Home

Nación

Artículo

Conflicto armado

Campo minado

El número de soldados y policías muertos por minas antipersonales se ha disparado y revela la nueva táctica de la guerrilla.

7 de diciembre de 2002

En ningun sitio se siente tanto el ambiente navideño como en el Batallón de Sanidad del Ejército en Bogotá. Unos soldados ensayan villancicos. Otros arman un pesebre gigante con la Virgen María, San José, el Niño Dios, el burro y el buey en icopor. El resto escucha un concierto de música colombiana. Si no fuera porque están en sillas de ruedas o aferrados a muletas o dando con mucho esfuerzo los primeros pasitos después de un combate que ya sólo ellos recuerdan, este parecería un sitio feliz.

Pero es allí a donde llegan todos los días nuevos combatientes heridos a iniciar su rehabilitación sicológica, física y laboral. La semana pasada había 660 soldados. Y de mantenerse la tendencia de este año el próximo habrá más del doble. Porque cada día crece de manera exponencial el número de miembros de la Fuerza Pública heridos y muertos por minas y artefactos explosivos. Hasta octubre de 2002, según datos del Ministerio de Defensa, 141 policías y soldados habían muerto por este motivo, casi cinco veces más que en todo 2001.

Las razones para este preocupante aumento de casi 500 por ciento en el número de víctimas fatales son varias. La primera es que, después de que se rompieran en febrero los diálogos con las Farc en el Caguán, el Ejército emprendió una ofensiva más agresiva. Ahora la tropa se acerca mucho más a los campamentos guerrilleros, invariablemente protegidos por minas antipersonales. La guerrilla, al verse asediada, emprende la huida y riega minas para frenar la avanzada de los militares. "En la medida en que se recupera el territorio, los grupos armados lo abandonan y lo dejan minado", afirma Carlos Franco, consejero para los Derechos Humanos de la Vicepresidencia de la República.

Las minas están prohibidas por el Derecho Internacional Humanitario porque no distinguen entre combatientes y civiles. Hieren al que las pise, no importa si es un niño o un anciano. Causan un enorme sufrimiento y condenan a muerte a generaciones que incluso no han nacido pues más de medio siglo después de haber sido enterradas siguen activas. Es un arma cruel, pero económica y eficiente. "La mina es el mejor combatiente", afirma un soldado que ha visto morir a dos compañeros que dieron el paso mortal. "Es más rentable dejar una mina sembrada que exponer a un guerrillero con fusil".

Poner una mina antipersonal vale 70 centavos de dólar. Quitarla, entre 500 y 700 dólares. Hasta hace dos años sólo guerrilleros expertos en explosivos eran capaces de activarlas. Pero desde el año pasado, según fuentes militares, con tecnología del IRA, las Farc les colocaron a las minas una puntilla que actúa como seguro y que permite que ahora cualquiera pueda cargarlas en su morral y activarlas cuando y donde les convenga.

Las siembran cerca de las fuentes de agua, alrededor de los cultivos de coca, en los cruces de caminos, al lado de escuelas donde con frecuencia acampan los soldados. En zonas abiertas también ubican explosivos, que activan a uno o dos kilómetros de distancia con un control remoto de los que se usan para volar avioncitos de juguete. "Esa es su nueva estrategia", dice uno de los miembros del Centro de Investigaciones de Lecciones Aprendidas en Explosivos, Cilae, creado por el Ejército el año pasado. Los miembros de este grupo se dedican a hablar con las víctimas de las minas para diseñar con base en esa información estrategias que reduzcan el impacto de estas armas mortales.

Dentro del plan que diseñaron crearon 288 equipos de explosivos y demoliciones que acompañan ahora las operaciones militares. El gobierno dotó a estos expertos antiexplosivos de equipos de última tecnología para detectar minas y de uniformes especiales, que valen 16.000 dólares cada uno, para reducir el impacto de la onda explosiva en caso de que llegue a explotar una por equivocación.

El sargento Alejandro Alvarado, de 29 años, es uno de los cinco expertos en explosivos que conforman cada uno de estos equipos. Vestido con botas 'araña', llamadas así porque tienen dos taches adelante y dos atrás como los guayos de futbolistas pero más altos para que los distancie del suelo (y de la antipersonal), traje antiesquirlas, casco blindado y detector de metales, Alvarado se concentra en detectar las minas y destruirlas para que la tropa pueda pasar. Es una labor peligrosa, lenta y costosa.

Un parche de tierra movida, una línea sospechosa de arena, un montículo de hojarasca pueden ser indicios de que allí se encuentra el arma mortal. Pero también pueden no serlo. Por eso registrar un kilómetro de camino le puede tomar hasta un día entero. Pero vale la pena porque haciendo esto ha salvado innumerables vidas.

Este Plan contra Minas del Ejército ya ha rendido sus frutos. El número de soldados muertos por minas ha decrecido (ver gráfico), cosa que no ha sucedido con los miembros de la Armada ni de la Policía, lo cuál explica el dramático aumento de la cifra general. Sin embargo la guerrilla también ha adaptado sus tácticas rápidamente. Como el Estado compró 1.200 detectores de metales las Farc comenzaron a usar minas de plástico y químicas. El Ejército encontró estas últimas cuando recuperó el control de la zona de distensión. Son minas hechas con una jeringa que al ser presionada con el pie inyecta ácido sulfúrico a la pólvora y la hace explotar. La Escuela de Ingenieros del Ejército, junto con algunas universidades, está desarrollando un detector que registra la densidad de los materiales y que permitiría, entonces, ubicar este tipo de minas que carecen de metal. Pero es una tarea ardua.

Es que en muchos sentidos la experiencia colombiana es única y eso causa muchas dificultades. Un aparato para desminar cuesta 600.000 dólares. Pero sólo funciona en tierra plana. Los perros son clave para olfatear la pólvora. Pero no funcionan en zonas demasiado frías o donde hay bosques. Un reporte del Departamento de Estado de Estados Unidos, publicado en marzo de 2002, calcula que en Colombia existían para finales del año pasado 130.000 minas antipersonales en al menos 413 localidades. Lo cual equivaldría a que por cada árbol sembrado en los últimos cuatro años en Bogotá -período durante el cual se arborizó la ciudad- existe una mina enterrada en uno de cada dos municipios del país esperando un pie para quebrar.

Carlos Franco, el consejero de Derechos Humanos, calcula que si la guerra se acabara hoy se necesitarían en todo caso 20 años y unos 70 millones de dólares para desenterrar los artefactos que seguramente ya ni los guerrilleros ni los paramilitares recuerdan dónde sembraron. Ese lapsus de memoria no sería tan grave si cada una de estas minas no matara hoy dos colombianos al día.