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¿Colombia necesita una derecha?

El proceso de paz ha puesto a pensar a los colombianos en soluciones más radicales. ¿Qué tan peligroso es esto?

Alejandro Santos Rubino
30 de octubre de 2000

En esta edición los lectores encontrarán un debate —el de la izquierda y la derecha— que ha dividido el pensamiento contemporáneo y que cada día cobra más vigencia en una Colombia agonizante y que se halla en un desgarrador proceso de definición: ¿Cómo desarticular la sanguinaria y lucrativa guerra que nos consume? ¿Cómo hacer que la inatajable globalización impulse y no termine de deprimir la economía nacional? ¿Cómo negociar el poder político en el Caguán? ¿Qué hacer para que nuestra Constitución humanista del 91 no signifique la quiebra del Estado? Son preguntas que debemos hacernos a la hora de saber cuál camino tomar para seguir adelante. Y suponen una discusión ideológica de fondo sobre el proyecto de país que queremos. Pero en Colombia hay cada día menos discusiones, ideologías, proyectos y país. El espacio para las ideas y el debate se ha convertido en objetivo militar de unos extremismos armados cuya falta de argumentos sólo refleja su culto a las armas. Las ideas en Colombia no sólo deben lograr la hazaña heroica de esquivar el fuego cruzado de los violentos sino que tienen que defenderse del macartismo propio de nuestra cultura maniqueísta. El debate entre izquierda y derecha en Colombia no se puede ver —como suele suceder— como una confrontación entre Castaño y ‘Tirofijo’, o entre un comunismo caduco y un régimen de bota militar, cuando la mayoría del país se encuentra en los tonos grises del abanico ideológico. Ser de izquierda —o de centroizquierda— no es pecado. Y ser de derecha —o centroderecha— tampoco. Ni Antonio Caballero es el amanuense de los guerrilleros, ni Plinio Apuleyo Mendoza es representante de los paramilitares. El maniqueísmo ha convertido el debate público en un campo de batalla o, en el mejor de los casos, en un inútil diálogo de sordos.

Por eso SEMANA quiere ser un espacio donde se puedan ventilar ideas antagónicas, donde se valore la diferencia y donde la única munición sea la inteligencia y la tolerancia. Y donde, como lo quisimos hacer en esta edición, la izquierda y la derecha puedan dialogar sin matarse en un país que se ufana de predicar el centro pero no se avergüenza de aplicar los extremos.






Por qué Colombia necesita una derecha
POR: Plinio Apuleyo Mendoza



El título de este informe provocará desconfianza en muchos y regocijo en los columnistas de izquierda. “Ya lo decíamos —escribirán jubilosos— Plinio está en la derecha, en la extrema derecha”. Para ellos, por cierto, entre estas dos expresiones no hay diferencia alguna. Quien se confiese de derecha tiene un revelador parentesco ideológico con personajes tales como Hitler, Mussolini, Franco, Videla, Pinochet. Es un simpatizante de los regímenes militares y por ende de los paramilitares. Llamarse de derecha no es, en efecto, una buena carta de presentación.

Se trata, claro está, de una vieja artimaña que utiliza cierta izquierda desde los tiempos de Stalin. Como suele recordarlo Jean Francois Revel, en los años 30 todo intelectual que manifestara desacuerdos con el comunismo era acusado de hacerle el juego al fascismo y al nazismo. Entre nosotros, latinoamericanos, esta treta, reiterada de manera ritual, consigue sus efectos: derecha y autoritarismo, derecha y represión van de la mano. Es una ecuación que elimina las diferencias sustanciales entre un centroderecha democrático, como el que se ha experimentado con éxito en los países del Occidente desarrollado (Thatcher, Reagan, Aznar) y personajes del corte de Le Pen o Pinochet.

No sería uno capaz, por honestidad, de hacer esta misma amalgama del lado de la izquierda, identificando la socialdemocracia con el stalinismo o con los grupos armados guerrilleros. Sería imposible poner ideológicamente en el mismo saco a la encantadora María Emma Mejía, por socialdemócrata de izquierda que se declare, con el ‘Mono Jojoy’.

Hecha esta salvedad necesaria, ¿qué alternativa representaría para Colombia un gobierno de derecha o de centroderecha? ¿Por qué de día en día, y a medida que la situación del país se degrada, parece convertirse en una imperiosa necesidad?



Manejo y no solución

No voy a referirme al modelo económico, satanizado con el rótulo de neoliberalismo, que propone el libre mercado, la eliminación de monopolios privados mediante la competencia y públicos mediante las privatizaciones y la reducción del tamaño y el papel altamente regulador del Estado en la economía. Clasificado en la derecha, este modelo ha sido exitoso en la Gran Bretaña, en los países asiáticos como Corea del Sur, Taiwan o Singapur, y en Chile. Colombia, desde luego, ganaría mucho adoptándolo.

Me refiero, por lo pronto, a los dos más grandes peligros que afronta el país, con todas las secuelas que acarrean: la subversión y el narcotráfico.

La subversión, cuya expresión militar es la guerrilla, crece gradual y peligrosamente en Colombia desde 1982. Desde entonces, todos los gobiernos han buscado poner fin al conflicto armado por la vía del diálogo y de la negociación política y todos, sin excepción, han fracasado en este empeño, al menos en lo que se refiere a las Farc y al ELN. El hecho es que, desde entonces, cada presidente ha encontrado, al llegar al poder, un cierto número de frentes guerrilleros y, al terminar su mandato, éstos han aumentado en número e influencia territorial, y la violencia en vez de disminuir ha sido más intensa. Es hora de preguntarse por qué.

Una primera respuesta es la siguiente: porque en vez de poner su voluntad y su empeño en derrotar a la subversión, como lo hizo en los años 60 un Rómulo Betancourt en Venezuela y en los años 90 un Fujimori en el Perú, han intentado sólo darle un manejo cauteloso a través de propuestas de paz siempre traicionadas. Proceden como el enfermo de cáncer que, en vez de someterse a una cirugía o a los rigores de una terapia, juzgándolas demasiado duras, intentan apaciguar su mal con aspirinas o medicinas homeopáticas. Quienes más lejos fueron en esta vía han sido paradójicamente los presidentes conservadores Belisario Betancur y Andrés Pastrana. En vez de invocar los principios tradicionales de su partido —el orden, la autoridad—, quisieron mostrarse más avanzados y abiertos a la alternativa transaccional.

Detrás de este empeño hay tres ideas, sustentadas por la izquierda y asumidas como incuestionables por la mayoría de los dirigentes políticos y medios de comunicación, que han orientado la política de los últimos cinco gobiernos.

La primera identifica a la guerrilla como una forma de insurgencia armada ante problemas de carácter político, económico y social. La segunda afirma que nadie puede ganar la guerra. La tercera sostiene que tanto el Estado como la guerrilla han llegado a esta misma conclusión y, por lo tanto, se trata de entablar una laboriosa negociación para atender los requerimientos razonables de la insurgencia y lograr la paz.

Sin embargo, la ausencia de hechos de paz, la multiplicación de atrocidades por parte de la guerrilla, pese a las enormes concesiones hechas a ella, obligan a contemplar otra hipótesis, compartida hoy por un gran número de colombianos. La de que no está realmente interesada en la paz. Una de estas dos razones lo explicarían: a) porque, obedeciendo a su esquema (maoísta) de guerra popular prolongada, cree que intensificando el conflicto, en vez de suspenderlo, puede llegar a una especie de cogobierno, antesala de una absorción total del poder; b) porque obtiene más con un conflicto vitalicio que con una desmovilización.

Nadie piensa en esta última opción porque se toman en cuenta sólo los anhelos de la Nación y no las ventajas que la guerra inacabable deja a la guerrilla (dinero y poder), a los narcotraficantes (libertad de movimientos, protección de cultivos y laboratorios) y obviamente a los traficantes de armas. Es, sin embargo, una hipótesis no desdeñable.

Ante esta posible realidad, ¿qué podría hacer un gobierno de otro signo (llamémoslo, si quieren, de centroderecha o derecha)? ¿Sólo le quedaría la vía militar y, si así fuese, estaría el Ejército en condiciones de ganar la guerra?

La respuesta más honesta es que el Ejército no la gana. Solo no la gana. Y no la gana porque la guerrilla es sólo la parte visible de un fenómeno más amplio y no bien conocido: la subversión. Es decir, un proyecto encaminado a sustituir el tipo de Estado y de sociedad que tenemos, mediante una combinación de formas de lucha: política, militar y económica. Si el Estado no establece su propia estrategia en estos tres planos la guerra se pierde. El Ejército sólo se ocupa del frente militar. Es preciso atender los dos restantes. Y como no lo han hecho hasta ahora, la subversión prospera.

Una política de derecha o centroderecha (por oposición a la de izquierda que ha prevalecido en los últimos 18 años), aplicada por un gobierno, requeriría un perfecto conocimiento de la estrategia subversiva en todos sus componentes para poder combatirla con éxito. Dicha estrategia, aunque mal percibida por la opinión, no es tan secreta como se cree.



Diplomacia de guerra

Lo primero que la subversión se ha propuesto –y lo está logrando— es debilitar la estructura política, legal, económica y defensiva del Estado. Su arma, en el campo político y diplomático, es la desinformación. Las Farc y el ELN tienen una diplomacia más efectiva que la del Estado. Agentes suyos son muy activos en Caracas, México, Londres, París, Madrid, Roma, Viena y Bruselas. Han logrado acreditar en muchos gobiernos occidentales cuatro ideas falsas que permiten darle un viso legítimo a la lucha armada: a) Sólo existe en Colombia una democracia formal porque en el poder se mantiene una clase dirigente excluyente y corrupta; b) Dicha clase no permite el acceso al poder de otras fuerzas por las vías normales; c) El campesinado es explotado por latifundistas que acaparan las tierras; d) Las Fuerzas Militares están al servicio de éstos, atropellan los derechos humanos y trabajan en acuerdo con los paramilitares.

En el campo jurídico la subversión ha conseguido su mayor éxito dejando al Ejército sin marco legal para afrontar la guerra. Apoyándose, sea en sus propios brazos políticos pero también en un respetable sentimiento civilista que siempre ha imperado en el país, logró descabezar la Justicia Penal Militar con un artículo de la Constitución del 91 aprobado a mano alzada: “Ningún civil debe ser juzgado por un militar”. Ahora bien, la justicia civil está sujeta a intimidaciones o en muchos casos es proclive a la subversión. La prueba: en las conclusiones de un congreso de Asonal Judicial celebrado a comienzo de los años 90 quedó establecido que los jueces ligados a esta asociación “luchan por el socialismo, que está siempre vigente”. Es decir, su acción y sus propósitos corresponden a los enunciados por la propia guerrilla.

Un libro, aún no publicado (Colombia, otra muerte anunciada), del general Adolfo Clavijo, demuestra con ejemplos la coacción ejercida sobre la Fiscalía y la Procuraduría para juzgar personal uniformado con base en denuncias infundadas o montadas; la infiltración o penetración en el aparato judicial; la manipulación que se hace del tema de los derechos humanos a través de ONG sesgadas para convertirlo en arma de confrontación, y las presiones que se ejercen para anular o evitar disposiciones legales o constitucionales que se opongan al proceso subversivo. Como resultado de estas últimas fueron desactivadas las Convivir, el fuero militar ha quedado drásticamente restringido y las Fuerzas Militares no pueden cumplir funciones de Policía Judicial. Es decir, no tienen facultades para detener a un sospechoso, allanar, guardar un detenido ocho o 10 días o efectuar interrogatorios. Carecen, pues, de un poder que, en caso de conflicto armado, tiene cualquier ejército del mundo, incluyendo los de Venezuela, Ecuador o Perú.

Por el hecho de compartir sus objetivos y su ideología, la subversión tiene, además, amigos en los medios de comunicación, los centros académicos, los asesores de algunos candidatos y las centrales obreras, especialmente en sindicatos tales como la USO, Fecode y Acotv. El papel de estos servidores suyos es con frecuencia sutil y por ello mismo puede tener eco en sectores de la opinión pública. Busca situar a la sociedad civil como espectadora de un conflicto que enfrenta sólo militares, paramilitares y guerrilleros (de ahí su expresión: “Actores Armados”) y no como implicada en el conflicto, ya que es ella la que pone buena parte de las víctimas y de los secuestrados. Es una manera de neutralizarla, evitando que se organice de manera activa en su propia defensa, como ocurrió en el Perú con las Rondas Campesinas y en Guatemala con las milicias.

En el campo puramente militar, la subversión ha llevado las de ganar por varias razones. En primer término, porque siguiendo la estrategia ya clásica de la guerra de guerrillas, tiene más movilidad y presencia que el Ejército y golpea donde la fuerza pública está en condiciones de inferioridad. La pulverización sistemática de cuarteles de Policía y la consiguiente liquidación de los agentes que protegen un municipio tienen por objeto extender su poder territorial. Lo usual es que, después de un ataque, las poblaciones afectadas quedan sin Policía. El hecho es que la guerrilla hace presencia hoy en 876 municipios y sus 117 frentes cubren prácticamente todo el territorio nacional.

Frente a esta realidad, el Ejército no actúa como fuerza militar que libra una guerra sino como fuerza preventiva. Hace presencia en ciertas zonas y deja muchas desamparadas porque el pie de fuerza es insuficiente. La suya es una función casi policial: guardián del orden público. Sus equipos de comunicaciones y su dotación son inferiores a los de la guerrilla. No cumple, o cumple muy rara vez, un papel ofensivo. Es como un equipo de fútbol que, por dedicarse a cuidar su portería sin intentar ir al otro lado para meter un gol, acaba perdiendo el partido. No dispone, además, de un real servicio de inteligencia, la gran arma antisubversiva y antisecuestro (la que consiguió en el Perú la detención de Abimael Guzmán y el desmantelamiento de Sendero Luminoso) simplemente porque no existe una legislación que le permita usar sus usuales recursos. Las escuchas telefónicas son un delito. Desconoce las áreas donde actúa. No suele saber quién es campesino y quién es guerrillero. Además su estructura es muy burocrática. Cuando un general conoce la zona de su brigada se le cambia a otro rincón del país y de esta manera se pierde lo adquirido con su experiencia. Por culpa de esas deficiencias, prosperan los paramilitares.

También la estrategia económica de la subversión ha sido exitosa. Se cumple en dos planos. Por una parte, busca afectar en este campo la estructura del Estado con sus frecuentes atentados a los oleoductos, carreteras, puentes, torres de electricidad o de comunicaciones. Por otra, tiene el formidable sustento financiero que le depara el narcotráfico por el desarrollo y protección de cultivos y laboratorios, además de lo que le reporta la industria del secuestro y las extorsiones. La guerrilla colombiana es la más rica del mundo. Sus ingresos están calculados en más de 1.000 millones de dólares al año, dinero invertido en armas, equipos de comunicación y de transporte y en una activa diplomacia internacional.



Otro marco legal

Ante una triple estrategia (política, militar y económica) de esta complejidad y magnitud, los gobiernos colombianos no han edificado ninguna. Se han limitado a establecer lo que llaman políticas o procesos de paz, respondiendo desde luego a un anhelo común a los colombianos, pero sin tomar en cuenta que éste de nada sirve al no ser compartido por la subversión. De hecho, ella mantiene su guerra mientras el gobierno declara la paz, apoyándose en ilusiones, pálpitos o ‘químicas’ y rodeándose de asesores o consejeros inexpertos que desconocen la real dimensión del problema subversivo.

¿Qué debería hacer un gobierno si obedeciera a un esquema más realista de la situación, así sea o se le llame de derecha? Lo primero: mostrar liderazgo y voluntad para reducir drásticamente la capacidad política y militar de los grupos en armas, considerando que este es un objetivo perfectamente alcanzable. Lo segundo es articular una estrategia para enfrentarlos en todos sus campos de lucha con el apoyo de expertos en cada uno de ellos. Según el general Adolfo Clavijo, que ha llevado muy lejos el estudio del problema, sería necesario la creación de un Departamento Nacional de Seguridad, cuyo papel en este campo sería equivalente al que cumple en el terreno económico el Departamento Nacional de Planeación. Es decir, el estudio y propuesta de un marco jurídico (constitucional y legal) y demás medidas necesarias para enfrentar la subversión, el secuestro, el narcotráfico, el paramilitarismo, la corrupción y la delincuencia. Otro organismo, que bien podría llamarse el Consejo Superior de la Defensa Nacional, jugaría un papel equivalente al Conpes para el manejo de las acciones a tomar, asociando en torno a ellas, además del Presidente, los ministros de Defensa, Interior, Justicia, Hacienda y los directores de la Policía, el DAS y la Aeronáutica Civil.

El nuevo marco legal restablecería la integridad del fuero militar y la Justicia Penal Militar para juzgar a los grupos armados ilegales; devolvería a las Fuerzas Militares las atribuciones de Policía Judicial; crearía, como en Venezuela, teatros operativos en las zonas de conflicto con funciones para retener cómplices o sospechosos de colaborar con la guerrilla; prolongaría cuanto fuese necesario los estados de excepción y devolvería la licencia de crear milicias civiles de apoyo a la Fuerza Pública contemplada en la Constitución del 86. Estas milicias, estrictamente defensivas, dotadas de armas y equipos de comunicación y colocadas bajo la tutela y el control de la Fuerza Pública, serían la mejor protección de las poblaciones contra los ataques de la guerrilla y el secuestro y un antídoto para evitar la acción y el desarrollo actual de las autodefensas campesinas.

Las nuevas estrategias militares proseguirían el desarrollo o multiplicación de unidades móviles con soldados profesionales especialistas en lucha antisubversiva e implicarían la preparación cuidadosa de blancos puntuales para atacar frentes guerrilleros, con el necesario secreto, adiestramiento y apoyo en un eficaz servicio de inteligencia estratégica, táctica y electrónica. Simultáneamente, después de cada golpe, se daría estímulo a programas de deserción en la guerrilla, con pago por la entrega de armas y cuidadosos programas de desarrollo económico y social de las zonas afectadas, medida más que eficaz si se toma en cuenta que los efectivos de la misma provienen en buena parte de reclutamientos forzados. La guerrilla, no olvidarlo, es un gigante con pies de barro.

El secuestro, que se combatiría con la triple acción de un real servicio de inteligencia, acción de las milicias de protección cívica y tribunales militares, tendría penas severas y reclusión en establecimientos penales especiales como el que existió en Gorgona.

Desde luego, el Plan Colombia sería mantenido en toda su integridad y alcance como medio de combatir el narcotráfico (no sólo en sus aspectos represivos sino en los desarrollos agropecuarios para dar alternativas a los campesinos cocaleros), pero reforzándolo con un control de la navegación fluvial para evitar el ingreso de precursores químicos y la salida de la droga, y la aplicación expeditiva de la extradición.

La guerra jurídica, que ha tenido como soporte ONG sesgadas y la infiltración de organismos del aparato judicial, debería enfrentarse de una manera valerosa sin encubrir, desde luego, sino antes bien sancionando los atropellos a los derechos humanos en los agentes del Estado, pero desmontando, a través de investigaciones honestas y rigurosas, los montajes contra oficiales de las Fuerzas Armadas que los brazos políticos de la subversión vienen haciendo. Nunca se debe olvidar que se les condena sin oírlos, violando un elemental derecho. La acción diplomática debe tener como sustento una información veraz y no la cobarde aceptación de cuanta denuncia se propaga.

¿Qué posibilidades existen de que una política como la diseñada en este análisis se aplique en Colombia? Al respecto, es inevitable señalar una paradoja. Aunque ignore de qué manera concreta, buena parte de la opinión pública está pidiendo a gritos una alternativa más dura. Pero es dudoso que los candidatos presidenciales, o los congresistas actuales o futuros, la admitan abiertamente. Nadie quiere cargar con el rótulo de derecha. Situándose a la izquierda, Horacio Serpa quiere proseguir, con mayores concesiones, las políticas fracasadas. Buscando el centro (con matices de centroizquierda en ella y matices de centroderecha en él), Noemí Sanín y Alvaro Uribe Vélez proponen correctivos al proceso de paz (cese de fuego, veeduría internacional en la zona de despeje, etc.) sin cerrarle las puertas. Es dudoso que la guerrilla acepte sus propuestas.

Es que la paz se ha convertido en una liturgia y se asocia, equivocadamente, a políticas blandas. Pero ello no es evidente. En El Salvador fue la política de Arena y no la de Napoleón Duarte la que consiguió la paz. No fue Alan García sino Fujimori quien puso fin al conflicto en el Perú. En Colombia, dada la amplitud del movimiento guerrillero, el primer ejemplo es más aplicable a nuestra realidad que el segundo: negociación y no aniquilamiento de la fuerza subversiva. Sólo que la única manera de obligarla a negociar limpiamente, sin convertir la paz en una deshonesta treta de guerra, es frenando su progresión en el campo militar, político y económico y colocándola por primera vez en situación defensiva mediante un radical cambio en las relaciones de fuerza.

Si esta alternativa no se sigue, los riesgos que tiene el pais son tres. Uno, que por via de concesiones se llegue a una capitulacion, abriendo las puertas a un cogobierno con las Farc. Dos, que la intervencion de la comunidad internacional signifique un desmembramiento del pais a traves de un reparto de territorio. Tres, que el conflicto actual se convierta en vitalicio. Nada de esto es deseable para colombia.

Despues de lo ocurrido en los ultimos 20 anos, una conclusion se impone. La paz no la consigue un Estado debil sino un Estado fuerte. Por eso colombia necesita una verdadera derecha democratica. Aunque esto suene como una mala palabra. Que le vamos hacer.






Por qué Colombia necesita una izquierda
POR: Antonio Caballero Holguín



Colombia no necesita una derecha, como me dicen que dice en esta misma revista Plinio Apuleyo Mendoza, en un artículo del cual sólo conozco el título pero que, en cuanto salga, leeré con indignación. Porque Colombia no necesita una derecha: tiene derecha de sobra. Todo es de derecha aquí. No sólo el propio Plinio Apuleyo Mendoza es de derecha; ni únicamente ese que llaman “candidato presidencial de la derecha”, Alvaro Uribe Vélez. También son de derecha el presidente de la República Andrés Pastrana, y el comandante de las Farc Manuel Marulanda, y los cardenales López Trujillo y Castrillón, y el jefe de las autodefensas Carlos Castaño, y los candidatos presidenciales Noemí Sanín, que está a la derecha del Papa Wojtyla, lo cual es mucho decir, y Horacio Serpa, que se dice de izquierda pero que si lo fuera no podría ser candidato presidencial. Son de derecha los generales y los empresarios, los policías y los narcotraficantes, los ganaderos y los maestros, las reinas de belleza y los atracadores. Y la totalidad de la prensa —o casi—, desde los dueños y los editorialistas hasta los caricaturistas y los telefonistas encargados de colocar anuncios por palabras. ¿O es que creen ustedes que, digamos, Enrique Santos Calderón, que fue de izquierda o creyó serlo en su ya remota juventud, no es de derechas? Lean sus editoriales y me cuentan. ¿Y Pachito? ¿Y Rafael? ¿Y Pepón? ¿Y el padre Gallo, o Llano, o como se llamen (¿Restrepo?) esos curas que escriben en El Tiempo? O los de El Espectador: a la derecha de Goebbels, el ministro de Información de la Alemania nazi, sólo es posible situar a Carlos Lleras de la Fuente. Para no hablar del propietario del periódico, Julio Mario Santo Domingo. Ya sé que él, en una entrevista concedida en Barú al periodista Roberto Pombo, se proclamó defensor de los pobres contra los abusos de los ricos. Pero, sinceramente, no lo creo sincero. Y los Lloreda de Cali. Y los Galvis de Bucaramanga. Y los Gómez Martínez de Medellín. Derecha pura, derecha dura, derecha a la derecha de la más extrema derecha de que se tenga constancia en los anales de la historia universal: ni el general Millán Astray, jefe de la Legión española en tiempos de la ‘cruzada’ de Franco; ni el rey Senaquerib de Asiria, que hace 4.000 años hizo pasar a cuchillo a toda Mesopotamia; ni siquiera el mismísimo dios Jehová de los israelitas, padre fundador de todos los fascismos, fue tan de derecha como logra serlo, sin esfuerzo, cualquier editorialista o columnista o simple notista de farándula o de sucesos de un periódico colombiano de hoy.

Y SEMANA, claro. ¿Ustedes no se han dado cuenta de que María Isabel Rueda o Lorenzo Madrigal no son de izquierda? No voy a hablar del dueño, Felipe López, que es tal vez el único colombiano que reconoce en público ser de derecha. Pero ¿y yo mismo? Si fuera de izquierda, no escribiría en SEMANA. Pero entonces tampoco tendría en donde escribir, pues en Colombia no existen publicaciones de izquierda ¿Voz, del Partido Comunista? Derecha burocrática. ¿Resistencia, la revista de las Farc? Ultraderecha: su prédica (y el que predica siempre es de derecha) es la misma del fascismo de hace 50 años: acción intrépida y atentado personal.

Derecha inconsciente de serlo. Por decirlo así: natural, como la de las fieras en la selva. Porque resulta que en Colombia no sólo son de derecha los que lo son en todas partes, y es normal que lo sean en función de sus propios intereses: los ricos, los policías, los curas, los dueños del poder y de las cosas. Sino también todos los demás. Los colombianos son —somos— visceralmente de derecha: hombres o mujeres, ricos o pobres, y cualquiera que sea el calificativo ‘político’ que nos demos a nosotros mismos: liberales o conservadores o comunistas o últimamente ‘socialdemócratas’ o ‘cristianos’, o lo que se nos ocurra. Tenemos ideas, instintos, sentimientos de derecha. La raza superior —nosotros, aunque los demás no lo hayan notado—; el jefe —Gómez, López: el que sea—: el Pueblo —el nuestro, claro—: “nuestro pueblo”, decimos todos con acento de dueños descontentos. Somos machistas, y nos creemos machos. Somos racistas, y nos creemos blancos. Somos nacionalistas y xenófobos, y nos creemos mejores: más inteligentes, más cultos, con más ‘malicia indígena’ (pues no nos privamos de nada), y dueños del mejor idioma español, de la más amplia biodiversidad, de las más altas cumbres andinas, del mayor número de mares y de océanos y de climas y de todo: la cocaína de mejor calidad, las más bellas playas, el café más suave, las más verdes esmeraldas del mundo, y por añadidura García Márquez y Fernando Botero y César Rincón y Lucho Herrera y Carlos Vives. Y los mejores asesinos, y los más hábiles ladrones. Tenemos los dos elementos fundamentales que constituyen la mentalidad fascista: nos creemos superiores a los demás, y nos despreciamos a nosotros mismos.

Y nos gustan los métodos de la derecha: la violencia y la trampa.

Y, en cambio, despreciamos las virtudes de la izquierda, que son las de la civilización: las de la superación del estado de naturaleza. Las virtudes de la izquierda son las que propuso —y sólo a medias logró imponer— la revolución francesa de 1789, y en su espíritu habían sido anunciadas por la inglesa y por la norteamericana: la libertad, la igualdad, y la fraternidad. Los colombianos odiamos la libertad: queremos ser esclavos de quien sea, y además tener esclavos; y, por favor, que no se nos exija pensar por nuestra cuenta. Odiamos la igualdad: a ver si es que éste se va a creer igual a mí (digamos: a ver si Plinio Apuleyo Mendoza piensa que yo, o a ver si Antonio Caballero piensa que él…: ¡por ningún motivo!) Y odiamos sobre todo la fraternidad: nos da asco.

Es que somos de derecha.

Cuando en Colombia ha existido algún embrión de izquierda, sea individual o colectivo, ha sido de inmediato excluido, y a continuación extirpado, y para terminar suplantado por algo de derecha. Excluido: la herencia de la intolerancia española, desde la Inquisición religiosa hasta el Frente Nacional. Extirpado: desde el asesinato de los jefes (que ya por serlo, por ser ‘caudillos’, eran en esencia de derecha ellos mismos: Uribe Uribe o Jorge Eliécer Gaitán) hasta el exterminio de las bases: lo que se hizo, en los tiempos de Barco y Gaviria, con la Unión Patriótica, que ha sido el único partido político civil y desarmado que ha existido en la historia de Colombia. Pues todos los demás han sido de derecha: militaristas y armados. Y finalmente, digo, cualquier embrión de izquierda ha sido suplantado, puesto que al ver el hueco que quedaba vacío han querido ocuparlo los oportunistas de la derecha (López Michelsen con su MRL) o los idealistas mesiánicos de la izquierda (el cura Camilo Torres con el ELN): pues ha sido tal la carencia de la izquierda en Colombia, que hasta los oligarcas y los curas han podido tomar su puesto.

(Cómo será la cosa, que hasta Plinio Apuleyo Mendoza creyó, algún día, que era de izquierda. En cuanto a mí, ya veremos.)

Hoy en día, año 2000, tampoco existe izquierda en Colombia. Lo que la suplanta, usurpando su lugar y pervirtiendo su función, es la guerrilla armada: una organización que es, en su espíritu, en sus métodos y en sus objetivos, de extrema derecha. Jefecillos fascistas rurales, como ‘Romaña’ o el ‘Mono Jojoy’ en las Farc o los herederos del nacional-clericalismo stalinista del cura Pérez en el ELN, a quienes los ideólogos universitarios (digamos Alfonso Cano) intentan interpretar a la luz del leninismo. El leninismo, raíz de todo mal. Pues fue Lenin quien históricamente pervirtió a la izquierda marxista al derechizarla para que pudiera conquistar el poder. Al militalizarla en su organización y en sus métodos, y al cambiar radicalmente sus objetivos: no ya la defensa ante el poder, sino la conquista del poder. Un fascismo de los pobres. O, mejor, un fascismo en nombre de los pobres.

En fin: el hecho cierto es que en Colombia sólo hay derecha, y no existe la izquierda: ni siquiera esa izquierda residual que todavía sobrevive en otras partes del mundo tras el triunfo generalizado del fascismo en su doble versión: la neoliberal y la stalinista. No existe la izquierda, y sin embargo sería bueno que existiera, puesto que es el imperio incontestado de la derecha el que nos ha traído al horror que vivimos. Sería bueno que existiera una izquierda, no para que buscara el poder —pues la izquierda en el poder se vuelve derecha: la derecha es el poder—; sino para que llenara su función natural (o, más bien, artificial: civilizada y civilizadora), que es la de servir de resistencia ante el poder. O sea, la se servir de oposición. Una oposición que, si la derecha —o el poder— fuera lo que en otros ámbitos se ha dado en llamar “civilizada” (lo cual quiere decir izquierdizada: impregnada de las virtudes de tolerancia de la izquierda), no estaría obligada a defenderse a tiros. Es decir, a volverse de derecha.

De modo que no vengan a decir que en Colombia lo que hace falta es derecha, cuando es lo único que hay, incluso en lo que llaman izquierda. Lo que hace falta es izquierda y no la hay.

Ah, sí, pero ¿y los Estados Unidos? Sí: el gobierno de los Estados Unidos representa la derecha a escala planetaria, y ayuda y respalda a la derecha de aquí (y a la de todas partes). Pero se trata de defenderse también de esa derecha.








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