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Corazones violentos

Dos mujeres detenidas en el Buen Pastor cuentan por qué mataron a sus maridos. Sus historias revelan que la violencia intrafamiliar es mucho más que un asunto judicial.

20 de junio de 2004

No hay sombra de remordimiento en sus ojos. Clemencia Arrieta y Carmen Salinas están sentadas en un patio de la cárcel de mujeres el Buen Pastor de Bogotá para contar su historia. Comparten un destino común: mataron a sus maridos. Y tienen razones de peso para no arrepentirse de ello.

Clemencia no deja de hablar sobre su pasado. Tiene 29 años, cinco hijos y una mirada esquiva. Es la estafeta de uno de los patios de la cárcel. Purga una condena de 23 años por el crimen de su marido, que confesó sin problema. Casi con orgullo. Seis años atrás, un 31 de diciembre, Tarcisio llegó a la casa buscando dinero para comprar un poco de marihuana. El vicio había deteriorado por completo una relación que ya cumplía ocho años. Gritó, insultó, como siempre. Clemencia siguió bañando a su bebé de 8 meses y en ocasiones le respondía las palabrotas a su marido. Estaba cansada de la rutina. De repente, el hombre le dio un puntapié al bebé, que voló por el aire de la cocina. "Cogí a mi niño en los brazos y sentí un suspiro. Le salía sangre por todas partes. Me subí en la moto y salí como loca para el hospital, pero no alcancé a llegar. En el camino se me murió. Volví para la casa totalmente perdida. Me encerré en el cuarto con el bebé durante cuatro días y a nadie le dije que estaba muerto. Dije que estaba dormido y me emborraché. Nadie se arrimaba porque yo tenía un revólver. Juré vengarme".

Durante dos años intentó saber del paradero de Tarcisio, que después del crimen se escapó de Mocoa, donde vivían. Cuando descubrió que se encontraba en el Caquetá, lo buscó y le dijo que volvieran, que todo estaba perdonado. Sólo tres días después, Clemencia le dio una certera puñalada en el corazón. "Esto es para sofocar mi rabia y mi pena, le dijo ella mientras lo remataba con 65 puñaladas más. Tal vez si alguien hubiera hablado conmigo, me hubiera sacado esa espina que llevaba adentro y no hubiera tenido que vengarme".

A Carmen, una mujer de 50 años con rostro campesino, le dieron una pena de 46 años por ser la autora intelectual del crimen de Samuel, su esposo. Cuando habla de lo que vivió se le quiebra la voz. Desde los primeros meses de matrimonio empezó su calvario. Los golpes, los insultos y la humillación se convirtieron en pan de todos los días. "Cuando tuve la segunda niña se enojó porque quería un varón. Me dijo que no la quería en la casa y me tocó esconderla durante tres meses en la canasta de la ropa sucia hasta que por fin él la aceptó. Después tuve un niño que me salió más negrito que los otros, entonces a Samuel se le metió que era hijo del cura". A medida que pasaron los años, la situación empeoró. El hombre dejaba encerrados bajo llave a los hijos y a la mujer, no les dejaba salir sin su autorización. Las entradas de Carmen al hospital se hicieron frecuentes. Los golpes que le daba su esposo eran tan tremendos que al final le astilló el fémur y quedó con una leve cojera. En adelante, su esposo la llamaría "la coja" burlándose de lo que él mismo había hecho en su cuerpo. Ese golpe marcó el principio del fin de su sufrimiento. Lo denunció ante la Fiscalía y ante una comisaría de familia. El respaldo de las autoridades la animó a separarse y embargar los bienes de su marido. Todo se encaminaba bien hacia el divorcio y de la Carmen sumisa y aguantadora quedaba poco. Había encontrado el camino para deshacerse de él. Sin embargo, en la comisaría de familia insistieron en una conciliación y en que pensaran en el futuro de los hijos. Al final, aceptaron volver a estar juntos. "No quería que pensaran que yo era una mujer mañosa". Carmen vio pasar por su cabeza todo su pasado, del que ya se creía liberada. Dice que simplemente unos días después de intentar la reconciliación su marido desapareció. Pero un testigo que se presentó ante la Fiscalía entregó pruebas de que Carmen había pagado para que asesinaran a Samuel.

Las historias de ambas mujeres muestran el extremo al que puede llegar la violencia doméstica. Ambas son victimarias, pero también víctimas que no contaron con

apoyo temprano para salir del infierno en que se habían convertido sus vidas.

Una violencia que parece menos grave en un país donde la guerra copa las cifras de muerte, pero que tiene unas implicaciones sociales como ninguna otra. Reparar los daños que hace la violencia en el corazón y la mente de un niño es una tarea de generaciones.

Por eso un primer paso que se ha dado en Colombia es refinar los instrumentos jurídicos para combatir esta violencia. Hace tres semanas el presidente Álvaro Uribe sancionó la ley 882 de 2004, presentada por el senador Carlos Moreno de Caro, conocida como Ley de los Ojos Morados. La ley es un pequeño paso pues modifica el código penal que contemplaba un agravamiento de la pena cuando la agresión ocurriera contra un menor. La nueva ley extiende las penas cuando la agresión es contra una mujer, un anciano o cualquier miembro de la familia en estado de indefensión física o sicológica. Los críticos de la ley consideran grave que se haya excluido de ésta la violencia sexual.

Si algo bueno tiene la Ley de los Ojos Morados es que vuelve a poner sobre el tapete un tema que preocupa cada vez más. No en vano durante el año 2003 la Fiscalía recibió 60.000 denuncias por estos delitos. Sólo en Bogotá, las 20 comisarías de familia que existen atendieron 40.000 quejas por violencia. Generalmente, golpes, empujones, puntapiés, y casi sin excepción, insultos que hieren fuertemente la dignidad de las mujeres y los niños. Pero estas agresiones suelen ir creciendo hasta llegar a extremos como los que describen Clemencia y Carmen.

"Aquí todo se arregla a los tiestazos", dice el sicólogo Jorge González de Medicina Legal, que le ha hecho un intenso seguimiento a este tipo de violencia. González constata dos preocupaciones: muchos de los conflictos familiares terminan en homicidio y las mujeres son las víctimas en el 70 por ciento de los casos. No obstante, los niños sufren el daño más profundo.

Por eso aunque se ha avanzado en lo jurídico siguen habiendo escollos muy grandes para enfrentar.

Por un lado, el código penal contempla que la violencia intrafamiliar es conciliable. Es decir, que la pareja puede ir a la comisaría y arreglar 'por las buenas' el problema. Pero esta conciliación no siempre es el mejor camino, como lo demuestra la historia de Carmen. "La violencia es el límite de distanciamiento en una relación y su daño es muy difícil de reparar", dice Margarita Olaya, asesora del Icbf en esta materia.

La falta de acceso a la justicia es otro grave problema. La historia de Clemencia es emblemática de ello. En ocho años sólo acudió una vez a la Fiscalía, pero como dice: "No me creyeron".

El tratamiento judicial no basta para un problema que cada vez más se percibe como un asunto de salud pública. Tanto el Ministerio de Protección Social como la Alcaldía de Bogotá y otros municipios vienen diseñando sus políticas de salud mental. La prevención y el tratamiento de la violencia en los hogares es parte fundamental de ella. Hasta ahora, la atención que brindan las autoridades está muy encaminada a la atención de emergencia y poco a una atención integral. "Muchas mujeres no se separan de los maridos que las agreden porque dependen de ellos económicamente. Esa mujer necesita apoyo para que salga adelante sin él", dice Consuelo Corredor, directora del Dabs de Bogotá.

Sin duda, la Ley de los Ojos Morados es un paso hacia adelante, pero no se puede sobredimensionar su alcance. Los temas de fondo siguen en el tapete y no tienen soluciones fáciles. La política sobre violencia intrafamiliar conocida como Haz Paz aún no ha desplegado toda la iniciativa institucional y de la sociedad civil para atacar un mal que se ha sembrado en la vida de los colombianos como cizaña.

Tal vez en el futuro mujeres como Clemencia o Carmen no tengan que tomarse la justicia en sus propias manos, y sobre todo, sus hijos no tengan que cargar con una historia de sangre y muerte por el resto de sus vidas.