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Hubo un manejo inadecuado por parte del gobierno. en un caso como el de la oea, los votos tienen que estar amarrados de antemano.

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Crisis con Venezuela: ¿misión imposible?

Hay perspectivas de arreglo. Pero disparates como el anuncio de la demanda ante la Corte Penal Internacional no hace si no complicar las cosas.

5 de septiembre de 2015

Lo más sorprendente de la derrota de Colombia en la reunión de embajadores de la OEA la semana pasada es que lo que se buscaba no era algo transcendental ni particularmente controversial. Era tan solo una reunión de cancilleres para exponer lo que está sucediendo en la frontera y escuchar los puntos de vista del resto de los miembros de esa organización. No se trataba de discutir una sanción, ni una moción de censura, ni una condena. Simplemente un debate. Por eso es que el fracaso de esa iniciativa, más que una derrota, fue una humillación.

Desde el punto de vista del gobierno sin duda alguna hubo un manejo inadecuado. La vergonzosa voltereta de Panamá fue la causante directa del resultado, pero eso no lo justifica. Las negociaciones para conseguir votos en ese tipo de organismos tienen que estar amarradas de antemano pero tienen que contar, como la mayoría de los contratos, con un margen para imprevistos. No pueden depender simplemente de un voto que se pueda cambiar a último momento.

Sin embargo la derrota no fue solo para Colombia sino también para la OEA. La denuncia que quería hacer el país era el más elemental de los derechos, y vetarla resulta totalmente anacrónico. ¿Para qué puede servir algo llamado ‘Organización de Estados Americanos’ si ni siquiera es posible abrir un espacio de diálogo sobre una disputa fronteriza entre dos de sus miembros? Sobre todo cuando hay de por medio serias y evidentes implicaciones humanitarias.

La voltereta de Panamá no es fácil de entender. La propia prensa de ese país, casi unánimemente, ha fustigado al gobierno por su actitud frente a Colombia. La explicación oficial dada por la canciller Isabel de Saint Malo de Alvarado de que era para que su país pudiera ser mediador entre Colombia y Venezuela en una etapa posterior es ridícula. Las verdaderas explicaciones solo pueden ser dos. La primera es una llamada de Maduro al presidente Varela de Panamá, cinco minutos antes de la votación, ofreciéndole arreglos financieros de deudas pendientes que tenían poca posibilidad de solución a corto plazo. La segunda es el hecho de que Colombia, por consideraciones tributarias, tiene que decidir en septiembre de este año si declara a Panamá paraíso fiscal o no. Eso ha sido considerado por el país vecino como una espada de Damocles inamistosa.

En todo caso, lo que vino después del episodio de la OEA no ha sido muy alentador. El presidente de la República pronunció un discurso en televisión con un tono enérgico que fue bien recibido. En medio del anuncio de una ofensiva diplomática para denunciar los atropellos cometidos en la frontera contra los colombianos, aludió a varias iniciativas, algunas más viables que otras. No obstante, la noticia del día fue la mención de que la Fiscalía está preparando una demanda contra Maduro ante la Corte Penal Internacional por los hechos de la frontera. Esa mención acabó siendo la novedad del momento y el balance, tanto para el primer mandatario como para el fiscal, no ha sido nada favorable.

La denuncia ante la Corte Penal Internacional es un despropósito. No solo no tiene ninguna posibilidad de prosperar sino que puede ser contraproducente. Para comenzar, la competencia de ese organismo es subsidiaria, lo cual significa que solo puede entrar en juego cuando la Justicia nacional no ha operado. Por otra parte, el umbral necesario para que un caso califique ante la CPI es muy alto. Técnicamente, para que la corte sea competente el crimen tiene que estar en una de estas cuatro categorías: genocidio, crímenes de guerra, crimen de agresión y crímenes de lesa humanidad. Y para que este último se configure hay que cumplir una serie de condiciones bastante complejas como sistematicidad en la comisión del crimen. La tragedia de los colombianos cargando colchones y neveras, obligados a dejar sus casas, aunque se trate de un acto hostil y una crisis humanitaria, no llena ninguno de esos requisitos.

A esto se suma que a Colombia no le conviene acercarse a la Corte Penal Internacional.

En primer lugar porque en relación con el proceso de paz, el país tiene que tener una actitud de respeto más que de subordinación frente a esa corte. Colombia ha hecho un gran esfuerzo para preservar su soberanía en cuanto a las decisiones jurídicas de ese difícil proceso, particularmente en lo relativo a la justicia transicional. Y en segundo lugar, porque algunos de los problemas del país, como los falsos positivos, la hacen vulnerable a una eventual intervención de la corte.

Por todo lo anterior, el presidente Santos se ha ido distanciando de la controvertida propuesta de recurrir a la Corte Penal Internacional. Sin embargo, aunque la Fiscalía en teoría es autónoma, no todo el mundo cree que el fiscal actuó como una rueda suelta en esa decisión, que al fin y al cabo fue incluida con gran énfasis en la alocución presidencial. Entre los entendidos, el agua sucia sobre ese tema le cayó inicialmente al fiscal Eduardo Montealegre. Su referencia a una hipotética pérdida de inmunidad y una eventual orden de captura contra Nicolás Maduro fue bien recibida en la galería pero fue considerada fantasiosa en círculos políticos y jurídicos.

La intervención del procurador Alejandro Ordóñez fue aún más lejos. Si bien Montealegre se había referido en términos hipotéticos y eventuales a la posible acción de la corte contra Maduro, Ordóñez dejó la impresión de que se trataba de una realidad que estaba a punto de suceder. Su tono fue más vehemente y contundente y mostró la carta que ya le había enviado a ese organismo pidiendo la orden de captura. Como nada de eso tiene ni pies ni cabeza, ver al jefe de la Justicia en Colombia y al jefe del Ministerio Público compitiendo por pantalla en lo que es inviable no contribuye a la causa.

La gravedad de semejante disparate es que la solidez del caso colombiano se fundamenta en que se trata de un enfrentamiento de un gobierno serio que tiene una causa legítima contra un gobierno no serio que está cometiendo un atropello. En eso coinciden a nivel internacional la mayoría de la prensa y de los opinadores calificados. Tan poco serio es considerado el gobierno de Nicolás Maduro que su denuncia de que un comando colombiano lo quiere asesinar con el conocimiento de Santos, haciéndose el de la vista gorda, ha pasado inadvertido. Si el gobernante de un país serio dijera algo parecido sobre el mandatario de otro país, sería una noticia de primera página en toda la prensa mundial. No obstante, como Maduro ha hecho este tipo de denuncias 17 veces, caen en oídos sordos pues la comunidad internacional lo tiene calibrado y ya no le cree. Que Colombia grite a los cuatro vientos que se le dicte orden de captura a Maduro es, ante los ojos de los venezolanos por lo menos, ponerse al mismo nivel.

En medio de todo esto el presidente Santos está en una sin salida. Si actúa con prudencia y con mesura ante las provocaciones de Maduro, evaluando con cabeza fría las implicaciones que puedan tener sus respuestas, queda ante la opinión pública –y no solo ante los uribistas– como un gobernante débil. Pero si asume un tono enérgico y belicoso, que le gusta a la mayoría de los colombianos, le estaría echando leña al fuego a una situación explosiva frente a una contraparte impredecible y puede tener consecuencias insospechadas.

Esas contradicciones tienen a los colombianos de a pie confundidos. Es difícil entender cómo las autoridades piden ahora que se meta a la cárcel a uno de los principales socios de los diálogos de La Habana. Igualmente no tiene mucha lógica que el presidente de Venezuela siga apoyando unos diálogos de paz cuyo principal protagonista es el hombre que supuestamente se hace el de la vista gorda ante planes de asesinarlo.

A todas estas, el presidente Santos ha tenido que caminar sobre una cuerda floja. En términos generales ha actuado con firmeza y serenidad con lo cual ha evitado un aumento en la confrontación. Si le hubiera hecho caso al clamor de retirar a Colombia de Unasur, o de sacar a Venezuela de su papel del proceso de paz, la situación estaría mucho más complicada de lo que está en la actualidad. Los diálogos de La Habana ya tienen vuelo propio y no dependen de Caracas, pero ponerles un palo en la rueda en la antesala de la culminación no tendría sentido y sí podría perjudicarlo. Chávez y Maduro han demostrado que cuando no hacen daño, hacen ruido.

En algunas ocasiones, sin embargo, el presidente ha caído en la tentación de alzar el tono como les gusta a sus compatriotas. Ese fue el caso de las tres condiciones que le impuso a Maduro para una cumbre con él: 1) la apertura de un corredor humanitario en la frontera; 2) el acceso de los desplazados a recuperar sus enseres; 3) el cumplimiento de los protocolos vigentes en materia de no maltrato. Esas eran condiciones elementales, a las cuales Maduro hubiera probablemente accedido si se las presentan como una solicitud en privado y no como una exigencia en público. Pero como el presidente de Venezuela tiene que hacer el papel del macho todo el tiempo, su respuesta fue, palabras más palabras menos, “amenazándome no van a llegar a ninguna parte”. Y lo malo de exigir condiciones es que no es nada fácil bajarse de ellas.

Afortunadamente en los últimos días la situación se ha ido decantando y se comienza a ver una luz al final del túnel. Maduro, a pesar de sus provocaciones, insiste ahora en un diálogo cara a cara. Santos, a pesar de sus condiciones, lo aceptó. Es de anticipar que si se reúnen no es para repetir un fracaso como el que tuvo la reciente reunión entre las dos cancilleres en Cartagena. No obstante la agenda no es fácil de acordar. Para comenzar, los problemas que menciona Maduro no son ficticios y existen de tiempo atrás. Lo que sucede es que han sido inflados en forma desproporcionada con un lenguaje beligerante con claras consideraciones electorales. Maduro los ha interpretado en forma sesgada y es ahí donde surge el conflicto. Lo que él llama “paramilitares” son en realidad bandas criminales (bacrim); la devaluación masiva del bolívar no se debe a Colombia sino al exceso de controles que hay en Venezuela; y el contrabando de gasolina no obedece a codicia de este lado sino a que allá la regalan. El origen de la pelea, por lo tanto, no son los problemas sino la distorsión con que están siendo presentados para obtener réditos políticos.

Pero si bien Maduro puede tener razón en que hay problemas en la frontera, los requisitos que ha planteado para una solución son irracionales. Él considera que el mercado cambiario de la frontera es una guerra económica de Colombia contra Venezuela y que por lo tanto hay que cerrar todas las casas de cambio. Igualmente exige acabar con el contrabando, lo cual es algo tan utópico como pedir que se acabe la pobreza o la prostitución. A esto agrega que debe acabarse también el paramilitarismo, lo cual todo el mundo quiere y no es fácil de lograr. Y como si fuera poco pide que el gobierno controle a los medios de comunicación y vuelva al control de cambios de la época de Carlos Lleras para estabilizar la tasa de cambio venezolana.

Ante semejante memorial de exigencias Santos no puede desbocarse y coger un avión mañana. Se requiere bastante trabajo previo para asegurarse de que no regrese con las manos vacías. Más allá de los discursos incendiarios y del populismo chavista de Maduro, el hecho es que él también tiene un problema en sus manos. Echarse en sus hombros la responsabilidad de más de 12.000 desplazados sin comida y sin techo en su frontera no le sirve ni ante la comunidad internacional ni ante los millones de colombianos que según él viven en Venezuela y cuyos votos querrá tener en las elecciones de diciembre. Elecciones que dado el colapso de su país parece imposible que pueda ganar, lo cual ha llevado a algunos observadores a especular que el show de la frontera es para justificar una eventual suspensión de los comicios.

El hecho es que a pesar de las posturas de cada uno de los protagonistas a ninguno le conviene la prolongación indefinida de la crisis. No obstante la agresividad con que Maduro recibió las exigencias del presidente Santos para reunirse con él, son tan elementales que en alguna forma se están cumpliendo. De por sí ya el jueves se abrió un corredor humanitario que les permite a los niños venezolanos seguir yendo al colegio en Colombia. Y el segundo punto, que era permitir que unos camiones entraran a recoger las humildes pertenencias de los desplazados, es un problema menor, fácil de solucionar.

Conclusión: cumbre va a haber. El viernes por la tarde los cancilleres de Brasil y Argentina, Mauro Vieira y Héctor Timerman, se reunieron con María Ángela Holguín en Bogotá y propusieron ser mediadores. Al cierre de esta edición no se sabía si Santos aceptará el ofrecimiento. Quedaría también por determinarse dónde se realizará la reunión. Lo que está claro es que no será en Panamá.