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“Conocí el infierno”

El coronel Alvaro Acosta relató en exclusiva para SEMANA la pesadilla que vivió durante los 14 meses que estuvo en poder de las Farc.

9 de julio de 2001

Esta solo. Perdido en sus pensamientos. Su cuerpo permanece conectado a una serie de aparatos que miden su presión arterial y su ritmo cardíaco. Un tanque de oxígeno le ayuda a respirar y a través de una larga y angosta manguera se alimenta gota a gota con suero. Desde que recobró su libertad el pasado martes no ha probado bocado. Sus pequeños ojos se clavan en el ventanal que da a la calle y que desde el séptimo piso de la Clínica Valle del Lili se divisa buena parte de la ciudad de Cali. “Estoy contemplando la luz de la libertad. Hace 14 meses no la veía. En la selva la noche es muy oscura. Y desde un cambuche sin ventanas el encierro se convierte en una especie de catalepsia en la que uno no sabe si está vivo o muerto”.

Las palabras del coronel Alvaro Acosta parecen brotar de la nada. Su cuerpo maltrecho habla por sí solo de las penurias que soportó durante esos 14 meses que permaneció en poder de las Farc. En ese lapso perdió 25 kilos. También perdió el movimiento de sus piernas y sus brazos, apenas si los puede levantar. Una hernia en su columna lo tiene prácticamente inmovilizado. Durante esos 14 meses de cautiverio 30 hombres de las Farc se turnaron para movilizarlo de un lado a otro por las montañas del Valle del Cauca y del Tolima. Soportó jornadas de hasta 17 horas de camino metido dentro de una hamaca guindada de dos palos que se terciaban al hombro los guerrilleros. “Aprendí a sobrevivir con el dolor. Ese que un día me quería matar y que estuvo a punto de lograrlo. Pero la voz de mi pequeña hija Daniela me hizo desistir de la idea. Ella me mandó un mensaje grabado que me entregaron los guerrilleros el 22 de diciembre. Mi pequeña me decía: ‘Papito, no te mueras porque te necesito”.

Ahí, sentado frente a la ventana de su cuarto de enfermo, el coronel Acosta revivió esa pesadilla de horror que comenzó el 5 de abril del año pasado. Ese día le avisaron que la guerrilla había iniciado la toma del municipio de Barragán, localizado en las goteras de Tuluá, donde el coronel tenía su centro de operaciones. El, personalmente, como lo ha hecho a lo largo de su carrera, se puso al frente de la operación. Conocido como uno de los oficiales más troperos de la Policía, Acosta tiene las siete vidas de un gato. En la época de la guerra contra Pablo Escobar fue uno de los hombres clave en su persecución. A tal punto que el capo le puso precio a su vida: 400 millones de pesos. Sobrevivió a tres atentados en Medellín. Posteriormente lo mandaron para la Policía de Cundinamarca, donde por poco muere en una emboscada que le tendieron las Farc. Perdió a varios de sus oficiales pero finalmente logró salir con vida. Después lo mandaron para el Valle del Cauca y la guerrilla lo convirtió en objetivo militar.

Por esa misma razón ese 5 de abril abordó un helicóptero artillado junto con el piloto, capitán Sergio Fernando Cedeño; el copiloto, teniente John Alexander Ruiz, el técnico, intendente Harold González; el artillero José Ney Murillo, el enfermero Valencia y un oficial del F-2 del Valle, el mayor Rojas. Salieron para el pueblo de Barragán a apoyar las fuerzas que se desplegaban por tierra. “A las 4:30 de la tarde llegamos a la zona de combate. Era intenso. Había mucha guerrilla. Desde el aire el artillero apoyaba las acciones. Pero de un momento a otro el helicóptero comenzó a echar humo. El mecánico gritó que nos habían impactado y que teníamos que aterrizar de emergencia. El piloto comenzó a maniobrar. Buscó una zona despejada para realizar la operación. Nos alejamos del lugar de los enfrentamientos y a lo lejos divisamos una pequeña loma que tenía una planada. El piloto comenzó a descender y cuando estábamos a punto de aterrizar de entre los matorrales salieron por lo menos 12 guerrilleros, que comenzaron a disparar. Una bala acabó con la vida del piloto. El helicóptero perdió el control. Rebotamos contra el piso. Las ráfagas de metralleta no paraban. Y la aeronave daba vueltas loma abajo. Rodamos como unos 400 metros. Un enorme árbol detuvo los pedazos de helicóptero que quedaban. Adentro estábamos aprisionados el copiloto y yo. Los demás hombres salieron volando por los aires. Salí como pude. Tenía sangre por todas partes y casi no podía ver porque el ojo derecho me sangraba mucho. Unos segundos después logró salir el copiloto. Nos arrastramos por la cañada. Los guerrilleros no paraban de disparar”.



Coronel, ¿donde esta?

El coronel Acosta se pierde en sus recuerdos. Unos segundos después aparece el médico que ha atendido su caso. Desde que llegó a la clínica los especialistas lo han sometido a toda clase de exámenes, radiografías y escáners. Los resultados sólo se conocerán dentro de ocho días. El doctor le da una voz de aliento y antes de retirarse le dice que pronto van a salir adelante. Acosta retira la cobija que cubre su cuerpo y deja al descubierto las cicatrices de sus heridas. Sus brazos, piernas, espalda y cabeza tienen un recuerdo de lo que vivió en esos 14 meses de cautiverio. “Como pude me arrastré por el piso. Unos segundos después logré ubicar a tres de mis compañeros. Estaban con vida el copiloto, el técnico y el artillero. Ellos me ayudaron a moverme de ese infierno. Pero yo no podía más. Cuando habíamos avanzado unos 50 metros el helicóptero explotó. Los guerrilleros le habían lanzado granadas y no paraban de disparar. Avanzamos hasta una cerca de alambre. Y como pude me mantuve de pie. Ahí les dije a mis hombres: ‘Les voy a dar una orden. Ustedes se van y yo me quedo. Ustedes tienen que salvarse, yo ya no puedo más’. No se querían ir. Nadie se movía. Pero finalmente los convencí. Cuando ellos se fueron perdí el conocimiento y me caí en medio de una cañada, en la que no paraba de llover”.

Dos enfermeras ingresan al cuarto del coronel Acosta. Lo conectan a varios aparatos para tomarle la presión y la temperatura. Una de ellas le dice que pasará toda la noche de guardia y que si necesita algo no dude en llamarla. El coronel asiente con la cabeza y retoma el hilo de su narración. “Comencé a escuchar varias voces que me llamaban: ‘coronel, coronel, coronel Acosta. Somos de la Cruz Roja. ¿Dónde está?’. La voz no me salía. No podía gritar. Pero por fin dije: ‘Aquí.... por aquí estoy.... No me puedo mover... estoy malherido’. Miré el reloj y eran las 11:30 de la mañana del 6 de abril. Había permanecido inconsciente desde el día anterior. Sangraba mucho. El dolor de la espalda era insoportable. Junto a mí llegaron 15 hombres. No eran propiamente de la Cruz Roja. Eran de las Farc. Les dije: ‘Si me van a torturar es mejor que me maten de una vez. No aguanto más dolor. Háganlo ahora mismo’. Cerré los ojos a la espera del tiro de gracia. Uno de ellos habló. Era el jefe del grupo y me respondió: ‘Usted es un coronel de la Policía. Los mandos superiores ya saben que está en nuestro poder. Y la orden es cuidarlo y llevarlo con vida hasta el campamento. Usted es un botín de guerra y vale mucho para el canje. Usted será el hombre del canje’. Les dije que no podía levantarme. Que no podía caminar. Tenía una profunda herida en la cabeza. Las manos y piernas estaban muy laceradas. Cuando me lograron quitar el chaleco antibalas, tenía ocho impactos de bala”.

Su pequeña hija Daniela lo toma de la mano y le pide que se calme. “Por mi mujer, que movió cielo y tierra para que no se olvidaran de mí y de mis hombres. Por mi hijo, quien también quiere seguir los pasos de su padre, es que estoy aquí vivo”. Guarda silencio. Y con voz muy pausada dice: “Traté de suicidarme en tres oportunidades. Una vez estuve tentado a tragarme todas las pepas de sedantes que me daban para calmar el dolor. En otra con una lata de atún pensé en cortarme las venas. Y la última vez tuve una navaja en mis manos y estuve a punto de quitarme la vida. No lo hice porque una vez en uno de los campamentos donde estuvimos nos llevaron a un sacerdote. Le pedí que me confesara y la primera pregunta que le hice fue: ‘Padre, ¿qué tan grave es el pecado que uno comete cuando se suicida”?.

De nuevo regresa a esos momentos cuando sabe que está en manos de las Farc. “Dos guerrilleros me levantaron del fango y se dieron cuenta de que era imposible llevarme a lomo de mula. Entonces armaron un chinchorro y lo guindaron a un palo. Mientras tanto una enfermera se encargaba de curarme las heridas. De entre los matorrales aparecieron otros guerrilleros, quienes habían encontrado a mis hombres. Pregunté por la suerte del enfermero y un guerrillero me dijo que hacía media hora había muerto. Lo mismo había ocurrido con el agente del F-2. Les pedí que sus cuerpos se los devolvieran al menos a sus familias y no los dejaran tirados en medio de la selva”.



Marchas interminables

Lo que no tenía claro el coronel Acosta era que esa travesía se iba a prolongar por más de 25 días. “En la selva se pierde la noción del tiempo. A veces ni se sabe si está de día o de noche. Si es lunes o si es domingo. Las alas de la libertad se cortan de tal manera que es mejor no saber ni el día ni la hora para no seguir muriéndose segundo a segundo. Las marchas eran interminables. Los 30 hombres que nos custodiaban programaban marchas que, según ellos, iban a demorar entre 15 y 17 horas. Casi siempre lo hacíamos en el día. Pero cuando nos acercábamos a alguna población las tortuosas caminatas eran de noche.

“Nunca supe exactamente en dónde estuvimos. Cuando me montaban en el chinchorro me ordenaban taparme la cara con una cobija. Y si llovía ellos me tapaban con un plástico. Lo único que supimos es que atravesamos La Línea para llegar al primer campamento”.

Desde que llegó a la clínica no ha podido pegar el ojo en la noche. Durante el cautiverio se acostumbró a dormir muy poco. Casi nada. Permanecía todo el tiempo despierto. Dejándose morir a pedazos. Las grageas que le suministraban para el dolor ya ni siquiera hacían efecto. Tampoco le producían sueño a pesar de que eran sedantes muy fuertes. En esas marchas siempre descansaban en cambuches. Nunca lo hicieron en casas de campesinos. Las Farc no querían que nadie supiera por dónde habían pasado el coronel Acosta y sus hombres. “Por fin llegamos al campamento. Allá nos recibió el comandante. Era Pablo Catatumbo. Me explicó que la única forma de presionar el canje era teniendo un oficial activo de mi categoría. Ordenó que trajeran a un médico. Habían transcurrido 35 días y sólo ahora alguien me iba a examinar”.

El pronóstico no fue nada alentador. La lesión en la columna era delicada y las heridas en la cabeza, brazos y piernas no estaban sanando. Le asignaron una enfermera y, desde entonces, cada vez que se movilizaban de un campamento a otro siempre iba en el grupo una mujer, que estaba a cargo del cuidado médico del coronel Acosta. “En ese campamento estuvimos cerca de tres meses. La disciplina era muy fuerte. Les tenían prohibido a los guerrilleros hablar con nosotros. Tampoco les permitían jugar ajedrez o cartas. Ellos tenían una misión muy clara y la cumplían al pie de la letra. Los días pasaban muy lentos. Entramos en una gran depresión. Y yo llegué a la conclusión de que tenía que buscar mi final. No podía seguir postrado en un cambuche y comiendo sólo pan y jugos porque la demás comida no la soportaba. Entonces decidí que había llegado la hora de acabar con mi vida. Y comencé a enfrentarme con los guerrilleros. A provocarlos. Una noche le dije a uno de ellos que me matara. Que sacara el arma y me pegara un tiro. Y que si no era capaz era porque no era hombre. Le grité insultos, lo ofendí. Traté de tomar su arma. Pero esos intentos fracasaron”.



Amor blindado

“La vida me la devolvió mi esposa. Por la Mona estoy libre”. Ella está sentada a su lado. Sabe que hizo lo imposible para que el gobierno no se olvidara del coronel y lo dejara enterrado en vida en medio de la selva. Golpeó todas las puertas que pudo. Se metió al monte hasta que logró entrevistarse con Pablo Catatumbo y ese día entendió que tenía una difícil y complicada misión. “El me dijo que si quería volver a ver con vida a mi esposo tenía que presionar al gobierno para que se hiciera el canje. Yo no sabía nada de eso ni a dónde ir. Entonces decidí que la única salida que tenía eran los medios de comunicación. Y allá llegué para contarles mi drama”.

Nora Alba Galvis es una mujer para la que no existen las fronteras. De temperamento fuerte. Que sabe abrir puertas para que la escuchen. Hace más de 20 años se casó con el coronel Acosta. Y su luna de miel la pasó tras una trinchera en un municipio de Antioquia cuando llegó la guerrilla y estuvo a punto de matar a su marido. Los dos se metieron detrás de una barricada y con fusil en mano se defendieron hasta salvar sus vidas. Se acostumbró al riesgo. A vivir con el Credo en la boca. Como cuando la llamaban a su casa en Medellín para decirle que ahí le mandaban a su esposo en un cajón. O como cuando oyó la noticia por la radio, el 5 de abril del año pasado, que el helicóptero en que iba su marido había sido derribado y que había tres muertos.

“Desde ese mismo día me metí al monte. A preguntarles a los campesinos si lo habían visto. Hasta que me convencí que estaba con vida”. También se metió al Caguán, disfrazada, con otro nombre. “Sólo quería hablar con el ‘Mono Jojoy’ y preguntarle por la suerte del policía Alvaro Acosta. Lo tuve muy cerca. Pero él no tuvo tiempo para atenderme”. También le tocó enfrentar a los paramilitares. “Me llamaron a mi casa para decirme que no podía reunirme más con Catatumbo. Los mandé para la mierda. Les dije: ‘Si tengo que reunirme con el propio diablo para liberar a mi esposo, no duden que lo voy a hacer”.

Cumplidos los tres meses en ese campamento, donde Acosta y sus hombres trataban de recuperarse de sus dolencias, llegó la orden de abandonar el lugar. Un guerrillero que había desertado le había entregado información a las autoridades del lugar donde estaba el coronel. “Desde ese momento comenzamos a movernos. No permanecimos más de 45 días en el mismo sitio. El traslado de un lugar para otro deterioró mi estado de salud. En los siguientes dos meses hubo necesidad que de nuevo los médicos me examinaran. Lo hicieron como en unas cinco oportunidades. Entonces decidí que había llegado la hora de convivir con el dolor. Y lo hice porque un día de esos, en medio de la depresión y el desespero, recibí una luz que iluminó mi camino. Era una carta. Muy corta. Escrita por mi Mona. Y me decía: ‘En las noches busca la luna y allá me encuentras. Búscala y allá encontraremos el sueño que un día nos prometimos: llegar a viejos y morir juntos cogidos de la mano.

“Con la ayuda de mis hombres me puse de pie. Salí a la puerta del cambuche. El cielo estaba iluminado por la luna. Dejé caer mi cuerpo sobre la tierra. Y con las manos apuntando hacia el cielo le pedí a Dios que no me dejara morir”.

De nuevo una enfermera ingresa al cuarto. Es una visita de rutina. Revisa que todo esté bien y segundos después se marcha. “Desde ese día comenzamos a rezar el rosario. Lo hacíamos todas las noches. Nos trajeron una Biblia y leíamos los salmos. Mis compañeros de cautiverio habían entrado en un estado de depresión muy preocupante. Estaban muy agotados. Las jornadas de caminar eran cada vez más largas y más difíciles.

“Uno de esos días por fin salimos de la rutina. Estábamos atravesando un páramo. Con nosotros marchaban unos 50 guerrilleros. De pronto aparecieron encima de nosotros tres helicópteros artillados de la Policía. Igualmente tres avionetas. Nos pasaban sobre las narices. Los guerrilleros nos tendieron en el piso y sus fusiles en la cabeza. Estábamos metidos en un cultivo de amapola que la Policía estaba fumigando. Allí estuvimos como dos horas, recibiendo el glifosato que dejaban caer las avionetas. Eso mismo nos ocurrió en otras dos oportunidades. Recuerdo la última, casi a la misma altura del nivel de la montaña en la que estaba tendido envuelto en un chinchorro, vi la cara de un policía que apuntaba su metralleta contra el cerro. Vi sus ojos. Y no sé cómo no vio los míos”.

El coronel Acosta recuerda que el tiempo siguió pasando. Casi a cuentagotas. Siempre la guerrilla lo estaba desplazando. Por fin se ubicaron en un campamento para pasar las fiestas de Navidad. “Allá escuchábamos radio. Una madrugada, Harold González nos despertó en medio de una ansiedad incontrolable. Acababa de escuchar un extra de una emisora en la que decía que el día anterior se había llevado a cabo una reunión del Alto Comisionado de Paz y Marulanda en la que prácticamente había quedado firmado el acuerdo humanitario. Nos contagiamos de la felicidad. Hicimos planes. Incluso pensé que había llegado la hora de cortarme la barba, que ya me llegaba a la altura del pecho, y el pelo que caía sobre mis hombros. Pero la fiesta se aguó. Al sueño de libertad se le volvían a cortar las alas. Las noticias nos hacían mucho daño. Porque un día era felicidad y los otros ocho de depresión total.

“Así llegaron las fiestas de Navidad. El fin de año. Olvidados. La radio sólo hablaba de fiestas. Se habían olvidado de nosotros. Nadie más volvió a hablar de canje. Parecía que la guerrilla y el gobierno, todos, se hubieran ido de vacaciones. Y nosotros seguíamos metidos allá. Cuando estábamos a punto de desfallecer, el 31 de diciembre, a eso de las 9 de la noche, el locutor de una emisora que siempre escuchábamos, dijo: ‘Antes de seguir la fiesta, quiero que les dediquemos al menos unos minutos a los secuestrados. No podemos olvidarnos de ellos. Aquí, a mi lado, tengo la familia de tres de ellos’. Después de siete meses volví a escuchar la voz de mi mujer. De mis hijos. De mi familia. Lo mismo ocurrió con mis compañeros. Pegados al radio, mis hijos gritaban: ‘Papito, feliz año. Un brindis por ti’. Y nosotros, en medio de la noche, estábamos abrazados. En silencio queríamos que ese momento no se acabara nunca. Pero la realidad volvió de un tajo. La música continuó. Y las voces de nuestras familias no las escuchamos más”.



Alas de libertad

El coronel Acosta no para de hablar. Ha querido contar su historia sin dejar un solo detalle al azar. Lleva tres horas de relato. Y a pesar de que está agotado no quiere parar. Su rostro, curtido por el sol y ajado por sus sufrimientos, se ilumina cuando recuerda el sábado que se firmó el acuerdo humanitario. “Lo escuchamos por la radio. Pero no queríamos hacernos falsas ilusiones. Sólo queríamos escucharlo de labios del Alto Comisionado para la Paz o del Presidente. Pero las horas pasaban y nadie decía nada. Nadie se quería despegar de la radio. Y sólo a eso de las 9 de la noche oímos la rueda de prensa que dio el doctor Camilo Gómez. Cuando terminó nos tomamos de la mano. Rezamos el rosario. Cuando finalizamos, uno de mis hombres me dijo: ‘Coronel, estamos felices porque usted se va. Este sufrimiento no puede seguir padeciéndolo. Eso nos tiene muy contentos. No importa que nosotros nos quedemos. Lo importante es que usted se vaya’.

“No quería irme solo. Tenía fe en que Pablo Catatumbo cumpliera con su palabra. Sólo le había pedido dos cosas. Y una de ellas era que cuando saliera lo haría con mis hombres. La otra, que si moría en la selva mi cuerpo se lo entregaran a mi familia. El domingo en la noche el comandante me comunicó que había llegado la hora. Me entregó una máquina para que me cortara la barba y un guerrillero me cortó el cabello. Mis hombres me ayudaron a alistarme. Nadie decía una sola palabra. A las 10:30 de la noche me dijeron que había llegado la hora de partir. Frente al cambuche, y mientras los guerrilleros preparaban el chinchorro, me fundí en un solo abrazo con mi gente, que se habían convertido en mis hermanos. Les dije que no era capaz de irme. Pedí hablar con el comandante para comunicarle mi decisión. El se acercó y sin mediar palabra dijo: ‘Ustedes también se van’.

“Caminamos toda la noche. Desde hacía más de 40 días estábamos en un lugar donde casi no se podía ni respirar. Muy cerca de la cumbre del Nevado del Tolima. Las bajas temperaturas habían hecho estragos. Estábamos con bronconeumonía. Allá el sol sale con ruana. El viaje fue penoso. A nadie le respondían las piernas por el frío. La temperatura era de menos de 10 grados. Pero por la libertad uno mueve montañas.

“Por fin llegamos el martes al sitio acordado para la entrega. Nos ubicaron en un potrero. Apenas estaba amaneciendo. El reloj no avanzaba. La espera se hacía interminable. Pero por fin oímos los motores del helicóptero. Nos quedamos paralizados. Parecía que estuviera suspendido en el aire y no avanzara. ‘Por Dios, ese aparato no se mueve’, gritaba uno de mis hombres. La libertad estaba muy cerca. Miré atrás. Parte de mi vida se quedó en esas montañas. Una buena parte de mi salud quedó enterrada en las noches en que el dolor me ganaba la partida hasta perder el conocimiento. Miré atrás por última vez. Para dejar enterrado ese pasado. Cuando miré hacia delante me topé con la cara del Alto Comisionado. Me aferré a él como un niño. Y sólo le dije: ‘Gracias, muchas gracias... Que Dios lo bendiga”.