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VIVIR EN EL SALVADOR

JUAN VITTA

14 de junio de 1982

Encargado de negocios de la embajada colombiana en El Salvador, Juan Vitta, 41 años, abogado, barranquillero, soltero, vivió durante siete meses, día a día, noche a noche, el drama cotidiano de ese país ¿Cómo se convive con la guerra? ¿Habrá bombas esta noche? He aquí su testimonio.
Una pareja de franceses disfrazados de campesinos centroamericanos y yo fuimos los únicos pasajeros con destino a El Salvador. Los que continuaban vuelo a México nos miraron entre curiosos y pensativos.
De allí en adelante era la guerra.
San Salvador es una ciudad típica de América Latina. De la Plaza del Salvador del Mundo hacia abajo, están los indios los mestizos, los pobres los edificiós de gobierno viejos y descuidados, las casuchas y los tugurios. Las ventas callejeras de comida, los olores y los colores del trópico; el comercio tradicional y bullicioso de las tiendas donde bajan la ropa con horqueta. Los estucados palacetes de principios de siglo donde iniciaron sus "grandezas" las familias reinantes. Hacia "abajó ' lo autóctono, el subdesarrollo, el pueblo; la parte de esconder.
De la Plaza del Salvador del Mundo hacia arriba: La Colonia Escalón, la Colonia San Benito. Olores y sabores importados. Arboles, vegetación; calles limpias, amplias, alumbradas. Mansiones que envidiarlan los ricos -nuevos y viejos- de cualquier otro país latinoamericano. Los cines, el neón, las discotecas, los hoteles, McDonald's, Popsy's, las boutiques. Todo nuevo. Todo muy aséptico. Hacia "arriba": la cultura importada, el desarrollo, la parte de mostrar. Las minorías.
La guerra civil, como las peleas de familia, se libran casi a escondidas. Todas mis expectativas quedaron en el aire frente a esta guerra con sordina de la que nadie quiere hablar, a la que todos pretenden ignorar. Esta es, básicamente, una lucha quieta. Una guerra que no se mueve.
En San Salvador, que es una mezcla armoniosa entre Girardot y Pereira, la vida se desarrolla dentro de una normalidad presionada, aparente. Una normalidad disfrazada, buscada por cansancio. Cada guerra es diferente. Esta es quieta. Silenciosa. Trapera... con varias capas de silencio que sepultan la que fuera antes una ciudad industriosa, despreocupada, alegre.
"Aquí no hay que comprar nada. Todos se han ido, señor", me decía una alemana que lleva residiendo en El Salvador más de 50 años y es dueña de un almacén de regalos de matrimonio. Todavía en los estantes quedan unos cuantos cristales, lámparas y unas dos o tres vajillas de finísima porcelana. Nada de esto se volverá a ver. No tenemos un dólar para comprar y cerraron las importaciones... además todos mis clientes están en Nueva Orleans, Miami y Nueva York... esto era el paraíso, señor... yo no sé qué pasó aquí... todo se volvió una locura".
La misma costra de soledad se tiende sobre los cines, donde nunca hay que hacer cola y los restaurantes siempre tienen mesa disponible. El único local repleto es el "Café Concert", de la Colonia San Benito, último reducto del jet-set local que, a estas alturas cabe todo en sesenta metros cuadrados.
Un silencio pesado cubre las grandes casonas de la oligarquía criolla. Se han ido quedando solas, con sus garajes atiborrados de Mercedes Benz y BMW. Todo se vende o se arrienda y hay quienes compran barato con la esperanza de que "esto se arregle por las buenas", como cierto compatriota que se estableció allí hace años y fue comerciante, industrial y urbanizador. Hoy vive con su familia en San Andrés pero hace "pasaditas" a ver cómo van las cosas y seguir invirtiendo. "Esto es como jugar a los dados, o me arruino del todo si esto va para el comunismo, o salgo de pobre de un solo golpe, si se logra la paz".
En la parte de "abajó" la vida aún se mantiene y el silencio es de otro tono. Los salvadoreños son valientes, un pueblo admirable. Estoico. Allí la población se mueve en un esfuerzo increíble por mantener los ritmos vitales. Las cicatrices de las bombas y de los incendios que se van extendiendo como enormes queloides. Las balas perdidas, que se han ido incrustando en las fachadas le hacen pensar a uno que la ciudad ha sufrido una extraña epidemia de viruelas. Una capa de maquillaje, sobre la base de letreros políticos, cubre silencionsamente los muros afectados.
La vida nocturna hasta octubre de 1981 tenía horario de coctel: de 7 a 9. El toque de queda estaba próximo y la orden era disparar sin preguntas. La inventiva salvadoreña, a la altura de la colombiana, resolvió el problema con fiestas de "toque de queda". Los grandes hoteles, antes repletos de turistas gringos y europeos, se llenaban ahora los fines de semana con turistas locales, atraldos por la posibilidad de bailar, cenar, trasnochar y divertirse con sus amigos, en un plan familiar que incluía pistas de patinaje, piscina y diversiones para niños, todo bajo un mismo techo. Sin toque de queda. Era la verdadera "pausa que refresca".
Las llamadas telefónicas anónimas se suceden una tras otra. De la izquierda, para anunciar que "se acerca el día de la victoria final"; el de "la última batalla por la liberación nacional". De la derecha: para informar el número de "bajas subversivas" durante la operación de desalojo en el volcán Chichontepec o en la recuperación del puerto de La Unión".
Después, todo sigue igual. Quieto. Vuelve la noche. ¿habrá bombas...? ¿No las hubo? Pues victoria para el gobierno que controló hoy los grupos subversivos urbanos. ¿Estallaron dos? Derrota total.
De montaña en montaña, de barranco en barranco de barrio en barrio de tugurio en tugurio, esa noche se oían las balaceras, los morteros, los disparos de las tanquetas. Uno termina por acostumbrarse y con el tiempo y la experiencia sabe a la perfección cuándo es bomba, cuándo es artillería ligera, cuándo es ametralladora y cuándo es fusil. ¡Gajes del oficio!
Esta guerra quieta es una guerra cansada. Una guerra que va perdiendo su razón de ser, una guerra que nadie gana. Los campesinos ya no resisten, tienen que aprovisionar a las guerrillas y mantener sus familias. Los industriales ya se fueron y los que insisten se limitan a producir lo mínimo. Los comerciantes se van quedando sin oficio. La emigración se vuelve un éxodo.
En esta situación, en esta quietud, en este inmovilismo, donde la única que gana cada noche es la muerte, lo único lógico, lo único válido es: salvarse en El Salvador.