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Un halcón al poder

La elección de Ariel Sharon como primer ministro de Israel proyecta una sombra de duda sobre las posibilidades de paz con los palestinos.

12 de marzo de 2001

Cuando era un niño el primer ministro electo de Israel solía patrullar los linderos de la finca de sus padres, cerca de Tel Aviv, para convencer a los beduinos nómadas, armado con un palo, de que las alambradas estaban allí para ser respetadas. Y desde entonces Ariel Sharon ha seguido desplegando la fuerza cuando se trata de imponer el punto de vista propio.

Es por eso que muchos observadores en el mundo han mirado con cierto recelo, cuando no con abierta preocupación, la victoria electoral que elevó al general Sharon al puesto de primer ministro de Israel. No sólo se trata de la hoja de vida del dirigente y cofundador del partido Likud, que está llena de acciones marcadas por la violencia (ver recuadro), sino por las posiciones extremas del dirigente en un momento de particular tensión entre Israel y los territorios palestinos, que desde septiembre pasado viven una situación cercana a la guerra total.

Como si se tratara de una campaña militar cuidadosamente orquestada, el propio Sharon desencadenó la situación actual cuando visitó el Monte del Templo, un lugar sagrado para judíos y árabes, el 28 de ese mes. Entonces justificó su acción argumentando que como ciudadano de Israel y como judío tenía todo el derecho de hacerlo. Pero no se trataba de cualquier ciudadano, sino de uno de los hombres más odiados por los palestinos en particular y los árabes en general. Un gesto de esa naturaleza era necesariamente una provocación, destinada a poner de cabeza el proceso de paz y, de paso, desestabilizar el gobierno de Barak.

Aunque Sharon y sus seguidores sostienen que nada fue planeado la estrategia dio resultado hasta en sus objetivos más extremos. Los palestinos se lanzaron a una segunda Intifada, que hasta ahora lleva más de 383 muertos, la inmensa mayoría de ellos jóvenes tirapiedras palestinos. Las negociaciones de paz entre el primer ministro, Yehud Barak, y el presidente de la Autoridad Palestina, Yasser Arafat, se atascaron. Barak resolvió jugársela toda y renunció el 5 de diciembre para llamar a elecciones y tratar de consolidar su mandato por la paz. Y Sharon, quien desde 1982 era un cadáver político por su responsabilidad en varias matanzas en la invasión al Líbano, resucitó de sus cenizas para convertirse en una alternativa real de poder en representación del derechista partido Likud.

Al ver el ascenso de su contendor en las encuestas Barak entendió que sin un acuerdo tangible de paz no podía atraer a una opinión pública cansada de negociaciones bajo la violencia. Por eso, al aceptar la fórmula del saliente presidente norteamericano Bill Clinton, llegó muy lejos en sus ofertas. No sólo aceptó entregar el 95 por ciento de Cisjordania y la totalidad de la franja de Gaza, sino una fórmula mediante la cual la parte árabe de Jerusalén Oriental quedaría bajo administración palestina. Era mucho más de lo que cualquier gobernante israelí hubiera ofrecido pero la intransigencia de Arafat iba mucho más allá: Jerusalén Oriental tendría que convertirse en la capital del Estado palestino.

Con las negociaciones en un punto muerto y la segunda Intifada en pleno, Barak se quedó sin nada que ofrecer y el terreno quedó a disposición de Sharon. De ahí que el martes el resultado fue la mayor derrota sufrida por un primer ministro en funciones en la historia de Israel.

El éxito meteórico del anciano ex militar indica, por encima de todo, el cansancio y la decepción de los israelíes ante el hecho de que las conversaciones no habían logrado derrotar la violencia. Pero el camino que espera a Sharon no es fácil. En medio de esa pugnacidad tiene 45 días para conformar una mayoría parlamentaria que le permita formar gobierno (lapso en el cual Barak seguirá como interino), y su partido cuenta con apenas 19 miembros de un Knesset (Parlamento) fuertemente fragmentado. Su esperanza es que los laboristas de Barak se incorporen bajo la figura de la unidad nacional. Pero Sharon lo primero que hizo al ser elegido fue ir al Muro de las Lamentaciones para declarar desde allí que Jerusalén estará bajo soberanía israelí ‘eternamente’ y que no respetará los principios de acuerdo con Arafat, lo cual no favorece la nueva imagen que quiere mostrar, la de un estadista capaz de dejar atrás sus años turbulentos. Con el mundo árabe atacándolo con virulencia y el resto del planeta en una espera más bien escéptica, Sharon tiene la palabra.