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El sistema interamericano siempre ha molestado a los gobiernos. Los últimos años, los líderes de izquierda le declararon la guerra. | Foto: EFE

JUSTICIA

La quiebra de la CIDH: ¿y ahora quién podrá defenderlos?

La Comisión Interamericana, guardiana de los derechos humanos del continente, vive la peor crisis financiera de su historia. No es probable que los países latinos quieran salir en su rescate.

28 de mayo de 2016

Desde hace varios meses era un secreto a voces. El sistema interamericano de Derechos Humanos estaba perdiendo el aliento. Los abogados que trabajan allí lo veían venir pues cada vez tenían más trabajo y eran menos. La mayoría se había trasladado a Washington para ser parte de lo que es considerado el comando elite para defender a los desprotegidos del continente. Pero desde hace un tiempo no pocos buscaban cómo regresar a sus países de origen. Finalmente, la mala noticia se hizo pública el fin de semana pasado. El presidente de la Comisión Interamericana, James Cavallaro, lanzó un SOS: la crisis financiera del organismo había tocado fondo. De hecho, si nadie les lanza un salvavidas no podrán sobrevivir.

Que esta comisión, quizás la organización más temida y admirada de América Latina, saliera a pedir ayuda conmocionó a la región. Desde los más humildes hasta los más poderosos tenían en ese organismo su última esperanza. Nada más este año acudieron al sistema desde el expresidente Álvaro Uribe y varios integrantes del Centro Democrático, hasta los empresarios venezolanos preocupados por la crisis y los familiares de los desaparecidos de Ayotzinapa (México).

Las palabras de Cavallaro impresionaron. En una sentida carta que se volvió viral describió con cruda sinceridad lo que está sucediendo: “Escribo con profunda tristeza, frustración e indignación… Tenemos las arcas absolutamente vacías”. El jurista anunció que si ningún Estado miembro se mete la mano al bolsillo, para el segundo semestre tendrán que despedir al 40 por ciento de su personal, cancelar sus visitas a países y reprogramar muchas audiencias. “Estamos al borde del colapso como nunca antes”, remató.

La semana pasada en Washington una escena resumía esa desazón. Mientras tenía lugar el Consejo Permanente de la OEA, los cerca de 100 funcionarios de ese organismo realizaban una protesta pacífica a las afueras del emblemático edificio. Llevaban una camiseta negra y levantaban carteles blancos con un mismo mensaje: salvemos a la CIDH.

En el más de medio siglo que tiene ese organismo internacional nadie veía venir ese cambio de roles. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos lleva varias décadas como uno de los grandes titanes del continente. Creada en 1959, desde 1979 funciona en coordinación con la Corte Interamericana como el único sistema de justicia que puede ponerle un tatequieto a los Estados. Ningún otro sistema del mundo ha llegado a combinar tan bien el poder, la influencia y el respeto que genera entre los países miembros con la esperanza, a veces desmedida, que despierta en millones de ciudadanos.

La CIDH y la Corte IDH siempre han levantado callos. Al principio muchas de sus investigaciones tenían que ver con las dictaduras de América Latina. La CIDH sacó a la luz las arbitrariedades de los gobiernos de Augusto Pinochet, Jorge Videla y Anastasio Somoza y siguió excavando aun cuando habían dejado el poder. Por cuenta de ese periodo, el sistema ha sido asociado históricamente con la defensa de las causas de la izquierda. Sin embargo, esa dejó de ser la realidad desde hace casi una década cuando la región giró políticamente hacia la izquierda.

Los presidentes del Alba nunca se sintieron cómodos con el sistema. Públicamente han rechazado su intervención en sus países. Nicolás Maduro ha sido el más radical pues en 2013 anunció públicamente que Venezuela renunciaba al sistema interamericano. Se fue con 16 sentencias de la corte en contra que nunca cumplirá. Evo Morales ha dicho que la comisión es “otra base militar de Estados Unidos”. Se molestó particularmente porque un grupo indígena llevó allí el caso de una carretera que atravesaba una reserva natural. Rafael Correa, por su parte, se trenzó en una pelea por cuenta de que la CIDH le pidió respetar la libertad de expresión, pues los medios de ese país alegaban ser censurados por diferentes vías. Y Brasil amenazó con no pagar la cuota a la OEA cuando le impusieron unas medidas cautelares por la construcción de una represa de Belo Monte.

Colombia también vivió, pero a su modo, todas esas polémicas. El país tiene una tradición legalista y respetuosa del derecho internacional, y, a diferencia de otros Estados, ha intentado acatar siempre sus decisiones. Pero eso no significa que no haya sido incómoda. Lo ha sido y mucho. El sistema interamericano comenzó a investigar desde los años noventa muchas de las grandes violaciones de derechos humanos cometidas en el país con la aquiescencia de grupos estatales.

El ejemplo más emblemático puede ser la sentencia del Palacio de Justicia. Durante décadas siempre se supo que más de una decena de personas habían salido vivas de la toma del M-19 el 6 de noviembre de 1985. El exceso de fuerza empleada por el Ejército ese día para recuperar el edificio y las irregularidades cometidas en el proceso eran un hecho notorio para todo el país y, sin embargo, la Justicia nunca pudo avanzar en esas investigaciones. El caso llegó a la comisión y esta a su vez lo presentó a la corte. Colombia resultó condenada y el presidente Santos, 30 años después, tuvo que pedir perdón por esos trágicos hechos.

Las investigaciones sobre muchos de los más infames crímenes del conflicto armado dieron un giro también por cuenta de las investigaciones de la CIDH. Mientras en Colombia muchos de estos casos se trataban judicialmente como acciones aisladas de grupos de autodefensas, el sistema interamericano logró demostrar el estrecho vínculo que existía entre estos y los Fuerzas Armadas. Condenó a Colombia por las masacres de Santo Domingo, La Rochela, Pueblo Bello, Ituango y Mapiripán. Declaró responsable al Estado por estos hechos y lo sentenció a pagar multimillonarias indemnizaciones a las víctimas.

Esos fallos generaron escozor especialmente entre el gobierno y los militares, que en el pasado los consideraron victorias jurídicas de la insurgencia. Por eso, en algunas ocasiones cumplía la mayor parte de la sentencia, salvo la obligación de pedir perdón. Además, por cuenta de que en algunos de estos casos (como en Mapiripán) se identificaron falsas víctimas y se denunciaron irregularidades de las ONG que adelantaban esos procesos, algunos de estos despertaron las más enconadas controversias.

Los gobiernos comenzaron a etiquetar a la CIDH como su enemiga, pero al mismo tiempo sus ciudadanos cada vez confiaban más en ella. Mientras en 2006 recibía 1.325 peticiones, el año pasado llegaron 2.164. Este país vivió ese boom como ningún otro. En 2006, los colombianos presentaron 136 casos y 419 en 2015. El país es el segundo con más solicitudes después de México.

La crisis económica hace que para la CIDH hoy sea prácticamente imposible cumplir esas expectativas. En este momento tienen más de 6.000 peticiones, pero un equipo de 12 abogados para analizarlas y tres para determinar si otorgan medidas cautelares. “Tenemos menos abogados y abogadas que el número de países que atendemos. ¿Cómo podemos cumplir así nuestro mandato?”, escribió Cavallaro. La corte no ha salido a hacer ese anuncio aún, pero se sabe que vive la misma situación.

Muchos creen que los propios gobiernos provocan la asfixia económica que atraviesa el sistema. Como a ninguno le interesa que los fiscalice e investigue, no es fácil que alguno saque la chequera. Ese problema no ocurría en el pasado porque el sistema recibía una parte de su presupuesto de la OEA y otro de la comunidad internacional. La crisis de la primera generó ese efecto dominó. Esta semana su secretario, Luis Almagro, anunció que allá también habrá recortes. Por otro lado, los países escandinavos, que antes aportaban grandes sumas, reenfocaron sus esfuerzos ante el dramático problema de los refugiados en el Viejo Continente.

Un dato que evidencia la falta de interés es que los países de América Latina sí financian la Corte Penal Internacional, aun cuando ese organismo no estudia casi ningún caso del continente. Mientras le giran a La Haya 13 millones de dólares al año, a la CIDH entre todos apenas reúnen 200.000 dólares. Colombia ha sido uno de los países que más ha reducido sus donaciones. Según el secretario ejecutivo, Emilio Álvarez, antes aportaba 400.000 dólares, el año pasado entregó 50.000 y este no ha dado un centavo.

La súplica de la CIDH muy seguramente no resolverá el problema del todo, pero ayudará a sobrellevar la crisis. Sin embargo, se anticipa que la comisión sufrirá una de sus mayores transformaciones y que se cambiará el esquema de financiación. Las decenas de colombianos que hacen fila casi a diario en ese organismo seguramente ahora estarán cruzando los dedos para que esos problemas financieros se arreglen pronto.