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Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo, José Antequera y Leonardo Posada. | Foto: SEMANA

POLÍTICA

“No nos maten, por favor, no nos maten”

La democracia es una mentira si a la izquierda no se le respeta la vida. Análisis de Semana.com

Armando Neira
24 de febrero de 2014

Muchos colombianos se asustaron al escuchar al temido jefe guerrillero ‘Iván Márquez’ el jueves 18 de octubre del 2012 en Oslo, Noruega, en el inicio formal de los Diálogos de Paz entre el gobierno de la administración Santos y las FARC. Lo que debía ser un sencillo acto protocolario se convirtió en una bajada de ánimo general por el tono desafiante del insurgente.

Muchos años atrás, este mismo hombre, con su nombre real –Luciano Marín Arango–, suplicaba, en la Plaza de Bolívar, desde su curul de congresista que no los asesinaran, que a él y a todos los militantes de la Unión Patriótica (UP) les respetaran la vida, que lo que querían hacer, juraban, era política legal: “No nos maten, por favor, no nos maten”.

También años atrás, el joven concejal de La Plata, Huila, Luis Édgar Devia Silva abandonó el cabildo ante las amenazas de muerte. A diferencia de sus padres, que igual habían salido huyendo de su casa por el cerco de los violentos por ser liberales, este militante del Partido Comunista (PC) decidió enrolarse en las FARC con el alias de ‘Raúl Reyes’. Terminó muerto en un bombardeo en Ecuador con un prontuario de miedo.

En su juventud el nombre de Juvenal Ovidio Ricardo Palmera corría de boca en boca por las tierras de Cesar, pues Diomedes Díaz lo había incluido en su vallenato titulado 'El mundo'. Por aquel entonces él era un querido gerente del Banco del Comercio de Valledupar, que vivían en la exclusiva calle Santo Domingo, adyacente a la plaza Alfonso López, y que había crecido en un ambiente de privilegios. Apasionado por la política, optó por la izquierda con la ilusión de un soñador.

Pronto, empezó a ver cómo asesinaban, desaparecían o herían a sus compañeros de militancia. “El exterminio de la burguesía contra nosotros me obligó a irme al monte”. Entró a las FARC con el nombre de ‘Simón Trinidad’. Fue capturado y extraditado a Estados Unidos. Hoy está preso allá mientras los negociadores de esta guerrilla exhiben su imagen fotográfica en La Habana.

“No nos maten, por favor, no nos maten”, suplicaban. Pero los siguieron matando. No a uno, ni a diez, ni a cien ni a mil. Sino a 4.000. Todo un partido político desaparecido de la faz de la tierra en una de las páginas más vergonzosas de nuestra historia. Los mataron bajo el sol ardiente de Barrancabermeja, como a Leonardo Posada; o en una tibia carretera de Cundinamarca, como a Jaime Pardo Leal; o en el atestado aeropuerto El Dorado, como a José Antequera; o en un Puente Aéreo, rodeado una decena de escoltas, como a Bernardo Jaramillo.

¿Quiénes quedaron? Algunos cuantos que se contaban con los dedos de las manos y que debieron salir para el exilio. Entre ellos Aida Avella. Hay que contarles a los menores de 20 años que esta mujer fue una de las sobrevivientes de esta colectividad y que pasó 17 años sin venir a Colombia. Exactamente 17 años, seis meses y cuatro días. Toda una generación.

Se fue porque, como a sus compañeros de militancia, a ella también la iban a matar y porque ya no soportaba tanto dolor: “Cuando salimos de la Constituyente, en diciembre de 1991, me eligieron presidente de la UP y ahí fue Troya”, dijo a Semana.com en una entrevista. “Las amenazas no dejaban descansar”. Para la época era concejal de Bogotá a donde le llegaban las noticias de un país bañado en sangre. “Fue cuando aparecieron los ‘mochacabezas’ en Urabá, les quitaban la cabeza a nuestros compañeros, las colgaban en estacas, sobre todo en la diagonal San José de Apartadó”, recuerda.

“Algunos iban a sus fincas bananeras, les cortaban las cabezas y las mandaban en bandejas a los casinos de los trabajadores en la hora del almuerzo, con el mensaje de que si seguían en el sindicato, las cabezas rodarían. Jugaban fútbol con las cabezas de la gente que asesinaban, y esperaban a que vinieran las aves de rapiña a comerse los cuerpos”. El auge del horror en todo su esplendor.

El 17 de mayo de 1996, cuando se desplazaba por la autopista Norte a su oficina del Concejo de Bogotá, la atacaron con un rocket. “La muerte nos acariciaba. Recuerdo que había un extraño trancón, no podíamos avanzar. Vi un carro al lado del que salía un tubo, era como una bazuca. Después nos dispararon tres revólveres al tiempo, el carro quedó con 40 impactos de bala”. Asustada, con las pocas lágrimas que le quedaban, se marchó lejos.

Tras la decisión del Consejo de Estado de restituirle la personería a la UP, volvió a Colombia y decidió lanzarse a la Presidencia de la República. Y este sábado, en una de sus primeras correrías, por Arauca, fue objeto de un atentado.

En la mañana de este lunes varios comentaristas radiales relataron el hecho aunque atenuaron la gravedad porque, según ellos, en las encuestas sólo tiene el 1 % en la intención de voto, lo que matemáticamente hace que no tenga opciones reales de ganar las elecciones. Es al revés. El asunto es de extrema gravedad por la misma circunstancia. Hay que protegerla porque la democracia es la garantía absoluta de los derechos de las minorías. 

Asimismo, porque si la izquierda legal en Colombia no obtiene la absoluta certeza de que nunca jamás les va a pasar nada, la armada en La Habana no firmará la paz. Porque Aida Avella es el símbolo vivo de una tragedia que nunca debió ocurrir. Y porque así, valiente, honesta y a pesar de todo, jamás ha empuñado un arma. La democracia es una mentira si a ella le pasa algo.

Y no se trata sólo de ella, de su familia y de sus seguidores, sino también de aquellos jóvenes inconformes que nacieron en Colombia mientras ella estaba en el exilio y hoy quieren cambiar el país, hacer política con sus ideales y sus propuestas. Tenemos que darles las garantías absolutas a todos los Luciano Marín Arango, Luis Édgar Devia Silva, Juvenal Ovidio Ricardo Palmera, para que no haya ‘Iván Márquez’, ‘Raúl Reyes’, ni ‘Simón Trinidad’.