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Del M-19 a las Farc

Hoy el grueso de los colombianos no quiere ver a los excombatientes de las Farc participar en política, situación que contrasta con el entusiasmo y optimismo con que recibieron a los militantes del M-19 en 1990. ¿Cómo se explica esa diferencia?

19 de noviembre de 2017

Dos días después de entregar las armas, el 11 de marzo de 1990, y favorecidos con un indulto que les devolvía sus derechos políticos y los eximía de pagar un solo día de cárcel, los líderes guerrilleros del M-19 participaron en las elecciones legislativas y de alcaldes. Al contrario de lo que podría pensarse, su incursión en la política electoral fue un éxito. Carlos Pizarro, comandante de la agrupación guerrillera, obtuvo el tercer puesto a la Alcaldía de Bogotá con un poco más de 70.000 votos, y Vera Grabe y Everth Bustamante ganaron curules en la Cámara de Representantes. Tras el asesinato de Pizarro, la Alianza Democrática M-19, el nombre de la colectividad fundada por los excombatientes, logró su mayor triunfo político: con 19 escaños se convirtió en el segundo partido más votado en las elecciones a la Asamblea Nacional Constituyente de 1990, por encima del Partido Conservador. Los resultados daban a entender que los colombianos estaban dispuestos, a pesar de su pasado, a que los reinsertados pudieran ser elegidos en las más altas instancias del poder.

La situación, 27 años después, es muy distinta. Luego de firmar los acuerdos del Teatro Colón entre el gobierno y las Farc, el 24 de noviembre de 2016, y de que los excombatientes lanzaron su partido político el 1 de septiembre de 2017, la mayoría de los colombianos no quiere ver a la cúpula de la antigua guerrilla participar en política sin que, por lo menos, digan la verdad de lo que hicieron y paguen penas por los delitos cometidos durante los más de 50 años de conflicto armado. De acuerdo con la última gran encuesta realizada por SEMANA, la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común tiene un 85 por ciento de imagen desfavorable y solo el 6 por ciento de los encuestados tienen una buena opinión de Rodrigo Londoño, alias Timochenko, su candidato a la Presidencia. La evidencia es contundente: una parte significativa de la sociedad colombiana no está dispuesta a indultar y devolverles los derechos políticos a los excombatientes de las Farc, como sí lo hizo en 1990 con el M-19 y en otros momentos con otros grupos subversivos que se desmovilizaron, como el EPL, la Corriente de Renovación Socialista o el Quintín Lame.

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¿Qué sucedió en el último cuarto de siglo para que la sociedad colombiana tuviera una opinión opuesta frente a la participación política de guerrilleros y para que no los recibieran con tanta generosidad en la vida democrática? La respuesta no es fácil y contiene varios elementos que van desde el momento histórico en que se hicieron las distintas negociaciones hasta las características y particularidades de cada guerrilla.

No hay ninguna duda de que ni el mundo ni Colombia son los mismos. Hoy, la tolerancia frente a los delitos de guerra y de lesa humanidad es mucho menor y existe un sistema judicial internacional para perseguirlos y juzgarlos. Desde 1998 el Estatuto de Roma permite a la Corte Penal Internacional (CPI) juzgar a personas de países que firmaron este acuerdo por crímenes que violen los derechos humanos. Eso significa, por ejemplo, que si un Estado indulta a alguien que cometió delitos de lesa humanidad, la CPI podrá condenarlo. Por esto, muchos colombianos alegan que el tratado de paz con las Farc, si bien no les dio un indulto, sí viola el Estatuto de Roma.

En cuanto al país, en los últimos 27 años la sociedad colombiana dio un viraje hacia la derecha. Como explica el subdirector de la Fundación Paz y Reconciliación, Ariel Ávila, al finalizar la década de los ochenta la crisis política –reflejada en la guerra sucia contra los partidos de izquierda–, el exterminio de la UP, la exclusión social y el narcotráfico hicieron que una parte de los colombianos vieran con buenos ojos a las guerrillas. Era la época en la que los ciudadanos consideraban que los movimientos subversivos tenían unos ideales y se alzaban en armas para luchar contra un Estado opresor y excluyente.

Esta percepción cambió. La desmovilización del M-19 creó una dicotomía. Mientras Pizarro entendió que la única salida era la negociación, las Farc consideraron que las condiciones no estaban dadas y que todavía podían tomarse el poder. En consecuencia, las Farc intensificaron la ofensiva militar y para financiar la guerra recurrieron al secuestro, las pescas milagrosas y el narcotráfico. Esta fue la época de las sangrientas tomas a bases militares y municipios que dejaron centenares de muertos; y de las cárceles en la selva que parecían campos de concentración a donde iban a parar los soldados y policías capturados por la guerrilla. Todos estos hechos hicieron que la sociedad colombiana perdiera esa imagen idealista de la lucha insurgente, y que eligiera a un presidente de derecha para que combatiera con puño de acero a las Farc.

El rechazo actual al nuevo partido formado por Rodrigo Londoño y sus seguidores de la Farc también se debe a una desilusión de los colombianos frente a la paz. El historiador Darío Villamizar y el politólogo Eduardo Pizarro coinciden en señalar que la novedad del proceso de paz con el M-19 hizo que los colombianos recibieran con los brazos abiertos a estos guerrilleros a la vida democrática, pese a haber protagonizado hechos como la toma del Palacio de Justicia. El acuerdo con ese grupo se convirtió en la primera negociación moderna de América Latina, y la posibilidad de resolver políticamente el conflicto armado abría la oportunidad de una paz estable y duradera en el país.

Sin embargo, esto no sucedió. Entre las décadas de 1990 y 2010 las Farc, el ELN, los paramilitares, los narcotraficantes y las fuerzas estatales intensificaron un conflicto que lejos de lograr la paz dejó miles de muertos y millones de desplazados. “Con la firma con el M-19 la opinión pública no vio materializarse la paz, por eso considera que lo pactado con las Farc no llevará a la paz, idea reforzada con el surgimiento de las disidencias y de los grupos criminales”, explica Eduardo Pizarro.

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A las transformaciones de la sociedad en el último cuarto de siglo, hay que sumarles las características de ambas guerrillas para entender por qué el M-19 gozó de la simpatía de la opinión pública, mientras las Farc enfrentan su rechazo. El M-19, ante todo, fue un movimiento que sabía hacer política y, como le dijo Antonio Navarro Wolff a SEMANA, “siempre reconoció la importancia de la opinión pública y buscó estar en sintonía con ella”. Desde su fundación, esa guerrilla planeó cada operativo para lograr un impacto en los colombianos. Ciertamente, cometieron crímenes como la toma del Palacio de Justicia y el asesinato del líder de la Confederación de Trabajadores (CTC) José Raquel Mercado. Pero más allá de ellos, operaciones ampliamente publicitadas como robar la espada de Bolívar y camiones de leche para repartir en los barrios más pobres les dieron a estos insurgentes un aura revolucionaria.

A esta imagen, se sumó el carisma de sus comandantes, muchos de ellos provenientes de una clase urbana media o alta. Para conectarse con los colombianos Jaime Bateman abandonó el marxismo-leninismo y explicó la política del país en términos sencillos; creó el famoso concepto de “sancocho nacional”. Por su parte, Carlos Pizarro se granjeó el apodo de “comandante papito” por su atractivo físico, un hecho aparentemente superfluo frente a su solidez intelectual, pero que reflejaba la aceptación que en su momento tuvo el M-19 en muchos colombianos.

En contraste, las Farc mantuvieron una ortodoxia ideológica afincada en el marxismo-leninismo y se dedicaron a hacer la guerra sin importar lo que pensara la opinión pública urbana, a la que consideraban una invención de las elites. Eduardo Pizarro dice que esa desconexión con la gente se mantiene en la nueva Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común: “El nuevo partido de las Farc con su programa es sumamente ortodoxo, no se conecta ni con los problemas y las necesidades, por ejemplo, de los jóvenes urbanos”. Mantener el mismo nombre de guerra y continuar con esa ortodoxia ha causado que los colombianos los identifiquen con el castrismo y el chavismo, lo que les resta aún más puntos.

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En ese mismo sentido, Francisco Gutiérrez explica que, mientras el M-19 logró estructurar un programa político en el que cupieron personas como el político conservador y fundador de la Universidad de los Andes, Mario Laserna, la Farc prefiere hacer énfasis en una política territorial, en los lugares donde pueden tener influencia, y dejar a un lado las alianzas nacionales; por ese camino se aleja aún más de la opinión pública.

El apoyo que esta le dio en su momento al M-19 para que se reintegrara a la vida democrática condujo a que hoy en día varios de sus miembros sean destacados líderes. Una lección que debería tomar en cuenta la Farc.