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Xi, el todopoderoso

Al conseguir la reelección indefinida, Xi Jinping se convirtió en el político más poderoso desde los tiempos de Mao. Su meteórico ascenso tomó por sorpresa a Estados Unidos y podría marcar la pauta para otros líderes con tendencias autoritarias.

3 de marzo de 2018

A puerta cerrada y con el sigilo de una corte imperial, el Partido Comunista DE CHINA (PCCh) preparó durante las últimas semanas una reforma que va a cambiar el rumbo de su país y a marcar las relaciones internacionales. Se trata de eliminar la cláusula de la Constitución que limita a dos el número de mandatos del presidente y del vicepresidente. Lo cual significa en plata blanca que el actual gobernante, Xi Jinpingn, podrá gobernar hasta que le plazca o hasta que la muerte o una enfermedad se lo impidan.

Según el diario China Daily, el portavoz no oficial de Beijing, se trata de “garantizar que la gente sea más feliz”. Sin embargo, en una medida que recuerda las novelas de George Orwell, la censura prohibió usar en Weibo (el equivalente local de Twitter) las expresiones “culto de la personalidad”, “emigrar”, “sinvergüenza”, “me opongo” o “líder incapaz”, lo mismo que “1984” y “Granja de los animales”, los títulos de las principales obras de ese autor británico. Todo lo cual resulta inquietante a la luz de la historia reciente de China.

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La decisión de Xi de perpetuarse en el poder causa alarma porque revierte una medida adoptada justo después de la Revolución Cultural, uno de los periodos más tristes, sangrientos y caóticos del siglo XX. Durante esta época, el poder sin límites que Mao Zedong concentró le permitió dar rienda a sus paranoias y odios, lo que degeneró prácticamente en una guerra civil que acabó con el sistema productivo y aterrorizó a toda una generación. Para prevenir que eso se repita, en 1976 el PCCh estableció que nadie podía ser presidente durante más de dos mandatos consecutivos de cinco años.

Como escribió esta semana en su blog Jerome Cohen, sinólogo de la Universidad de Nueva York, el PCCh “olvidó una de las principales lecciones del largo despotismo de Mao” e hizo añicos el consenso histórico que prevenía “el regreso de una dictadura personalista”. En efecto, desde el gobierno de Hua Guofeng (el sucesor de Mao) hasta el de Hu Jintao (el predecesor de Xi) los mandatarios chinos adoptaron un sistema colectivo de gobierno y siguieron la tradición de nombrar a su sucesor durante el Congreso del PCCh, que se celebra cada cinco años. Como dijo Deng Xiaoping “construir el destino de un país con base en la reputación de una o dos personas es muy dañino y peligroso”.

Sin embargo, durante el congreso de octubre, Xi guardó un elocuente silencio sobre el nombre de su sucesor. Por el contrario, le quitó atribuciones al Comité Permanente del Poiltburó del PCCh (el órgano que tradicionalmente escoge al siguiente presidente), y logró que su ‘pensamiento’ quedara incluido en la Constitución nacional, un honor que solo Mao conoció en vida y que, literalmente, convierte su palabra en ley.

El timonazo que Xi acaba de imprimirle al gobierno chino constituye un revés histórico para las políticas que Estados Unidos ha defendido en el último medio siglo. Desde los tiempos de Bill Clinton, Washington creyó que el crecimiento económico inherente al capitalismo solo podía conducir a que la democracia se expandiera y consolidara. Los casos de algunos vecinos de China –como Corea del Sur, Taiwán y el propio Japón– parecieron darles la razón a quienes pensaban así. A principios de la década pasada, el analista Francis Fukuyama se atrevió incluso a hablar del fin de la historia.

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A su vez, los defensores de China argumentaban que si bien se habían cometido excesos como la matanza de los estudiantes demócratas en la plaza Tiananmén, la dirección colectiva y la transición ordenada de poder señalaban que ese país había dejado atrás las tentaciones tiránicas. De hecho, aunque los predecesores de Xi presidieron gobiernos brutales, represivos y corruptos, también evitaron los excesos del maoísmo al emprender prudentes reformas que sacaron de la miseria a cientos de millones de personas. Y en política exterior, tuvieron una actitud prudente y evitaron errores como la corta y desastrosa invasión a Vietnam en 1979.

A esos buenos augurios se agregaba que, según especialistas de la talla de Fareed Zakaria o Nicholas Kristof, el propio Xi Jinping era la persona idónea para consolidar la apertura democrática, consolidar la defensa de los derechos humanos y acabar de una vez por todas con las políticas de culto de la personalidad. Después de todo, argumentaban, Xi envió a su hija a estudiar a Harvard, el templo del saber occidental, y su padre no solo fue una de las víctimas de la Revolución Cultural, sino que en su momento también criticó la matanza de Tiananmén.

Sin embargo, sucedió todo lo contrario. Desde que Xi se posesionó, la censura se apoderó de internet, el gobierno promovió el culto a su personalidad, aumentó la persecución de los disidentes políticos y se desató una purga política dentro del PCCh como no se había visto desde los tiempos de Mao. Como dijo a SEMANA Robert Daly, director del Kissinger Institute on China and the United States del Wilson Center, “bajo Xi, los mecanismos de gobernanza se han hecho cada vez más opacos y el círculo de personas cercanas al poder se ha reducido. En la actualidad no hay ninguna facción política o resistencia organizada que pueda oponerse a su poder”.

A su vez, utilizó una campaña anticorrupción a escala nacional para emprender la purga de más de un millón de funcionarios públicos de todos los niveles, en particular de aquellos que podían hacerle competencia o que podrían a su vez pedirle cuentas. En ese sentido, es muy diciente que, durante los cinco años de su presidencia, el gobierno haya sometido a procesos disciplinarios a más miembros del Comité Central que los juzgados desde la fundación del país en 1949 hasta 2013, cuando Xi llegó al poder.

Y a eso se agrega que desde el primer día puso a sus aliados a cargo de la Policía política y de los órganos disciplinarios del PCCh, y cultivó relaciones estrechas con el Ejército. En efecto, esta fue la primera entidad en celebrar la enmienda constitucional que le permitió a Xi perpetuarse en el poder en una nota publicada en el Diario del Ejército Popular de Liberación. Todo lo cual permite prever que continuarán las tensiones en los mares del Sur de la China y de China Oriental, donde Beijing ha construido en antiguos arrecifes islas artificiales con pistas de aterrizaje y bases militares, para satisfacer sus aspiraciones de mar territorial sin tener que pasar por las vías diplomáticas.

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Pero ahí no paran las repercusiones internacionales de este proceso, pues lo cierto es que el gobierno del país más poblado del planeta se sumó a la ola autoritaria que ya se apoderó de países tan disímiles como Rusia, Filipinas, Egipto, Hungría, Polonia y Venezuela. De hecho, hace dos décadas las derivas tiránicas de los líderes de estos países habrían encontrado una fuerte oposición mundial. Pero en la actualidad la comunidad internacional no quiere o no puede hacer nada al respecto. Y eso incluye en especial a Estados Unidos, donde Donald Trump ha mostrado una afinidad personal y política hacia estos personajes y ha debilitado la diplomacia de su país. En efecto, como Luis XIV, Xi podría hoy afirmar: “El Estado soy yo”.n