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A un 'cacho' de la penalización

Mientras la tendencia mundial es la despenalización del consumo en Colombia el gobierno quiere volver a penalizar la dosis personal. Un reversazo que distrae la atención sobre los verdaderos peligros.

6 de octubre de 2002

El gobierno se 'la fumo verde' al incluir la penalización del consumo de la dosis mínima dentro del proyecto de referendo que está siendo estudiado por el Congreso. Al hacerlo perdió la oportunidad de realizar un debate público de fondo sobre un tema de interés nacional que hasta ahora ha sido presentado en forma ligera, simplista y moralista. Tal como ha sido planteada la discusión, a base de lugares comunes y sofismas de distracción, el panorama que se le ha presentado a la opinión pública es de un maniqueísmo inquietante.

Por un lado están los 'buenos': el presidente Alvaro Uribe, su ministro de Justicia, Fernando Londoño, y todos los defensores de la penalización de ese demonio abstracto que se llama 'droga'. Del otro los 'malos': el senador Carlos Gaviria, el defensor del Pueblo, Eduardo Cifuentes, y columnistas como Daniel Samper Pizano, quienes se han atrevido a controvertir con argumentos la tesis oficial sobre este asunto. A éstos, que van contracorriente, les han llovido truenos y centellas. Gaviria fue descalificado, por ejemplo, por Aura Lucía Mera en los siguientes términos: "Creía que era un tipo inteligente o por lo menos que tenía la hombría de reconocer sus desaciertos anteriores".

En medio de unos y otros hay un hecho innegable: desde hace unas décadas existe consumo de sustancias ilícitas en Colombia, pues está comprobado que los narcotraficantes siempre crean en los países productores un mercado local para sus excedentes de droga. Esto no lo desconoce nadie. El problema de fondo, en el que chocan el gobierno y sus contradictores, es la forma de enfrentar esta realidad. Los primeros abogan por drásticas medidas policivas para obligar a las personas a modificar su conducta pues, como repitió con insistencia el ministro Londoño la semana pasada, "estamos muy lejos de poder combatir la droga como un fenómeno clínico". Los segundos proponen que, en vez de castigo, se estudien políticas más amplias de prevención y educación porque, en palabras de Cifuentes, "el consumidor es, en términos generales, la víctima del narcotráfico y por consiguiente la acción represiva del Estado debe ser contra los productores y los comercializadores".

Origen de un debate

El consumo de droga se volvió un problema de salud pública en el país desde 1982, cuando apareció en el mercado el letal basuco. Sólo cinco años después se realizó el primer estudio, con base en una encuesta hecha a 2.800 personas, que intentaba dar cuenta de la magnitud de este fenómeno en las cuatro principales ciudades. En 1992 la Dirección Nacional de Estupefacientes hizo un estudio con igual intención y un año después el Ministerio de Salud, por medio de la investigación de salud mental y consumo de sicoactivos, le metió muela al asunto. Apenas se comenzaba a investigar este espinoso tema cuando, en 1994, Alexandre Sochandamandou solicitó a la Corte Constitucional que declarara inexequibles los artículos 2o. y 51 de la Ley 30 de 1986 sobre estupefacientes. El caso le fue asignado al entonces magistrado, hoy senador, Carlos Gaviria Díaz. El fue quien se encargó del estudio y redacción de la controvertida sentencia C- 221 sobre la dosis personal, por medio de la cual se declaró exequible el artículo 2o. de la citada ley e inexequibles los artículos 51 y 87 de la misma. ¿Qué significó esto?

El literal j del artículo 2o., que la Corte declaró constitucional, establece qué es una dosis personal y determina su cantidad exacta para las siguientes sustancias: marihuana (20 gramos), hachis (cinco gramos), cocaína o productos derivados (un gramo) y metacualona (dos gramos). El final de este literal dice: "No es dosis para uso personal el estupefaciente que la persona lleve consigo, cuando tenga como fin su distribución o venta, cualquiera que sea su cantidad". Si esto es lo que dispone la Ley 30 de estupefacientes, no la sentencia de la Corte Constitucional, no queda claro por qué razón el ministro Londoño insistió tanto la semana pasada en lo referente a que: "Cada quien tiene una dimensión diferente de cuánto es la dosis personal. Eso hace muy relativo el control policial. Los traficantes no llevan en su bolsillo mayor cantidad de lo que podría confundirse con una dosis personal, lo cual hace imposible el trabajo de la Policía para reprimirlos".

Los artículos 51 y 87 de la Ley 30, declarados inconstitucionales por la Corte, y cuyo contenido ahora el gobierno quiere elevar al rango constitucional por medio del referendo, son cuento aparte. El primero decía que quien fuera capturado con una dosis personal podría ser multado y arrestado entre un mes y un año. Además ordenaba que, y en esto coincidía con el artículo 87, los consumidores fueran internados en un centro siquiátrico o su similar para su recuperación de la drogadicción.

En la práctica estas medidas eran inoperantes y generaban corrupción porque la policía se dedicaba a perseguir a los pequeños consumidores y a los jóvenes que lo hacían ocasionalmente, quienes preferían sobornar antes que ir a la cárcel. Estos puntos de la ley favorecían también la doble moral pues, como dijo entonces en una entrevista inédita el siquiatra Luis Carlos Restrepo, experto en farmacodependencia que hoy hace parte del gobierno como Alto Comisionado de Paz, "¿cuántos padres que han dicho estar en contra de la sentencia de la Corte Constitucional estarían dispuestos a llevar a sus hijos ante un juez o ante la policía cuando les descubran una dosis menor a un gramo en sus bolsillos? Si no lo hacen deben ser conscientes de que también están incurriendo en un delito".

La sentencia de Gaviria sobre la despenalización fue atacada, después de su aparición, por diversos sectores con el argumento de que los conceptos que la sustentaban habían sido copiados de legislaciones europeas. El jurista rebatió esta tesis pues su único propósito fue ajustar la ley al espíritu de la Constitución de 1991, que consideraba liberal y democrática, que no avala de ninguna forma que el Estado reglamente la intimidad de sus ciudadanos. Por eso dejó escrito en la sentencia que "un Estado respetuoso de la dignidad humana, de la autonomía personal y el libre desarrollo de la personalidad, escamotear su obligación irrenunciable de educar, y sustituir a ella la represión como forma de controlar el consumo de sustancias que se juzgan nocivas para la persona individualmente considerada?". Una lectura errada, o hasta amañada en ciertos casos, de esta y otras consideraciones de la sentencia fueron las que dieron origen a la tergiversada leyenda negra del libre desarrollo de la personalidad que invitaba al libertinaje y la impunidad.

Populismo penalizador

Después de la aparición de la sentencia que despenalizó el consumo de la dosis mínima la Dirección Nacional de Estupefacientes, el Ministerio de Salud y el Ministerio de Educación realizaron nuevos estudios y sondeos sobre consumo de sustancias sicoactivas en el país. En 1998 el presidente Andrés Pastrana creó el programa Rumbos para promover programas de prevención y fortalecer líneas de investigación sobre el consumo de sicoactivos. Pese a esta avalancha de estudios las diferencias metodológicas entre unos y otros no permiten comparar cifras y concluir, en forma categórica, que después de la sentencia se incrementó el consumo en Colombia. ¿Cuál es la realidad entonces? El consumo existe y es preocupante porque los nuevos casos se presentan siempre por debajo de los 25 años.

La Encuesta Nacional 2001 de consumo de sustancias sicoactivas, realizada entre jóvenes escolarizados de 10 a 24 años, revela que esta población lo que más consume es alcohol y cigarrillo, dos drogas legítimas y legales que parecen ser la puerta de entrada al uso de sustancias más fuertes. Entre las ilegales las de mayor consumo son la marihuana y la cocaína. Es probable que por esto el fiscal, Luis Camilo Osorio, al manifestar su acuerdo con la penalización que propuso el presidente Uribe, haya dicho: "No podemos seguir viendo cómo nuestros niños y jóvenes se vuelven cada vez más adictos sin que haya campañas que prevengan la drogadicción". El programa presidencial Rumbos, y en una menor escala la Policía Antinarcóticos, se encargaban de esta labor. Su trabajo mereció el reconocimiento de Estados Unidos, el cual recomendó que se convirtiera en un programa de Estado para que tuviera continuidad en sus políticas. El actual gobierno decidió acabarlo e incorporarlo a la estructura del Ministerio de Educación. Quienes conocen del tema esperan que dentro de éste se consolide el sistema de prevención del consumo que se ha impulsado en los colegios y en las universidades desde hace una década por medio de los Programas Educativos Institucionales (PEI).

Por lo demás, no se sabe aún de qué manera va a enfrentar este gobierno el tema de la prevención. Lo que sí está claro, en cambio, es que con el tema de la penalización el presidente Uribe, quien lo propuso en un consejo comunal de gobierno en Pereira, está jugado. A finales de la semana pasada dijo, con entonado acento de cruzado, "que no nos vengan a decir que un pueblo como el colombiano, que ha sufrido tanto por la droga y ha tenido en la misma un azote histórico para ser libre, tiene que mantener la sofisticación constitucional de no sancionar el consumo de droga. Me declaro rebelde contra eso".

El Presidente no se equivoca. Colombia ha sufrido por la droga, pero por la ilegalidad en la que se comercia, que produce una rentabilidad por la que algunos están dispuestos a venderle su alma al diablo. La prohibición mundial debería tener como consecuencia una menor disponibilidad de droga, pero eso no ocurre. El informe de Tendencias Mundiales de las Drogas Ilícitas 2002 calcula que 185 millones de personas alrededor del mundo consumen alguna sustancia ilegal. De éstas, la mayoría, 147 millones, usan marihuana o alguno de sus derivados. Años de guerra no han podido erradicar los 'cachos' de cannabis. Es probable que esta realidad política esté detrás de los intentos focalizados de despenalizar su consumo en países europeos como España, Portugal, Inglaterra y Holanda, y en algunos estados de Estados Unidos, como Nevada. Eso para no mencionar a Canadá, que ya cosechó marihuana legal estatal con fines terapéuticos. La tendencia es mundial y Colombia, que podía aportar muchas cosas en este debate, está a punto de bajarse del bus.

La iniciativa de la penalización de la dosis mínima es popular pero contraproducente. La problemática del consumo de las drogas blandas debe verse como un asunto de salud pública y no como un desafío criminal que se resuelve a punta de bolillo y barrotes. El Estado tiene que enfocar todos su recursos para combatir los eslabones más peligrosos que se generan en la ilegalidad del negocio de las drogas.

La amenaza para la sociedad no es el consumidor habitual de marihuana sino el dueño del laboratorio, el traficante, el lavador y hasta el jíbaro. Si en la mayoría de los países europeos -y lentamente en Estados Unidos- se han dado cuenta de esto y tienden a la despenalización de ciertas drogas blandas, no se entiende cómo en Colombia, con la absoluta escasez de recursos, ahora se dediquen a perseguir y encarcelar a quienes se fumen un 'cacho' mientras los grandes traficantes hacen su agosto.