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rumboLa Asamblea Nacional Constituyente fue instalada el 5 de febrero de 1991, con el ánimo de reformar un sistema político bloqueado por el bipartidismo. | Foto: Archivo Particular

POLÍTICA

Los 25 años de la Constitución de 1991: cumpleaños ¿feliz?

La Constitución de 1991 ha obtenido grandes logros en materia de derechos ciudadanos, tiene tareas pendientes en reformas políticas, y está rajada en descentralización y justicia.

2 de julio de 2016

Hace 25 años la euforia reinaba en el país. El 4 de julio de 1991 la Asamblea Nacional Constituyente, después de unos días traumáticos de redacción final en el Instituto Caro y Cuervo al norte de Bogotá –con textos extraviados y apagón de sistemas–, promulgaba una nueva Constitución. En la fiesta colectiva los colombianos celebraban el desbloqueo institucional: después de varios intentos de reformar a fondo la Carta de 1886, fallidos en el Congreso o tumbados por la Corte Suprema, Colombia no solo lograba un cambio de su texto constitucional, sino uno totalmente nuevo. De esta “carta de navegación para el siglo XXI”, como la denominó el presidente de la época, César Gaviria, se esperaban grandes objetivos: la construcción de una democracia más profunda, mayores garantías para los derechos fundamentales de los ciudadanos, y la paz.

Un cuarto de siglo puede ser demasiado corto para hacer un balance sobre una Constitución. Más aún cuando la Constituyente de 1991 diseñó una Carta Política extensa, reglamentarista y detallada, que por naturaleza obliga a que algunos de sus aspectos muy concretos se vayan revisando en respuesta a distintas coyunturas. Hasta el momento van 41 reformas, casi dos por año, cifra que se menciona con frecuencia como prueba de que hace rato dejó de existir el espíritu que los asambleístas de esa época quisieron imponerle a la Constitución. Su antecesora, desde 1886 hasta 1991, solo había tenido 70 cambios. En Estados Unidos, la breve Carta de 7 artículos apenas ha tenido 27 enmiendas en casi 230 años.

Pero la conclusión de que la Constitución de 1991 no rige plenamente es, por lo menos, apresurada. Algunas de las 41 reformas –3 en el gobierno de Gaviria, 4 en el de Samper, 5 en el de Pastrana, 15 en los de Uribe y 11 en los de Santos– no son sustanciales o son contrarreformas que regresan al espíritu inicial contemplado en 1991. Un símbolo de las primeras es haber recuperado para la capital del país el nombre de Bogotá, modificado originalmente por el de Santa Fe. Otro es la despenalización de la dosis personal de drogas ilícitas: un primer fallo de la Corte Constitucional así lo estableció en 1998, un acto legislativo lo echó para atrás en 2009 –gobierno de Álvaro Uribe– y una nueva decisión de la corte lo volvió a dejar vigente.

Reformas y contrarreformas

En cuanto a reformas y contrarreformas sobre un mismo asunto hay varios ejemplos, pero el más llamativo es el que prohíbe la reelección presidencial. Los constituyentes habían adoptado esta norma con la convicción de que sin las posibilidades de regresar al poder, los ex perderían un poder desproporcionado y de esa manera se abriría el juego político para facilitar nuevos liderazgos, más pluralistas. Uribe logró cambiar “el articulito” en 2005, y después Juan Manuel Santos, en 2015, propició el regreso a la fórmula inicial.

También ha habido modificaciones necesarias. Como la que en 1997, en el gobierno de Ernesto Samper, anuló la prohibición de extraditar nacionales, adoptada por la Constituyente bajo sospechas y versiones de amenazas directas de los entonces todopoderosos carteles de la droga. No todos los cambios han sido malos.

De modo que el número de enmiendas –41– no necesariamente significa que una contrarreforma echó para atrás todos los avances. Por el contrario, su aspecto más importante –la llamada Carta de Derechos– no solo se mantiene sino que se ha profundizado. La Carta de 1991 le quitó a la Corte Suprema de Justicia la tarea de garantizar la constitucionalidad de las leyes y creó la Corte Constitucional para el efecto. Este organismo ha profundizado la modernización normativa en el último cuarto de siglo en asuntos como la eutanasia, los derechos de las parejas del mismo sexo y la despenalización de la droga. Ha completado las tareas de la Constituyente. Según Manuel José Cepeda, consejero presidencial durante el periodo de la Asamblea y posteriormente magistrado de la Corte Constitucional, “ninguna de las dos ideas fundamentales (de la Carta) han sido afectadas por las reformas: el reconocimiento generoso de los derechos, confiándoles a los jueces su protección, y la limitación efectiva del poder, tanto público como privado”. En igual sentido la especialista Catalina Botero –líder del movimiento Séptima Papeleta que luchó por que se convocara la Constituyente y luego magistrada auxiliar de la corte– dice que “la Constitución de 1991 creó tres figuras fundamentales para la construcción de un Estado social de derecho –la acción de tutela, la carta de derechos y la Corte Constitucional–, y, mientras estos tres pilares continúen funcionando, se mantiene la esencia de esa Carta”.

Esos tres mecanismos han cambiado la vida de millones de colombianos. En 25 años “han interpuesto casi 7 millones de tutelas, en su mayoría en temas referentes a derechos como pensión, salud, trabajo y derechos humanos”, según Botero. Decisiones lícitas de los ciudadanos sobre opciones que tienen que ver con el libre desarrollo de la personalidad han llegado a ser parte de la normalidad cotidiana, la sociedad se ha abierto a maneras plurales y diversas de ejercer la libertad y ha aprendido a aceptar decisiones individuales disímiles y a convivir con ellas.

La corte y la tutela han sido una combinación que ha acercado el derecho a la gente común y corriente y se ha convertido en un instrumento eficaz y creíble para todo el mundo. La Constitucional también ha cumplido su objetivo esencial de evitar excesos y abusos de poder. Aunque permitió la reforma para que Álvaro Uribe pudiera ser reelegido en 2006, después frenó el intento de una nueva candidatura en 2010. La lista de fallos históricos es larga.

La política

Pero si en el último cuarto de siglo se pueden encontrar cambios positivos en materia de derechos individuales, no se puede decir lo mismo desde el punto de vista de la política. En muchos aspectos, esta se ha deteriorado. Según las encuestas, sus principales instituciones –los partidos y el Congreso– se han desprestigiado. Las elites han perdido también capacidad de consenso y decisión, hasta el punto de que la Justicia –Corte Constitucional y tribunales– con frecuencia resuelve asuntos legislativos o electorales que por naturaleza pertenecen a la órbita política. Si una hija preferida del proceso constituyente, la Corte Constitucional, ha sido un motor que empuja hacia el reformismo progresista, la clase política y las instituciones tradicionales han actuado como un freno y, en algunos casos, como una fuerza contrarreformista.

La Constitución de 1991 logró su objetivo de modificar el bipartidismo que había dominado la política y las elecciones durante un siglo y medio. La actividad partidista nunca volvió a ser, después de la Constituyente, igual que antes. Cambio hubo. Sin embargo, el sistema de partidos ha tenido una evolución contradictoria. La proliferación de organizaciones formales –llegó a superar las 70– fue decantada con una reforma posterior que produjo el actual multipartidismo moderado, en el que hay espacio para seis u ocho partidos formales, con representación en el Congreso. Ninguna de las recetas ensayadas ha fortalecido su capacidad de representación ni ha curado sus mañas clientelistas.

Esta experiencia demuestra que el comportamiento político no responde a las modificaciones normativas, sino que se acomoda a ellas. El sistema de justicia para los senadores y representantes, por ejemplo, ha permitido que un número nunca antes visto en la historia haya perdido su investidura. Y algunas de esas leyes se han endurecido, como la que establece la silla vacía: que el partido al que pertenece un congresista que enfrenta un proceso judicial pierda la curul.

Sin embargo, los políticos se las arreglan para elegir a parientes de los que han perdido su silla, o a amigos que obedecen a los mismos intereses. El modelo clientelista ha obstaculizado la eficacia de las reformas políticas y la limpieza de la composición del Congreso. Juan Carlos Flórez, historiador y concejal, afirma que “hay una contradicción entre la esperanza de transformación (que creó la Constituyente de 1991) frente a la realidad que siguió. La masacraron la capacidad del clientelismo para mutarse y una corrupción desbocada”. En palabras de Armando Novoa, exconstituyente y destacado activista en la defensa de la preservación del espíritu original de la Carta, “en 1991 tuvimos más Constitución que ciudadanía, y seguimos en lo mismo”.

Participación popular y descentralización

Hace 25 años, cuando se redactó la nueva Constitución, el presidente de la época, César Gaviria, preveía que Colombia reemplazaría la democracia representativa por la democracia directa. La Constituyente había sido posible gracias a manifestaciones de la ciudadanía –la Séptima Papeleta y la propia Constituyente– mediante mecanismos informales porque las reglas de juego establecidas por la Carta anterior no las preveían. La nueva incluyó, en consecuencia, elementos de expresión directa de las personas: la consulta popular, el referendo, el plebiscito y la asamblea constituyente.

Pero el balance de estos instrumentos es pobre. La mayoría de los intentos por ponerlos en marcha no ha funcionado. El presidente Andrés Pastrana propuso un referendo para revocar el mandato del Congreso, que tuvo que echar para atrás. Su sucesor, Álvaro Uribe, convocó a las urnas a los colombianos para que decidieran sobre 15 preguntas sobre asuntos varios, y solo aprobaron una: las demás no alcanzaron el umbral. Luego, la corte rechazó en 2009 por vicios de forma el referendo que iba a someter sus posibilidades de una candidatura para un tercer periodo presidencial consecutivo.

Igual suerte corrió el de la senadora Gilma Jiménez, que buscaba imponer cadena perpetua para los violadores de menores de edad, en 2009. Casi todos los intentos por poner a andar la ‘democracia directa’ han naufragado. (Y falta ver, ahora, si la corte actual acepta el plebiscito promovido por Juan Manuel Santos sobre los acuerdos de su gobierno con la guerrilla de las Farc).

Si la transformación de la política es una tarea pendiente, la descentralización administrativa es una asignatura pendiente. La Constituyente de 1991 luchó contra el cuestionado centralismo establecido por su antecesora de 1886, y adoptó la elección popular de gobernadores con atribuciones reales y recursos significativos para ellos y para los alcaldes. Con el paso de los años, la combinación entre dinero y debilidad institucional se convirtió en una oportunidad para la corrupción y para que mafias y organizaciones ilegales capturaran el poder local.

Recientemente se han hecho reformas para moderar la descentralización mediante métodos para diseñar y ejecutar proyectos supervisados por entidades técnicas del nivel nacional, y se aprobó una ley de regalías que distribuye los recursos de manera más equitativa. Pero sobre sus resultados no hay consenso y algunos mandatarios regionales las critican duramente. Antonio Navarro, expresidente de la Asamblea, exalcalde de Pasto y exgobernador de Nariño, considera que “no se ha podido buscar una fórmula perfecta para determinar la participación de las regiones en los recursos del Estado”; Catalina Botero, en contraste, afirma que “los problemas de la descentralización no son culpa de las normas constitucionales, que establecen un marco general, sino de no haber creado la institucionalidad adecuada y de haber permitido la acción de actores violentos y corruptos”.

La Justicia

Tampoco sale bien librado el balance en materia de justicia. La Fiscalía, creada por la Constituyente, ha sido un actor de alto protagonismo en la vida pública y ha logrado resultados en algunos casos puntuales. Pero más allá del carácter polémico de algunos fiscales generales –que no tienen que ver con la arquitectura institucional–, hay cuestionamientos por la persistencia de altos índices de impunidad y por la politización que sufrió la Justicia a raíz de decisiones de la Constituyente que involucraron a los magistrados en procesos electorales. Con el objetivo de mejorar lo existente –como la cooptación en la Corte Suprema, que se consideraba un mecanismo cerrado y rosquero– terminó por contaminar de clientelismo la administración de justicia.

Hoy se habla, incluso, de la conveniencia de convocar una nueva Constituyente para hacerle otra reforma, pues los intentos de varios gobiernos y del Poder Legislativo se han hundido en el trámite legislativo o en la revisión de constitucionalidad. Que la Corte Constitucional, hace poco, haya tumbado una reforma hecha por el Congreso para reformar el cuestionado Consejo de la Judicatura –¿el mundo al revés?– o las propuestas de regresar a viejas fórmulas como la cooptación en la Corte Suprema dan la medida de la gravedad del problema y sobre la falta de claridad con que se está enfrentando.

La Constituyente de 1991 tuvo aciertos, errores y aspectos polémicos. Entre lo positivo aparecen la tutela, un banco central independiente, la carta de derechos, la Corte Constitucional. Negativo fue haber aceptado la no extradición y no haberse metido con una reforma política a fondo, así como haber creado la Comisión Nacional de Televisión, que nunca pudo cumplir sus funciones. Y siempre serán motivo de polémica el sistema radical que adoptó en materia de descentralización, el exceso de detalle de sus textos, y la politización de la Justicia mediante laberínticos sistemas de elección en la rama.

La gran pregunta es si 2016, ante la necesidad de volver a hacer algunos ajustes institucionales y con un inminente acuerdo de paz con las Farc, vuelve a ser un momento constituyente como fue 1991, luego de la firma con el M-19. En ese entonces, la idea de reformar la Carta era popular y gozaba de amplia simpatía. Hoy la guerrilla, el uribismo y el liberalismo, entre otros, proponen una nueva convocatoria, aunque sus propósitos y motivaciones son tan distintos, que en lugar de converger en un consenso genera una profunda controversia. Y si bien las negociaciones con grupos armados en transición –el M-19 hace 25 años y las Farc ahora– podrían ser un denominador común entre los dos momentos, en la actualidad la Carta de 1991 tiene un mayor grado de aceptación y acatamiento que el que tenía la de 1886 hace un cuarto de siglo. El país y el posconflicto necesitan nuevos cambios –eso casi nadie lo niega–, pero no es claro que se logren con nuevos textos constitucionales.