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CAIDA CANTADA

A pesar de la bondad de los decretos, la acusación de que la conmoción no era más que una cortina de humo terminó por deslegitimarla y facilitó su derrumbe en la Corte.

20 de noviembre de 1995

PARA EL PUBLICO EN GEneral, fue una sorpresa. Pero para los entendidos, era claro desde hacía varias semanas que la conmoción interior, dictada por el gobierno a mediados de agosto, se iba a caer en la Corte Constitucional. Prueba de que el tema estaba resuelto con anterioridad fue la votación de siete contra dos entre los miembros de la Corte. "No hubo mucho debate, pues la gran mayoría de los magistrados nunca estuvo convencida de que la conmoción estuviera bien sustentada desde el punto de vista jurídico", le comentó a SEMANA un funcionario de la Constitucional.
Prueba adicional de ello es que el fallo fue dictado días antes de que venciera el plazo que tenía la Corte para pronunciarse. Horas antes de que el altó tribunal decidiera la suerte de la conmoción, el gobierno envió a algunos magistrados un mensaje en el sentido de que los ministros de Justicia, Defensa y Gobierno querían ser oídos por la Corte en una audiencia, tal y como sucedió una vez en tiemnos de Gaviria. Pero la decisión de la Corte Constitucional era inatajable. Tanto es así que el tribunal se anticipó al llamado del gobierno y dictó el fallo.
La tesis de los magistrados que tumbaron la conmoción se centra en que este mecanismo no debe ser utilizado para enfrentar problemas crónicos, sino problemas extraordinarios, pues según ellos, lo lógico es que las perturbaciones permanentes de orden público se enfrenten con medidas permanentes, y las excepcionales, con excepcionales. El presidente de la Corte, José Gregorio Hernández, explicó que "no toda alteración del orden público debe llevar al gobierno a decretar la conmoción".
A pesar de que son conceptos de cierta complejidad jurídica, muchos sectores de opinión se mostraron de acuerdo con el fallo de la Corte. Aunque no se trata de un ejercicio estadístico, las llamadas de los oyentes del programa radial Viva FM fueron una muestra interesante. De 21 llamadas, 13 respaldaron claramente a la Corte y dos más dijeron que había que esperar a que se conociera el texto del fallo. Sólo seis oyentes atacaron al alto tribunal. Entre las opiniones en favor de la decisión de la Corte, algunas fueron bastante lejos. "Yo creo que la Corte ha notificado al Presidente que no puede ampararse en el estado de conmoción para tender una cortina de humo sobre el proceso 8.000", dijo un oyente con vehemencia. Y es que aunque los magistrados no se han referido a ella, la verdad es que la tesis de la cortina de humo estuvo presente desde el comienzo del caso (ver SEMANA #694). A las pocas horas de conocidos los primeros decretos de conmoción en el marco de la convocatoria presidencial a dirigentes políticos y empresariales para el denominado Acuerdo Nacional contra la Violencia, ya algunos analistas habían reparado en que se trataba de una estrategia del gobierno para despertar solidaridad en un tema que no parecía tener enemigos en el establecimiento. "No hay que olvidar -dijo una fuente judicial- que la conmoción fue dietada pocos días después de que se conociera el famoso casete del Presidente hablando con Elizabeth Montoya".
El asunto de la cortina de humo no era exclusivamente político o de presentación. También lo era de orden jurídico. Resulta que según el artículo 213 de la Constitución, "mediante la declaración de conmoción interior, el gobierno tendrá las facultades estrictamente necesarias para conjurar las causas de la perturbación e impedir la extensión de sus efectos". Es decir, que las medidas que se dicten bajo la conmoción deben ir destinadas de manera directa a conjurar las causas de la perturbación. La cuestión es que entre distintos sectores de opinión -y buena parte de los magistrados-, lo que atenta hoy en día contra la estabilidad institucional no es tanto la violencia crónica como la incertidumbre derivada del proceso 8.000. En conclusión, no hay conexidad entre las causas de la perturbación y las medidas adoptadas, destinadas a evitar fugas de presos, controlar la criminalidad urbana y reprimir a la guerrilla y al narcotráfico.
Pero así como existía cierto consenso entre los entendidos sobre la escasa base jurídica de la conmoción, igual consenso rodeaba la bondad de las medidas adoptadas en el marco del estado de excepción. Incluso los críticos del gobierno debieron reconocer que algunas de las medidas estaban dando resultado. Más allá de algunas declaraciones destempladas de dirigentes que acusaron a la Corte de estar "cogobernando", los voceros autorizados del gobierno concentraron la defensa de los decretos en esos resultados. Aun después de la caída de la conmoción, los ministros de Defensa, Juan Carlos Esguerra, y de Justicia, Néstor Humberto Martínez, dos de las figuras más respetadas del gabinete, siguieron defendiendo las medidas más por su validez intrínseca que por el piso jurídico de la conmoción. Para Martínez "las medidas se legitimaron por sus resultados". Para Esguerra, estaban funcionando y su caída "dejó sin herramientas a las Fuerzas Armadas para frenar la violencia y la inseguridad".
Como puede verse, aunque muchos criticaban el fin que buscaba el gobierno con la declaratoria de la conmoción, todos reconocían que las herramientas creadas bajo esa declaratoria eran buenas. El problema es que si el fin difícilmente puede justificar los medios, mucho más difícil es que los medios justifiquen el fin. Y eso es lo que la Corte impidió que sucediera: por buenas que fueran las medidas, la acusación de que su verdadera finalidad era tender una cortina de humo echó por tierra la iniciativa.
A pesar de algunos amagos de confrontación con la Corte al final de la semana, el gobierno ha dicho que acata el fallo y que llevará los decretos al Congreso para volverlos ley. El jueves, ministros y directivas del Congreso hablaron incluso de una operación relámpago para convertir los decretos en ley en unos 15 días, gracias a un rápido acuerdo con los parlamentarios. Pero todo esto es más fácil decirlo que conseguirlo. Para empezar, porque el gobierno ya tiene bastante emproblemada la legislatura por cuenta de la reforma tributaria. Pero además, porque a los congresistas -a unos por convicción y a otros por intereses- no les gusta endurecer las medidas que reprimen a la guerrilla y a las organizaciones del narcotráfico. Más aún, no sólo es difícil que el gobierno consiga la rápida aprobación de los proyectos, sino que en algunos de ellos se corre el riesgo de que algún congresista de esos que se arropan con la bandera del debido proceso y los derechos del acusado, proponga -como ya ha pasado varias veces en el último año- acabar de un plumazo con la justicia sin rostro y salvar así, de paso, a los implicados en el proceso 8.000 y a uno que otro narcotraficante.
En todo caso, por ahora, las medidas han quedado sin base jurídica y, como prueba, los cerca de 2.500 presos que habían llegado a las cárceles en aplicación de los decretos, saldrán libres en los próximos días. Así, poco parece quedar del Acuerdo Nacional contra la Violencia, iniciativa que hace algunas semanas vio cómo sus principales socios -los gremios- se distanciaban del gobierno y la semana pasada observó cómo se iban al suelo sus principales herramientas.