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Catecismo de la Iglesia Católica La divinidad de Jesús

28 de abril de 2003

Los cristianos creemos y confesamos que Jesús ?por supuesto, un hombre nacido de una mujer judía, que creció y se desarrolló como todos nosotros, en fin, un hombre que existió en un espacio y tiempo determinados?, es el Hijo de Dios, es Dios mismo, es el Verbo que existía desde el principio. Esta afirmación suena categórica y efectivamente lo es; está en el centro, en lo más profundo de nuestra fe, y tiene su pleno sentido a la luz de la Sagrada Escritura, el Magisterio y la Tradición de la Iglesia. El culmen de la historia de la salvación se da cuando Dios envía a su Hijo "para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5); y entre los hombres el Hijo se llamó Jesús, y fue el Cristo, el Mesías. Sobre esta fe se ha construido la Iglesia. Es importante tener esto claro y presente: Dios se hizo hombre para salvarnos, así que para comprender la naturaleza humana de Jesús, y su misión en el mundo, hay que referirse necesariamente a su persona divina, a su ser Dios. A lo largo de su vida Jesús dio efectivas muestras de su divinidad. En primer lugar, su mismo nombre quiere decir en hebreo "Dios salva", y su salvación no se limita a la liberación que pueda hacer cualquier hombre por más poderoso que sea, pues Él también perdona el pecado, la ofensa hecha a Dios. También el título de "Cristo", que quiere decir "ungido", se le ha dado porque cumplió perfectamente la misión que su Padre le encomendó. Los israelitas ungían a las personas que tenían una misión recibida de Dios y la Iglesia unge, con el mismo sentido, a los cristianos mediante cuatro de sus sacramentos. Jesús se llamó a sí mismo "Hijo de Dios", en un sentido personal y único; y cuando se refiere a Dios lo llama "Padre", y es gracias a Él, el Unigénito, que recibimos la filiación divina y por adopción podemos llamar también Padre a Dios. Antes de Jesús éramos criaturas de Dios, creadas ciertamente a su imagen y semejanza, pero solamente criaturas. Así que no es válida la afirmación general de que "todos somos hijos de Dios", pues sólo lo somos a través de Jesucristo. Del mismo modo, a Jesús se le atribuye el título de "Señor" y Él mismo lo usa. Este nombre es habitual en la Biblia para aplicarlo a Dios, así que no es de extrañar que en todo el Nuevo Testamento se encuentre la expresión "Jesucristo el Señor". "Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre". Esta es la afirmación del Símbolo de la fe sobre el misterio de la Encarnación: el Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios, para que conociésemos su amor, para que tuviésemos un modelo de santidad y para hacernos partícipes de su naturaleza divina. San Atanasio resalta que "el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios" ?los seres humanos no podríamos adquirir tal condición por nuestra propia cuenta?; esta filiación sólo puede darse siendo Jesús verdadero Dios y verdadero hombre, no siendo en parte Dios y en parte hombre o una mezcla confusa de ambas naturalezas. Como verdadero Dios nos redime, y como verdadero hombre nos da el ejemplo perfecto de vida en el amor y la humildad. El Concilio de Calcedonia, sintetizando la doctrina de toda la Iglesia sobre Jesucristo, definió que en Él existía una única persona, la divina, en dos naturalezas perfectas: la humana por la cual es en todo igual a nosotros, menos en el pecado, y la divina por la cual es igual al Padre. De este modo son comprensibles las palabras del Concilio Vaticano II: "El Hijo de Dios? trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre?, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado" (GS 22, 2). Por lo tanto, no es posible decir que la divinidad de Cristo fue a causa de una adopción en la que el Padre se fija en un hombre correcto, inclusive magnífico, y lo exalta; como tampoco es correcto sostener que la naturaleza humana de Cristo haya sido absorbida por la divina. Toda la vida de Jesús es revelación del Padre; su divinidad se manifiesta en sus gestos, milagros, palabras, obras, silencios, sufrimientos, su manera de ser y de actuar. Cristo dice: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14, 9); y el Padre lo avala: "Este es mi Hijo amado; escuchadle" (Lc 9, 35). Aceptemos lo que los Concilios de Nicea I y Constantinopla I han presentado como la fórmula de fe de la Iglesia de ayer y de hoy: "Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho...".