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EL DE SANTOS NO ES UN PREMIO A LO CONSEGUIDO, SINO A LO PERSEGUIDO. Y ES PRONTO, TODAVÍA, PARA SABER SI TUVO ÉXITO. | Foto: Juan Carlos Sierra

PAZ

Un premio es lo de menos

El Nobel de Paz al presidente Santos es merecido, pero no es la paz de Colombia.

Antonio Caballero
11 de diciembre de 2016

El presidente Juan Manuel Santos acaba de recibir en Oslo el Premio Nobel de la Paz. Y sin duda lo ha merecido. Nadie como él ha dedicado en Colombia tantos esfuerzos políticos, en su turno de poder, a la causa de la paz en medio de la guerra. Es pronto todavía para saber si tuvo éxito. Y es en todo caso una paz parcial e insuficiente, firmada solamente con la guerrilla de las Farc, mientras sigue la brega con la del ELN. Para no hablar de las bandas armadas de la derecha rural, eufemística y pleonásticamente bautizadas como “bacrim” (bandas criminales) para no reconocer que siguen siendo las mismas estructuras del paramilitarismo financiadas por el narcotráfico y armadas y protegidas por la derecha y hasta hace pocos años también por sectores de las Fuerzas Armadas. Pero es tiempo más que sobrado para ver que Santos ha buscado la paz política con más ahínco y con más éxito que todos sus predecesores desde que Belisario Betancur se atrevió a romper la falacia oficial de que aquí no había guerra.

Ese es el ángulo desde donde se debe mirar el premio. No es un premio a lo conseguido, sino a lo perseguido. Lo recibe esta vez un presidente de Colombia derrotado pocos días antes en el plebiscito sobre su acuerdo de paz, y obligado a recurrir a la refrendación indirecta del Congreso. Un presidente cuya imagen desfavorable en las encuestas (aunque la fiabilidad de las encuestas…) va ya por el 60 por ciento. Un presidente que está en bajada y casi de salida. Pero es que el premio no se lo dan a su imagen, ni a su política económica, ni a su estilo de gobierno: sino a sus esfuerzos por aclimatar la paz, enfrentados con la terquedad bélica de la extrema derecha.

Belisario Betancur, de quien hace 40 años se burlaron también por andar buscando un premio entre los hiperbóreos, tuvo el mérito de hacer visible la guerra. Pero no consiguió saldarla con la paz, porque no pudo o no supo imponerles su visión a los militares. No eran ellos quienes inspiraban el conflicto armado, que en Colombia siempre ha tenido promotores civiles; pero sí quienes lo adelantaban en la práctica. Santos, en cambio, que venía de ser ministro de Defensa, tuvo la habilidad de incluirlos a ellos en la empresa de la paz, empezando por llamar a dos prestigiosos generales en retiro para formar parte del equipo negociador con la guerrilla: Jorge Enrique Mora, que había sido comandante general de las Fuerzas Militares, y Óscar Naranjo, exdirector de la Policía Nacional. Y llevando después al general Javier Flórez, militar en activo, a dirigir la comisión técnica del desarme. Tuvo también Santos el cuidado de incluir en su equipo a los empresarios, nombrando al presidente de la Andi Luis Carlos Villegas en el Ministerio de Defensa.

Y la precaución de buscar el respaldo de la jerarquía de la Iglesia católica (aunque no, por descuido, el de las miríadas de sectas protestantes, que con el férreo control electoral que ejercen sobre sus feligreses al final inclinaron hacia el No el resultado del plebiscito popular sobre la paz).

A sus ya consolidadas mayorías parlamentarias, por convicción o por la persuasión de la mermelada, consiguió sumarles también el apoyo de los partidos de izquierda, que votaron su reelección presidencial para que pudiera redondear y completar sus negociaciones de paz. Así que solo quedaron por fuera los ganaderos, que conforman las poderosas elites económicas rurales, y los representantes de la ultraderecha hirsuta apiñados en el Congreso en torno al expresidente Álvaro Uribe, que prometió en su gobierno ganar la guerra y no pudo, pero ahora llama a ganarla la próxima vez.

Si no hubiera sido por la derrota del Sí en el plebiscito por unos pocos millares de votos, el triunfo de la política de paz de Santos hubiera sido completo, con todo y sus retrasos.
Pero volviendo al Premio Nobel de la Paz: si Santos no ha ganado todavía la paz, el premio sí. No creo que él, como se ha dicho, haya querido hacer la paz en el país movido por las ganas de que le dieran un premio, como se dijo también en su momento de Belisario Betancur: es una sospecha mezquina de quienes, como el ladrón del refrán, juzgan por su propia condición. Todos los presidentes de los últimos 35 años han buscado la paz: el entusiasta Betancur, el abstraído Barco, el sinuoso Gaviria, el enredado Samper, el ingenuo Pastrana; incluso el guerrerista Uribe, que negaba la existencia del conflicto armado a la vez que se empeñaba en ganarlo por la fuerza. Solo Santos ha conseguido concretar esa búsqueda en un acuerdo firmado con los insurgentes; y eso es lo que se premia, como lo dice la resolución del Comité Nobel de Noruega que otorga el galardón: “Ha tratado sistemáticamente de hacer avanzar el proceso”. A diferencia de los otros premios con el nombre de Nobel, los que concede la Academia Sueca, que premian un logro –en Química o en Literatura– el de la Paz del Comité Nobel noruego premia una intención.

Ahora: ¿sirve de algo?

El presidente Santos dijo al conocer la noticia: “Creo que este premio es un apoyo invaluable para el futuro del proceso de paz”. Se entiende su comentario entusiasta, por obvio: lo están premiando a él. Y hasta desde el punto de vista de la mera cortesía: los premios se agradecen (incluso cuando se rechazan). Y es cierto además que debería servir: es un espaldarazo de la comunidad internacional a la paz en Colombia.

¿La comunidad internacional? Bueno: el Parlamento de Noruega, que es un pequeño país y no una gran potencia. Y más precisamente, un comité designado por ese Parlamento que consta de cinco personas –tres mujeres y dos hombres–, representantes de los distintos partidos del país. Quien postuló a Santos para el premio entre las 376 personas y organizaciones nominadas este año fue un congresista del partido socialista. Pero a Noruega, que desde un principio ha sido, con Cuba, uno de los dos países garantes del proceso de paz en Colombia, hay que añadir a los dos acompañantes, Chile y Venezuela, así como el aplauso unánime que recibió en la Asamblea de las Naciones Unidas el presidente Santos cuando anunció –no sin cierta precipitación–: “¡La guerra en Colombia ha terminado!”. El muy explícito respaldo del gobierno de los Estados Unidos, que nombró un observador ad hoc para todo el proceso. Y el del Vaticano. Es famosa la pregunta de Stalin: “¿Cuántas divisiones tiene el papa?” La respuesta es que tiene unas cuantas, tan poderosas como las acorazadas que tenía a sus órdenes el dictador soviético: la división, o la orden, de los benedictinos, la de los salesianos, la de los jesuitas, la de los hermanos maristas, la de los caballeros teutones. Sí, hasta los caballeros teutones existen todavía, desde Viena hasta Palermo en Sicilia. Y una de esas divisiones es la Orden Franciscana, que acaba de concederle a Santos el premio católico de la Lámpara de la Paz, creado en memoria de san Francisco de Asís para distinguir a quienes “trabajen por la justicia y la paz, la vida y el amor”.

Pero lo cierto es que rara vez una paz ha salido de un premio a la paz, o a la intención de la paz. En fin de cuentas un premio como este no representa más que unos buenos deseos. El ejemplo más reciente es el del presidente norteamericano Barack Obama, a quien le dieron el Nobel de la Paz en 2009 cuando apenas llevaba un año en el poder: es decir, antes de que se viera que no iba a lograr desempantanar a los Estados Unidos de las guerras heredadas de George W. Bush en Afganistán y en Irak, y antes de que, contra lo esperado, los embarcara en otras dos nuevas, en Libia y en Siria. Obama recibió en Oslo el premio por sus promesas de candidato, no por sus realizaciones de presidente. Y no creo que nadie recuerde cuál fue el motivo por el que se lo dieron hace 40 años al palestino Yasir Arafat y los israelíes Isaac Rabin y Simón Peres, pues desde entonces la guerra entre israelíes y palestinos no ha cesado, aunque los tres premiados estén muertos (dos de ellos, Arafat y Rabin, como consecuencia directa de esa guerra interminable). La paz no nace de los buenos deseos del Comité de Oslo, ni de las bendiciones de la curia romana.

El caso más extremo es el del Nobel de la Paz entregado en l973 a los negociadores de la paz en la larga guerra de Vietnam, el norvietnamita Le Duc Tho y el norteamericano Henry Kissinger. El primero lo rechazó, con el sensato e irrebatible argumento de que en Vietnam no había paz, sino guerra: y, en efecto, la guerra duró todavía dos años y varias decenas de miles de muertos más. Lo aceptó en cambio Kissinger (y no está claro si se quedó también con la mitad del premio que el vietnamita no quiso). Lo aceptó Kissinger, uno de los más prolíficos engendradores de guerras del siglo XX, que tenía en ese momento las manos todavía tintas en la sangre del golpe de Estado del general Augusto Pinochet en Chile, dado solo dos meses antes. Los premios de la paz no siempre –o rara vez– han caído en personas que puedan mostrar credenciales pacíficas. Santos, en cambio, las tiene de sobra.

Por lo demás, la queja puede hacerse también con respecto a los demás Premios Nobel. No voy a opinar aquí sobre los de Física o los de Medicina. Pero basta con ver cómo los de Literatura siempre, cuando caen, despiertan airadas protestas entre los críticos literarios del mundo entero. Este año se lo acaban de dar a un cantante popular, Bob Dylan, y se indignaron los puristas del verbo: como si la poesía no se hubiera inventado para cantarla. Otras veces, en cambio, la indignación ha venido de que el premio lo ha ganado algún recóndito poeta de lengua ignota, cuando grandes escritores de fama mundial como Tolstói o Borges nunca lo recibieron. Nunca llueve a gusto de todos. Los premios literarios, o artísticos, o políticos, o científicos, se juzgan más por quienes han sido los premiados que por quién da los premios. Desconocidos académicos suecos para unos, o, en el caso de la Paz, un grupito de igualmente desconocidos políticos noruegos retirados.

Santos declara que recibe el premio en nombre de las víctimas de la guerra (y anuncia que va a entregarles a ellas su monto de un millón de dólares). Tiene razón, pues son ellas, varios millones, quienes lo han merecido. Y también los incansables delegados de las conversaciones de La Habana: tanto los del gobierno como los de las Farc, tanto los generales como los guerrilleros: los adversarios de 50 años de guerra que fueron capaces de dejar sus odios de lado para entenderse en torno a una mesa de diálogo. Y en fin de cuentas todos nosotros: los millones de colombianos que votamos por el Sí en el plebiscito.

Felicitaciones, pues, a todos nosotros. Pero que no se nos olvide, y al presidente Juan Manuel Santos menos que a nadie, que el Premio Nobel de la Paz no es la paz.