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| Foto: Carlos Julio Martínez

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La humillación de los colombianos en la frontera

Atemorizados por las deportaciones masivas, cientos de ciudadanos emprenden la huida. Con dolor, ven cómo solo un río los separa de lo que antes era su tierra prometida.

29 de agosto de 2015

Los colombianos que vi-ven en San Antonio del Táchira, Venezuela, ya ni siquiera esperan que la Guardia Nacional los deporte. Han visto tantos compatriotas maltratados y devueltos a la fuerza a Colombia, que prefieren cruzar el río llevándose lo que puedan, mientras que quienes ya fueron deportados han hecho innumerables viajes para rescatar sus pertenencias y traerlas hasta la vereda La Parada en Villa del Rosario (Norte de Santander).

El censo oficial de deportados por el puente internacional habla de casi 1.100 personas que han sido ubicadas en albergues de Cúcuta y Villa del Rosario. Sin embargo, ya serían más de 4.000 los compatriotas que huyen por las trochas entre Venezuela y Colombia, en un éxodo masivo sin precedentes en la frontera. Centenares de niños, ancianos y mujeres embarazadas pasan las noches en cambuches improvisados, mientras cuidan los electrodomésticos y muebles que pudieron rescatar.

Casi todos los deportados hacían parte de Mi Pequeña Barinas, una invasión que comenzó hace diez años y que ya tenía cinco barrios en los cuales vivían miles de colombianos. En épocas de Hugo Chávez, este no solo la legalizó, sino que les dio cédulas venezolanas a muchos y ordenó que no se les hiciera nada. Entre los residentes estaba la familia Angarita, que fue expulsada de Venezuela el pasado viernes 21 de agosto. En la humilde casa se quedó sola Matilde Angarita, de 70 años, quien vivió el fin de semana más amargo de su vida. “La tuvieron encerrada dos días en su cuarto, no le permitían hablar, ir al baño y mucho menos le daban comida. Todo el tiempo le decían que si no se quedaba quieta iban a pasar la maquinaria por encima de la casa con ella dentro”, comenta su hija Sandra Angarita.

Solo el pasado martes pudieron cruzar nuevamente el río para rescatar a Matilde pero, desde entonces, no habla con nadie. Sus hijos aseguran que se debe al terrible maltrato emocional que recibió. Cuando escucha ruidos fuertes simplemente grita: “¡Nos van a tumbar la puerta, nos van a dejar sin casa! ¡No me maten!”. Hasta el viernes, la anciana no había podido ser ubicada en un albergue y su familia suplicaba por apoyo psicológico.

Sin duda, las noches se han vuelto más difíciles para los colombianos en las dos orillas. El jueves pasado un hombre colombiano murió de apendicitis porque en el hospital de San Antonio no lo quisieron operar. Su hija suplicó durante dos días para que lo dejaran pasar a Cúcuta para ser atendido en esa ciudad. La frontera solo se abrió para darle paso al ataúd. En esta semana de horror, la Defensa Civil ha realizado más de 30 traslados en ambulancia y atendido a más de 100 personas con enfermedades crónicas, a los que la Guardia venezolana no les permitió ni siquiera llevarse sus medicamentos.

La amarga espera

A lo largo de la orilla colombiana del río Táchira, cientos de personas acampan con lo que han logrado traer de sus antiguas casas, tras recorrer casi un kilómetro por la trocha La Playa, por donde escapa la mayoría de Venezuela. Camas, lavadoras, neveras, televisores, estufas y colchones acordonan el polvoriento camino. Familias cansadas de cargar sus pertenencias se unen y hacen turnos para que no los roben mientras duermen, pero esperan con ansias que sean las diez de la noche, cuando cerca de 40 feligreses de la Iglesia Pentecostés Internacional se acercan a ofrecerles una taza de caldo, pan y chocolate. Así ha transcurrido toda la semana: aprovechando la ausencia de la Guardia para tratar de rescatar algo de sus antiguas casas y llevarlas, en medio de grandes dificultades, al otro lado del río.

En esa especie de campamento de refugiados, Marcela Sorsa evita con su mano que el viento se lleve el plástico que cubre el colchón en el cual duermen sus hijos, mientras que con la otra sostiene su estómago. Tiene 4 meses de embarazo y lleva dos noches durmiendo a orillas del río. “Me sacaron brutalmente de mi casa, a pesar de mi condición y de que mi esposo es venezolano. Él se quedó allá, impidiendo que nos roben las cosas. Duermo en tablas porque nos rompieron los colchones para ver si teníamos algo ilícito. Llevaba 11 años en Venezuela y construimos con esfuerzo nuestra casa... Todo se fue al piso”, comenta entre sollozos.

Unos metros más adelante, María Yamil Ropero descansa apoyada sobre un comedor. Es viuda, madre de tres niños pequeños y su mayor preocupación es que no tiene familia en Colombia. “Mis vecinos se compadecieron y me ayudaron a traer algunas de mis cositas. Pero en Colombia no tengo a nadie, ¿dónde vamos a vivir?”, se pregunta.

Cada amanecer de este éxodo se convierte en una esperanza, en una oportunidad de volver a cruzar el río para tratar de salvar algo: enseres, tejas, puertas, ladrillos… Sin embargo, lograrlo ha sido un camino lleno de incertidumbres, no solo porque no es claro hasta cuándo las autoridades venezolanas lo van a permitir y por los riesgos de ser atrapados. El jueves hubo paso continuo, pero el miércoles la Guardia solo dejó pasar hasta las diez de la mañana.

Aun así, Jéssica Urrego, deportada el sábado 22 de agosto, se arriesgó, abandonó un albergue en Cúcuta para cruzar el río para encontrarse con su esposo y sus dos hijos en la orilla venezolana. “Me sacaron de la casa a la fuerza y me montaron en una patrulla. Mi esposo e hijos son venezolanos pero eso no sirvió de nada. Vine a despedirme porque no sé cuándo los volveré a ver, me amenazaron con meterme presa ocho años si volvía a Venezuela”, afirma mientras se funde en un sentido abrazo con su familia.

Por su parte, Carmen Olinda Arévalo, de 65 años, ha cruzado por lo menos siete veces las trochas que unen a Villa del Rosario con San Antonio. Fue operada hace menos de un mes y vive con un joven que presta servicio militar en Colombia al que no le dieron permiso para ayudarle. “Mis vecinos están ocupados pasando lo de ellos, yo solo trasteo lo que en mi debilidad puedo cargar. Las cosas grandes siguen en Venezuela y ya me avisaron que la otra semana demolerán mi casa. Mi consuelo es poder llegar a un albergue”, asegura.

Un hilo de esperanza

Cerca de 600 personas permanecen en cuatro albergues de Villa del Rosario y casi el mismo número en Cúcuta. A pesar de esto, el reto es enorme ya que de los más de 4.000 colombianos que salieron en un éxodo masivo voluntario, algunos se fueron con familiares y amigos, pero la mayoría esperan ser reubicados. Muchos de ellos llegan al alojamiento Juan Frío de Villa del Rosario, donde por ahora el Ejército colombiano es el único que atiende a la población. Los soldados abandonaron sus armas para dar recreación a los niños, mientras que la odontóloga y el capellán dejaron sus trajes para preparar el almuerzo a las más de 100 personas que se refugian allí.

En el coliseo del Colegio Municipal de Bachillerato en Cúcuta, los deportados vieron crecer su esperanza cuando el presidente Juan Manuel Santos los visitó y escuchó sus peticiones. Santos se comprometió a no dejar un solo niño sin colegio y darles casa a través del programa de viviendas gratis. Maribel Herrera fue una de las mujeres que le contó su historia cara a cara al presidente. “A mí me sacaron como un animal de Venezuela, me tumbaron las puertas, me robaron una moto y hasta la estufa. El presidente me dijo que esta era mi patria, que me daría casa en Cúcuta y que no nos dejaría solos”.

Mientras Maribel habla, sentado en las graderías del coliseo Justo Elías Maldonado espera que las promesas de Santos sean ciertas. “En 2012 la violencia colombiana me desplazó de mi finca en Ábrego (Norte de Santander) y me fui para San Antonio a buscar mejor vida. Hoy tengo 74 años y nuevamente me desplazan, ahora de Venezuela. Ya no soporto más”, concluye. Es la misma desazón de los miles de colombianos que han tenido que regresar a la fuerza y sin nada a su país, posiblemente, tal y como se fueron hace años a buscar un mejor futuro bajo las banderas de la Venezuela revolucionaria.

La amenazaron con sepultarla viva

Matilde Angarita tuvo que estar encerrada dos días en su cuarto después de que su familia fue deportada. Le dijeron que le iban a pasar la maquinaria por encima de la casa con ella adentro si no hacía caso.



Con la casa al hombro

Miles de colombianos residentes en Mi Pequeña Barinas, como Joan Fierro, hicieron hasta lo imposible para salvar los enseres de sus casas antes de ser demolidas por las autoridades venezolanas.



Separados hasta...

Jéssica Urrego dejó el albergue en Cúcuta para reunirse con su esposo e hijos venezolanos. “Vine a despedirme, porque no sé cuando los volveré a ver. Me dijeron que si volvía me metían 8 años de cárcel”.