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¿Cañones en silencio?

La inclusión del cese al fuego en la agenda de negociación pone a prueba la solidez del proceso de paz con las Farc.

15 de mayo de 2000

Cuando comenzaron las conversaciones de paz entre el gobierno y las Farc la primera decisión que tomaron las partes fue negociar en medio del conflicto. Y había dos razones de peso para ello. La primera era la fallida experiencia de las negociaciones sostenidas en Caracas y Tlaxcala en 1991 y 1992, donde el tema del cese al fuego ocupó buena parte de las discusiones sin que se hubiera logrado llegar a ningún tipo de consenso. La otra era la convicción de que, dada la complejidad del conflicto colombiano —en el que hay actores armados al margen de las negociaciones—, el cese al fuego se podía convertir en una espada de Damocles que podría abortar el proceso antes incluso de iniciarse, como sucedió en 1992.

Aunque las Farc han sostenido —y así lo reiteró en días pasados el propio Raúl Reyes— que la decisión de negociar en medio de la guerra fue del gobierno y no de la guerrilla, desde que comenzó la discusión de la agenda de negociaciones los máximos dirigentes del grupo subversivo dijeron que al cese al fuego sólo se llegaría una vez que el temario estuviese agotado por lo menos en un 80 por ciento. De allí la sorpresa que produjo el comunicado expedido la semana pasada por los negociadores, según el cual ‘‘se inició un intercambio de ideas acerca del cese al fuego y de hostilidades. El tema está sobre la mesa y requiere un análisis detallado, prudente, discreto y cuidadoso, teniendo en cuenta las experiencias del pasado’’.

El comunicado está redactado con pinzas y sus términos no dan pie para el optimismo desbordado que mostraron algunos comentaristas. Abre, es cierto, la discusión de un tema que el país estaba reclamando cada vez con mayor énfasis y que, como quedó claramente demostrado en la primera audiencia pública celebrada el 9 de abril en Los Pozos, es considerado por muchos sectores como una condición fundamental para el avance de las negociaciones de paz. Pero está cargado de adjetivos —detallado, prudente, discreto y cuidadoso— que demuestran, de entrada, que todavía existen muchas reservas sobre el tema.

A diferencia de la tregua unilateral adoptada por las Farc en las pasadas vacaciones de fin de año —o de la que acaba de anunciar el ELN para la Semana Santa—, la tregua, o el cese al fuego, o el cese de hostilidades que salga de la mesa sería bilateral. Y estaría, por lo tanto, cargado de compromisos. Por eso no son gratuitas las prevenciones manifestadas la semana pasada por la alta oficialidad de las Fuerzas Militares. Dependiendo de cómo se defina el cese al fuego —o cese de hostilidades— y de lo que se comprometa a hacer el gobierno para garantizar su permanencia en el tiempo, las Fuerzas Militares quedarán con las manos más o menos atadas para cumplir con su deber constitucional de combatir la delincuencia en el país. ¿Qué pasaría, por ejemplo, con el recién constituido Batallón Antinarcóticos del Ejército? ¿Se acabaría el secuestro? ¿Qué pasaría con la gente que hoy está secuestrada?

Pero, además, la tregua requeriría unos mecanismos muy claros de verificación. La única experiencia reciente de tregua bilateral entre el gobierno y las Farc fue la que se dio a raíz de los acuerdos de la Uribe, firmados en 1984 durante el gobierno de Belisario Betancur. Y el balance no fue nada alentador. Gobierno y guerrilla se acusan mutuamente de haber violado unos acuerdos que, la verdad, nunca fueron muy claros. Tanto que, según las Farc, éstos se rompieron en 1991 con la toma de Casa Verde por parte del Ejército durante el gobierno de César Gaviria. Pero la verdad es que la tregua se había roto desde 1987 cuando, a raíz de un ataque de las Farc a una patrulla del Batallón Cazadores, el presidente Virgilio Barco anunció el fin de la tregua en todos aquellos sitios donde se realizaran acciones ofensivas por parte de la guerrilla. Y las mismas Farc habían decretado de manera unilateral un nuevo cese al fuego en febrero de 1989 a raíz de la conformación de una comisión de notables para buscar acercamientos entre el gobierno y la guerrilla.

Por eso las conversaciones de Caracas y Tlaxcala fueron tan difíciles. Según escribiría después el entonces consejero de Paz Jesús Antonio Bejarano, ‘‘de hecho, no solamente el clima en el que se realizaba la negociación, sino también la experiencia del gobierno Betancur y la utilización tramposa que hizo la guerrilla de la tregua bilateral, reconocida posteriormente incluso por muchos de aquellos que se reincorporaron a la vida civil, hicieron del tema del cese al fuego probablemente el principal escollo a lo largo de las rondas de Caracas y Tlaxcala’’. Y nada garantiza que ahora las cosas sean más sencillas. Aclarar las ‘‘experiencias del pasado’’ a las que se refiere el comunicado de los negociadores puede ser más difícil de lo que quisieran los colombianos en su explicable deseo de que se produzca el cese al fuego.

Hay que abonarle al gobierno el haber logrado que el tema se empiece a discutir en forma paralela al avance de los otros puntos de la agenda. Es mucho mejor, sin duda, hacerlo ahora que después de haber agotado el 80 por ciento del temario, como querían inicialmente las Farc. Eso no quiere decir, sin embargo, que el silencio de los fusiles —y de las pipetas de gas y de los carros bomba— se encuentre a la vuelta de la esquina como lo quiere el país, hastiado como está de la creciente criminalización de la guerra.