Mandela terminó su legislatura como presidente, cercano a cumplir 81 años, y su éxito como gobernante difícilmente podrá ser igualado. 

Consiguió que Sudáfrica se estabilizara, que la economía volviera por el camino del éxito, que los programas sociales largamente postergados se llevaran a cabo con eficiencia y honradez, y que el puesto del país en el entorno internacional fuera restaurado plenamente y apreciado como un destacado actor regional. 

Al retirarse de la política, la Constitución y las leyes de la nueva Sudáfrica quedaron en pleno vigor hasta hoy. No hay duda de que su obra perdurará y será un ejemplo para las generaciones por venir, no solo en su país sino en todo el orbe. Esa grandeza nadie se la puede escamotear.

Durante su ancianidad, Mandela hizo esfuerzos por mediar en los múltiples conflictos africanos y su mera presencia y buenos oficios ayudaron a que las guerras civiles de Angola, Sierra Leona, Liberia, Sudán, Somalia, Ruanda, Burundi y Congo Democrático tomasen curso de solución. 

Sería ingenuo pensar que Mandela pudo solucionar tantos y tan graves conflictos, muchos de los cuales siguen ocasionando genocidios y otras horribles consecuencias; pero el concierto de tan ilustre personaje de talla mundial resultó para todos los africanos un motivo de orgullo y de esperanza, frente a las múltiples dificultades que todavía tienen que afrontar. Su bondad siempre estuvo respaldada por la lucidez y la conciencia plena de que la paz es un propósito difícil, pero irrenunciable, y de que la concordia es el fruto de una cultura que combina la inteligencia con la paciencia y la mansedumbre con la sabiduría.

El legado que ha dejado Mandela puede ser cuestionado por algunos por su insuficiencia, pero no puede ser negado, ni sacrificado en el altar del escepticismo. Es cierto que no hay otra figura de la talla de Mandela en el continente africano de hoy, pero también es cierto que la larga sombra bienhechora que él proyecta sobre su país y su continente hará que los terribles sucesos el pasado no puedan repetirse, teniendo como telón de fondo la indiferencia del mundo, ni la indolencia de los gobiernos u organismos encargados de garantizar la paz mundial y el bienestar de cientos de millones de personas. Eso ya basta para que, en este planeta desarraigado y conflictivo, se le reconozca un lugar de privilegio cuando pensemos, de una vez por todas, en vivir mejor.  

*Escritor y filósofo. Master en estudios en África.