Home

Nación

Artículo

De los tres copresidentes, solo Horacio Serpa venía del Partido Liberal. Antonio Navarro, del M-19, y Álvaro Gómez, de Salvación Nacional, estaban en contra del bipartidismo.

CONSTITUCIÓN

¿Cambió Colombia?

Luego de 20 años, la Constitución del 91 ha dejado muchas más cosas buenas que malas. Colombia es más moderna, democrática y plural. La pregunta es si este es un mejor país a pesar de que no se ha erradicado la guerrilla, los paramilitares, el narcotráfico y la desigualdad.

2 de julio de 2011

Meterle mano a la Constitución ha sido un deporte nacional. La Carta del 91 ya ha sido cambiada casi treinta veces y la de 1886, al final, era una colcha de retazos que se parecía muy poco al texto original de Caro y Cuervo.

Pero si en algún momento de la historia hubo una necesidad real de replantear las reglas del juego de la democracia fue a comienzos de la década de los noventa. Fue un momento histórico signado por la violencia y el terror, en el que el sistema político estaba haciendo agua y la lucha armada no tenía sentido luego de la caída del Muro de Berlín. Pablo Escobar ponía bombas a diestra y siniestra, tres candidatos presidenciales fueron asesinados: Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, pero al mismo tiempo varios grupos guerrilleros, como el M-19 o el EPL, decidieron hacer la paz.

Era claro que se necesitaban grandes reformas, pero las instituciones encargadas de llevarlas a cabo tampoco respondían. Había un bloqueo institucional y político que estaba asociado al dominio electoral del bipartidismo liberal-conservador durante un siglo y medio. Hacia 1990, estos partidos habían perdido prestigio y su capacidad de representación había naufragado. El magnicidio de Galán fue la chispa del cambio. Las nuevas generaciones, lideradas por los estudiantes de la séptima papeleta, salieron a marchar y pedían a gritos un cambio.

Todo lo anterior condujo a que un país conservador en cuanto a su apego a las instituciones se embarcara en la aventura que terminó con una nueva Constitución, aprobada mediante un mecanismo prohibido por las normas vigentes y con el cierre del Congreso. Un trámite solo explicable por el difícil momento que atravesaba el país. Y que adoptó el lema de 'La Constituyente es el camino', con la ilusión colectiva de que con ella Colombia quedaría mejor construida y que sus principales problemas encontrarían, por fin, una solución.

Ese pacto social consignado en la Constitución sentaría las bases para la paz, que en ese momento se interpretaba como el fin del narcoterrorismo y la negociación con las Farc y el ELN. También había una convicción generalizada de que el ejercicio de la política mejoraría por tres razones: el reemplazo del bipartidismo por un régimen que permitiera una expresión de fuerzas plurales, el reemplazo de la 'democracia representativa' por una 'democracia participativa' y la elección de un nuevo Congreso bajo las nuevas reglas de juego introducidas en la Constitución. En el aspecto social, el país incluyente vincularía en sus decisiones de gobierno a los grupos minoritarios de toda índole y de esa manera distribuiría mejor sus recursos y sus esfuerzos para garantizar el bienestar. Y la nueva Carta de derechos, moderna y exhaustiva, formaría un nuevo ciudadano con mejores condiciones para participar en la vida pública.

La celebración de los primeros veinte años de la Constitución del 91 ha estado rodeada de una paradoja. Por una parte, más que un debate analítico sobre los alcances y resultados de la Carta, se ha dedicado a una conmemoración que lleva implícita la idea de que la Constitución ha sido positiva. Criticarla es una incorrección política. Sin embargo, al mismo tiempo existe la sensación de que las enormes expectativas que generó hace dos décadas no se cumplieron y de que la Colombia de 2011 no es mejor que la de 1991. La violencia persiste, la guerrilla sigue echando bala, de poderosos grupos paramilitares pasamos a temidas bandas criminales y el narcotráfico sigue vivito y coleando. Además, la calidad de la política no ha mejorado, la desigualdad se ha incrementado y la mayoría de los colombianos considera que el país va por mal camino.

¿Cómo se explica semejante contradicción? ¿Una buena Constitución puede producir malos resultados? La respuesta no es lo que aparenta y hay que mirar una combinación de factores. Para empezar, hay una percepción exagerada del poder de las normas para modificar la realidad. Es muy colombiano apostarle a que los problemas se solucionan con leyes. A la Constitución del 91 se le han pedido más resultados de los que podía ofrecer, porque una cosa es plasmar objetivos en el papel y otra, muy distinta, llevarlos a la práctica. Lo primero se hace en un momento. Lo segundo requiere años, recursos y buena administración pública. Veinte años suele ser un periodo demasiado breve para evaluar una Constitución. Y lo tercero es que los resultados de la Carta del 91 no se pueden evaluar en blanco y negro, porque tienen matices o están en proceso, o porque su evaluación es positiva o negativa, según la óptica de quien lo juzga.

Lo cierto es que, en muchos aspectos, el país posterior a la Constitución ha sido muy distinto al que la precedió. La política cambió. Bajo la nueva normatividad se profundizó la caída de los partidos tradicionales y proliferaron nuevas fuerzas, tal como lo quisieron los miembros de la Asamblea en 1991. La Constituyente -con mayoría de fuerzas distintas a los partidos tradicionales- tenía un espíritu antibipartidista y no es una coincidencia que bajo las nuevas reglas del juego se llegaron a constituir más de sesenta partidos, con su respectiva personería jurídica. De hecho, el Congreso después hizo dos reformas, en 2003 y 2009, para ordenar el panorama y reducir el número de partidos con representación en el Congreso. Pero el fin del monopolio liberal-conservador, que había sido un objetivo explícito en 1991, sí se produjo, y se abrieron oportunidades para fuerzas políticas y sociales muy diversas.

También han operado los mecanismos involucrados en el texto constitucional para juzgar a los congresistas. La impopular inmunidad parlamentaria que regía antes del 91 fue reemplazada por las figuras del fuero -los parlamentarios son juzgados, en una instancia, por la Corte Suprema- y por la figura de la pérdida de investidura, cuyo proceso adelanta el Consejo de Estado. Los dos mayores escándalos políticos de la historia del país -el 8.000 y el de la parapolítica- terminaron con un número de congresistas en la cárcel que posiblemente nunca se habría producido bajo el sistema constitucional anterior. Pero este fenómeno tiene dos caras: mientras los simpatizantes de la Constitución resaltan su poder punitivo, los críticos señalan su impotencia para impedir las prácticas políticas corruptas.

Algo parecido ocurre en la evaluación sobre los resultados de la Constitución en materia de paz. La violencia del cartel de Medellín se empezó a acabar a raíz de la controvertida entrega de Pablo Escobar, justamente el día en que la Constituyente aprobó la prohibición de la extradición de nacionales. El debate sobre la coincidencia de estos hechos no se ha agotado, pero el hecho de que los carro bombas del cartel de Medellín se hayan silenciado -tuvieron un coletazo en los meses transcurridos entre la fuga del capo de La Catedral y su muerte- produjo un alivio del terror generalizado que había causado la guerra del narcotráfico contra la extradición.

En cambio, las expectativas de que el pacto social de la nueva Constitución facilitaría una negociación política con los grupos guerrilleros -en especial con las Farc y con el ELN- no se cumplieron, y en la década de los noventa el país padeció un verdadero baño de sangre con la ofensiva guerrillera y su posterior coletazo con el terror paramilitar.

Sin embargo, la Constituyente del 91 había servido para consolidar los acuerdos de paz con el M-19, el Quintín Lame y el EPL, que ya se habían adelantado sobre la perspectiva cierta de que la nueva Constitución les abriría espacios políticos para nuevas fuerzas. El 'eme' se jugó por la vía electoral aun después del asesinato de Carlos Pizarro, porque consideró que la dinámica política favorecería a las nuevas colectividades.

Además, el proceso constituyente deslegitimó el discurso tradicional de la guerrilla para justificar la lucha armada como única forma supuestamente posible para abrir espacios políticos y para hacer cambios. La paradoja es que, por esa razón, la política de seguridad democrática de los gobiernos de Uribe se llevó a cabo bajo la nueva Carta, con un amplio apoyo ciudadano, y no bajo la anterior, que tenía fama de autoritaria. La razón está en la mayor legitimidad institucional que alcanzó la Constitución del 91.

En muchos aspectos, la nueva Constitución ha tenido que lidiar con realidades diferentes a las que vislumbraban los constituyentes. Durante los años noventa se desbordó el fenómeno del paramilitarismo, alimentado por el narcotráfico y por el poder que alcanzaron las mafias regionales después de los desmantelamientos de los carteles de Medellín y Cali.

Ese escenario no previsto fue a la postre el menos favorable para el proceso de descentralización que introdujo la Constituyente mediante figuras como la elección popular de gobernadores -que se sumó a la de alcaldes, introducida en 1988- y la concentración de las regalías en muchos departamentos con influencia de actores armados ilegales. Tampoco era previsible la bonanza minera y el aumento descomunal de las regalías. No es raro, en consecuencia, que solo hasta la legislatura pasada haya sido posible pasar la Ley de Ordenamiento Territorial que regulará las funciones de las regiones y su relación con el poder central. Redefinir o regular la descentralización, a la luz de las mafias incrustadas en las regiones, es una tarea pendiente. En fin, quizá el tema de redefinir políticamente y económicamente el territorio sea la asignatura pendiente para la próxima década en Colombia.
 
En el campo económico no hay consenso sobre si los efectos de la Constitución del 91 han sido positivos o negativos. Que los niveles de pobreza y de desigualdad son alarmantes e insatisfactorios, nadie lo discute. Pero que eso sea culpa de las normas constitucionales es otro paseo. De hecho, hay dos tipos de críticas que se le han hecho a la Constitución, que encierran una alta contradicción. Por una parte, se le culpa de llevar un modelo económico implícito, neoliberal, que ha facilitado el desmonte del Estado en varias actividades, la privatización de servicios esenciales y la concentración de la riqueza. Pero, en otros sectores, se le acusa de haber generado más derechos que obligaciones y haber adoptado principios no sostenibles que a su vez han servido de base para fallos de la Corte Constitucional que imponen una fuerte presión sobre las finanzas estatales.

En este punto también hay que analizar qué buscaron los constituyentes: lo que tenían en mente era un concepto de los derechos que debían ser universales y que no debían depender de consideraciones macroeconómicas. Para muchos, esto equivale a forjar ciudadanos con más derechos que responsabilidades, o a quebrar al Estado, o a generar compromisos inalcanzables. Pero fue un objetivo explícito de la Constituyente, motivado por una concepción progresista del derecho.

A la Constitución no se le pueden atribuir los efectos de las políticas de los gobiernos. La Carta es un marco general dentro del cual distintos presidentes pueden cambiar el rumbo y adoptar modelos ideológicos diversos. La negociación con las Farc y su enfrentamiento contundente, intentados por Pastrana y Uribe, se hicieron bajo el mismo paraguas. Lo mismo se podría decir de la apertura económica de Gaviria y del salto social que intentó Samper. Ninguna Constitución se puede evaluar por el éxito o el fracaso de las estrategias de los gobernantes de turno.

Por eso, más allá de logros y errores concretos, o de resultados cuantificables, el balance del proceso que se inició en 1990 con los entusiastas estudiantes de la séptima papeleta debe hacerse en forma global. Y la conclusión es que dejó más cosas buenas que malas. Si la Constitución del 86 estaba desprestigiada, la del 91 cuenta con un amplio aprecio en los más diversos sectores de la sociedad. Y eso no es poca cosa. Ambas pueden tener el mismo valor legal, y hasta ser menos distintas de lo que se cree. Pero la simpatía hacia la segunda la hace más legítima en términos de su aceptación y acatamiento.

La Carta que hoy rige a los colombianos es percibida como una aliada. Como un instrumento efectivo para alcanzar derechos esenciales a través de instrumentos efectivos, como la tutela. A diferencia de su antecesora, esta Constitución es cercana a la gente porque se acude a ella cuando se necesitan instrumentos de protección de los más débiles. A la hora del balance, la lista de beneficiarios de la Constitución del 91 no está encabezada por los más ricos ni los más poderosos, sino por minorías que han encontrado espacios de expresión y medidas normativas a su favor -los indígenas y los afrocolombianos-, o para combatir la desigualdad -las mujeres-, o para lograr una atención especial -los menores de edad, los discapacitados y los desplazados.

Si algún cambio profundo se ha producido en Colombia en estas dos décadas es que su Constitución ya no está en manos de los políticos, sino de los jueces. La tutela y los fallos de la Corte Constitucional han ido mucho más lejos de lo que habría podido hacer el Congreso en lo que se refiere a decisiones trascendentales que afectan -para bien- la vida cotidiana de las personas. Nuevas tendencias de la sociedad -la composición de la familia, las relaciones de pareja, la diversidad para el ejercicio de la sexualidad- han podido salir a la luz con mejores defensas contra la discriminación arbitraria. La pluralidad de alternativas políticas y religiosas reemplazó a los monopolios del pasado. Colombia es una sociedad más moderna, gracias a la Constitución del 91.

Y eso no significa que ella haya resuelto todos los problemas, ni que la Carta no tenga errores ni tareas pendientes. El país todavía necesita cambios profundos en muchos frentes. Pero cabe la esperanza de que ahora, a diferencia de hace veinte años, las modificaciones no haya que hacerlas en el texto de la Constitución, sino llevarlas a la realidad utilizando los instrumentos que ya existen. Lo cual, así solo sea una hipótesis, es un gran avance.

Vea el especial de Semana.com sobre los 20 años de la Constitución