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30 AÑOS NO ES NADA

Nueva o vieja, la violencia política sigue cobrando víctimas.

18 de julio de 1988

"En Colombia no está ocurriendo nada anormal. Los brotes de violencia han existido durante los últimos 30 años", dijo el presidente Virgilio Barco el 27 de mayo en España, un día antes del secuestro de Alvaro Gómez y un día después de que en siete departamentos se organizaran marchas campesinas que terminaron en bombas, hechos de sangre y muertos.
"Con el cambio de ministros no se pueden arreglar los problemas que existen hace 30 años", repitió el Presidente 15 días después, el lunes 13 de junio, cuando fue interrogado en relación con su controvertido cambio de gabinete a la entrada de la hacienda "Hatogrande" en las afueras de Bogotá, un día antes de que en los periódicos apareciera la noticia de 12 personas muertas en casos de orden público: un funcionario del Incora, un administrador de una finca, dos soldados y por lo menos ocho guerrilleros.
Barco no se equivocaba. Hace 30 años, el 27 de mayo, se le estaban otorgando plenos poderes a la Comisión de la Violencia. Por medio del decreto 165 de mayo de 1958 se creaba una comisión integrada por los dos partidos, el Ejército y la iglesia, para estudiar y hacer un diagnóstico sobre las causas y efectos de la ola de terror que se vivía por esa época. Absalón Fernández de Soto, Otto Morales Benitez, Hernando Carrizosa Pardo, Eliseo Arango, el brigadier general Ernesto Caicedo López, el general (r) Hernando Mora y los sacerdotes Jorge Rojas y Germán Guzmán Campos, eran los encargados de hacer algo para parar el chorro de sangre que llevaba más de una década.
Hace 30 años, el 13 de junio, se daba la noticia de 36 muertos que cobraba la violencia liberal-conservadora en los departamentos de Tolima y Caldas. Días antes se había visto crecer el tamaño de la letra de los titulares de prensa anunciando "10 muertos en Marsella y Belén", "24 asesinados en el Tolima", entre otros. El presidente Barco tenía razón. Durante tres décadas se han registrado los muertos de la violencia. Por eso los familiares del gerente del Incora, en Arauca, Héctor Eduardo Ruiz Rubiano (asesinado en Coconucos al parecer por el X frente de las FARC el mismo día en que Barco decía que el cambio de gabinete no servía para acabar con los problemas típicos de tres decenios) tendrán que entender que eso es "perfectamente normal". Lo mismo tendrán que aceptar los familiares del soldado Julio César Quintero, muerto en la emboscada a una patrulla del grupo mecanizado Rebeiz Pizarro en los alrededores de Tame, y los familiares de los agentes de policía Gerardo de Jesús Pino Ocampo y William Gutiérrez Calle, muertos en un enfrentamiento con el EPL, en el municipio de Riosucio Caldas. También los del administrador de la finca "Casa Cima" en Urabá.
Tampoco se saldrá del cuadro de normalidad, el asesinato en el restaurante "La Libertad" del tesorero de Barranca, Alfonso Hirreño Plata militante de la Unión Patriótica, lo mismo que las muertes de su madre, Celenia Plata, y de otros dos militantes de la UP, Anibal Muñoz Henao y Alirio Mosquera Arce. Para acabar de completar el panorama de la violencia "normal", el miércoles 15 en Barranca fue acribillado el ex candidato a la alcaldía por el movimiento "LIDER", Francisco Burgos García.
Pero eso también pasaba hace 30 años, sólo que con algunas diferencias. Mientras el 13 de enero de 1958 en un atentado contra el entonces jefe liberal de Bogotá, Carlos Lleras Restrepo, moría una joven que pasaba por casualidad por el lugar donde estalló la bomba, a finales de 1987 moría baleada una joven que también por casualidad vio asesinar a un militante de la UP en Barranca, Sandra Rendón, una niña de 12 años.
A pesar de que todo esto pueda parecerle a alguien perfectamente normal algo sí debe haber cambiado en el país. A juzgar por las informaciones de prensa, la violencia de la época parece hoy un juego de niños. La revista SEMANA de enero de 1958 registraba con estupor una serie de atentados de que habían sido víctimas varias personalidades caleñas en ese momento. "A comienzos de la segunda semana de enero se registraron en Cali agresiones de hecho contra la abogada Esmeralda Arboleda, quien salió a entregar un pedido de flores, fue atacada por dos individuos y recibió varios golpes", dice un párrafo de la noticia. "Dos noches después el abogado Sardi Carcés (Carlos), en compañía de su esposa, después de asistir a un acto social se preparaba para regresar a su casa cuando dos individuos agredieron el matrimonio causaron contusiones al constituyente CSC", dice otra parte de la información. El tercer hecho que se registró fue otro atentado contra un hermano del periodista del Diario del Pacífico, Guillermo Borrero Olano, quien "fue detenido en su automóvil por un fornido hombre de color que lo golpeó, dejándolo exánime en la carretera". Tal vez en lo único que se puede afirmar que esas noticias se parecen a las que se cubren hoy en día, es en su párrafo final que rezaba "el gobernador del Valle, en varios comunicados reprobó tales actos y anunció sanciones enérgicas para los autores".
Pero la realidad no se parece mucho a la de hace tres décadas. No en vano el periodista Enrique Santos Calderón afirmó recientemente en su columna de El Tiempo: "Ni en el peor año de la violencia de los años 50 hubo en el país tal proporción de muertes violentas", decía y citaba para probarlo las cifras del Instituto Ser de Investigaciones, según las cuales 1987 ha sido el año más violento del siglo.
Aunque los hechos ocurridos en esta última semana en Arauca, Barranca y otros lugares del país pueden ser considerados "perfectamente normales" desde el punto de vista de que parecen formar parte ya de la vida cotidiana, no suena tan normal que algunos de los dirigentes de las marchas organizadas cuando el Presidente estaba de gira por Europa, hayan aparecido muertos, como Timoleón Gómez Pantoja y Pablo Vicente Gómez en San Vicente de Chucurí. No puede ser la misma violencia de hace 30 años, porque la de hoy no parece entenderla nadie. No es "perfectamente normal" que un comando suicida del EPL se haya lanzado a atacar todo un batallón de la Policía en pleno centro de Medellín (ver recuadro). No puede ser normal que los dos candidatos que se enfrentaron a Barco en la campaña por la Presidencia se encuentren uno muerto y el otro secuestrado.
Sí, el Presidente tiene razón: la violencia viene marcando la vida nacional desde hace 30 años, o incluso muchos más. Pero el problema es que no por normal es menos grave. Aún más, lo verdaderamente grave es que se volvió normal.

LA BATALLA DE SAN DIEGO
No era la primera vez que la guerrilla urbana de Medellín se atrevía a profanar los recintos de un cuartel del Ejército. Antes, en dos oportunidades durante los últimos tres años, comandos del Ejército de Liberación Nacional lo habían hecho contra el Batallón Girardot, ubicado al nororiente de la ciudad, donde, en una de esas ocasiones, atacaron con un disparo de bazuca dirigido al casino en el momento que la tropa se disponía a comer. De milagro no hubo víctimas. En otra oportunidad, pretendieron lanzar, sin éxito, un rocket teledirigido contra la propia sede de la IV Brigada.
Teniendo en cuenta estos precedentes, la incursión que una célula de las llamadas "Milicias Populares del EPL" hizo el pasado 14 de junio contra las instalaciones del Batallón Girardot, no significó nada nuevo en cuanto a osadia y audacia. Pero en cuanto a desorden público y pánico colectivo, ésta si no ha tenido parangón en la historia de la capital antioqueña, porque, a diferencia de las otras, se efectuó a plena luz del día y no se resolvió rápidamente en los cercanos linderos del cuartel, sino que la balacera se desbordó durante más de media hora por varios barrios a la redonda, atestados de gente.
El Batallón de la Policía Militar (P.M), primera fuerza de apoyo urbano del Comando de la Cuarta Brigada, está ubicado estratégicamente en la parte superior de la ladera oriental de la ciudad, cerca de la carretera hacia el Alto de Santa Elena y a corta distancia del talud del cerro que sepultó más de 500 personas el año pasado en Villatina. Cuando se construyo, el sector estaba deshabitado, pero hoy, tras la urbanización intensiva que se ha producido allí en los últimos años hace ya parte de un vecindario de barrios nuevos construidos sin cuota inicial, y de varias unidades residenciales cerradas. Sólo la parte posterior de la guarnición, la que da contra la montaña, está despoblada. Por allí justamente se inició la balacera, a las cuatro y media de la tarde.
Un alto oficial de esa unidad castrense, al hacer un análisis logístico de la incursión guerrillera, concluyó que su pretensión no era tomarse por asalto el cuartel, algo que, aparte de delirante, es imposible para un grupo que calculo, integrado por unos 20 elementos, toda vez que se trata de una fortaleza que alberga más de 500 soldados. Se pretendía más bien un hostigamiento con cargas explosivas en los muros externos y un ataque rápido con la modalidad de "entrada por salida", pero no planeado para esa hora sino para la noche o para otro día.
Esta tesis está sustentada por la carga de dinamita de gran potencia que no alcanzó a hacer explosión y se encontró después tirada cerca a uno de los muros y en la misma forma como se desarrolló el ataque: los sediciosos, entre ellos varias mujeres, actuaron divididos en dos grupos. El primero, de unos siete, se acercó a la edificación militar por el campo de prácticas de polígono, grupo que fue sorprendido desde una garita por el soldado de guardia quien dio la voz de alerta a los otros centinelas al alcanzar a distinguir entre los merodeadores a uno que tomaba fotografias en la dirección del Batallón. Ese momento de confusión se resolvió a bala. El otro grupo más grande que esperaba retirado en la parte alta, entró también en la liza .Se desató entonces así el más prolongado y espectacular combate que en las calles de Medellín hayan sostenido el Ejercito y la guerrilla; que incluyó múltiples detonaciones de granadas, desplazamientos de refuerzos de todas las guarniciones y sobrevuelo de helicópteros.
El desorden de la fuga que los insurgentes emprendieron en todas las direcciones hacia los barrios y la no menos caótica reacción armada de los militares que, sorprendidos en la rutina de sus ocupaciones, escuchaban disparos por todas partes sin saber bien lo que estaba pasando, convirtieron por más de media hora ese populoso sector de la ciudad en un campo de guerra a la deriva. Hasta 10 cuadras alcanzó a avanzar la balacera, al principio nutrida y frenética y después graneada y dispersa hasta que los refuerzos obtuvieron control total del sector. Durante ese lapso muchos pensamientos lúgubres y hasta apocalípticos pasaron por la mente de los aterrados vecinos, que cualquiera fuera la dirección en la que corrieran no lograban salir de la órbita del combate. Un momento dramático tuvieron las 200 personas que asistían a una misa en el templo del barrio La Milagrosa, por cuyo atrio y calles aledañas rugieron los fusiles un buen rato; y los moradores de la urbanización "Cataluña", que a puerta cerrada asistieron con espanto mudo al tiroteo que soldados y guerrilleros se cruzaron en los propios patios del conjunto residencial. Al final, un saldo mucho menos alto de lo que se temia: un guerrillero y dos civiles muertos.