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Con 38 de fiebre

Este año la seguridad democrática tocó techo y dejó al descubierto sus limitaciones. Es el momento para un ajuste en la estrategia.

Marta Ruiz<br>Editora de seguridad de SEMANA
12 de febrero de 2006

"¿Cuántos gobiernos de seguridad democrática se requieren para tener un país en paz, sin guerrilla ni paramilitares?", se preguntaba la periodista Patricia Janiot en las páginas de SEMANA. Y es que a pesar de los éxitos que en esta materia ha tenido Álvaro Uribe a lo largo de su gobierno, este año muchos de sus indicadores se estabilizaron. La política de seguridad democrática fue exitosa para bajar las cifras de violencia que durante el período 1998-2002 habían alcanzado picos históricos, y para neutralizar la sensación de colapso que había en el país. Pero ello no quiere decir que estemos cerca del fin de la guerra. Más bien el país volvió este año a un estado que el profesor Francisco Gutiérrez llama "38 de fiebre", el mismo statu quo de guerra de guerrillas, profundamente rural, que ha mantenido Colombia durante los últimos 25 años: lejos de una solución militar, lejos de una solución política. Durante los años recientes, las fuerzas militares han mantenido la iniciativa de combate. Una tendencia que se inició en 1999 y que tuvo su 'pico' en 2003. Coparon todo el territorio nacional con Policía, soldados campesinos y se iniciaron campañas como la operación en el sur del país, que llevó a las tropas a los sitios estratégicos de la guerrilla, se logró una mayor protección de los centros urbanos y las principales carreteras y, en consecuencia, los planes ofensivos de las Farc se tuvieron que aplazar. En 2005, aunque la iniciativa sigue siendo de la fuerza pública, los resultados de las operaciones han descendido. En particular, en el sur del país. La guerrilla se dispersó hacia otras zonas en pequeños grupos, llevó las tropas a una guerra de desgaste, y guardó muchas de sus energías para el final del gobierno de Uribe, o sea, ahora. Las Farc aprovecharon los flancos débiles de las fuerzas militares para atacar en masa, como pasó en Iscuandé, Nariño, y en Mutatá, Antioquia, en febrero. Muchos ataques y emboscadas similares se hicieron a lo largo del año. En junio dieron el golpe más duro en Teteyé, Putumayo. Sus blancos no fueron sólo los militares. A mediados del año la guerrilla se ensañó contra Toribío con un hostigamiento sistemático durante dos semanas, que, aunque no tuvo la contundencia que los guerrilleros esperaban, dejó en evidencia que en el norte de Cauca el control estatal es aún muy precario. Posteriormente, las Farc le dieron una bofetada a la fuerza pública cuando en una acción comando en Puerto Rico, Caquetá, masacraron a los concejales de ese municipio, a 20 pasos de la garita de la Policía. Como si fuera poco, las Farc paralizaron en octubre a Arauca, cuando decretaron un paro armado. Este departamento, considerado en un principio el laboratorio de seguridad de Uribe, volvió a vivir el terror, y quedó la sensación de que la guerrilla sigue fuerte. ¿Significa todo esto que fracasó la seguridad democrática? Sería más preciso decir que la estrategia cumplió algunos de sus más importantes objetivos, pero se ha quedado corta para nuevas realidades. Y el gobierno no parece tener la flexibilidad para hacer los virajes que necesita, ni la autocrítica suficiente para rectificar. Aunque muchos expertos subestiman el body count (conteo de cuerpos) como un indicador para evaluar cómo le va a cada bando en la guerra, resulta revelador el dato de que este año fue dado de baja un 5 por ciento menos de guerrilleros que el año pasado, en cambio la fuerza pública perdió 14 por ciento más de sus hombres. Esto refleja la intensidad de la ofensiva de los militares. Según un informe de los analistas Jorge Restrepo y Michael Spagat, del Centro de Recursos de Análisis para el Conflicto (Cerac), el número de combates entre guerrilla y fuerza pública es muy alto, pero viene cayendo desde hace dos años, y aunque en el último lustro los enfrentamientos eran favorables a la fuerza pública, en el segundo semestre de este año la tendencia empezó a invertirse. Las deserciones individuales disminuyeron un 12 por ciento. A pesar de que estos desertores han entregado información para capturas y hallazgos de caletas, muchos de los 8.600 desmovilizados son combatientes rasos que no poseen información valiosa. Este año quedó al desnudo que la nueva retaguardia de las guerrillas, y en especial de las Farc, son los países vecinos. En este terreno los militares pueden hacer muy poco. Es el Presidente quien debería tener una estrategia diplomática inteligente para lograr la cooperación de ambos países. El 2005 arrancó en dirección contraria con la captura ilegal de Rodrigo Granda en Venezuela, que generó una grave crisis diplomática entre los dos países. Con Ecuador, el Plan Colombia y las fumigaciones han sido una fricción permanente, aunque hay ciclos de mayor cooperación entre ambas naciones. La estrategia política falla también hacia adentro. Se suponía que una primera fase del Plan Patriota significaba la llegada de la fuerza pública a todo el territorio. Después se iniciaba una fase de consolidación, con la llegada de las instituciones, la inversión social y una promesa de progreso para las regiones golpeadas por la guerra. Para ellos se creó un Centro de Acción Integral, cuya labor se ha concentrado sobre todo en asistencia social que bien se puede considerar de emergencia. En muchas áreas, los militares se han quedado solos. Más grave aun resulta que las zonas recuperadas por la fuerza pública, como Cundinamarca, donde hubo resultados estratégicos contundentes, en lugar de ser consolidadas por el Estado, fueron copadas en algunas partes por paramilitares. Situación que también es crítica actualmente en Meta y Guaviare, departamentos del Plan Patriota donde las desapariciones forzadas y los homicidios se han incrementado, gracias a la presencia de disidencias de las autodefensas. En otras regiones del país, aunque la desmovilización de los paramilitares ha servido para bajar los homicidios, éste puede ser un espejismo que se deshaga en un futuro próximo si, como teme el propio Comisionado de Paz, Luis Carlos Restrepo, fracasa la reinserción de las AUC. Las debilidades en la seguridad democrática se hicieron evidentes hace rato, pero el gobierno no hizo a tiempo los virajes necesarios. El Presidente gastó papel, saliva y tiempo, intentando convencer a la opinión pública nacional e internacional de que en Colombia no había un conflicto y que las guerrillas no eran insurgentes, sino narcoterroristas. Al final del día, tuvo que mirarse en el espejo de una guerra irregular, con unas guerrillas que aspiran al poder y que actúan para horadar la legitimidad de la democracia y el Estado colombianos. A pesar de estos desvaríos, los logros de la seguridad democrática son un punto de partida importante para quien gane las elecciones en mayo próximo. Pero son sólo un partidor que exigirá fórmulas políticas audaces y duraderas si es que la guerra se prolonga en el horizonte del futuro colombiano, como seguramente ocurrirá. Audacia política que también se requiere para ponerle fin a la confrontación, a través de una negociación. Un escenario, infortunadamente, muy remoto.