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Al padre Jacinto Franzoi le tocó comprar una discoteca en Remolinos del Caguán para construir la iglesia

religión

Cura para la paz

Al cumplirse 40 años de la muerte de Camilo Torres, la Iglesia de hoy ha renunciado a las armas, pero no a la tranformación social. El padre Jacinto encarna ese otro camino.

11 de febrero de 2006

Jacinto Franzoi es un hijo de la guerra. Y como tal, un pacifista. Nació en 1943, en Trento, Italia, cuando la Segunda Guerra Mundial había devastado su nación. "Sólo había hambre y pobreza", dice. La muerte de su mamá, cuando era apenas un niño, y la experiencia de la posguerra le imprimieron un carácter rebelde, al tiempo que lo forjaron como líder. Cuando apenas entraba a la adolescencia, su papá lo envió al seminario de La Consolata porque era la única manera de darle educación.

Allí encontró el clan, los amigos, pero también la disciplina. Su único momento de crisis fue cuando, en pleno noviciado, y siendo el número 10 del equipo de fútbol de los religiosos, vinieron a buscarlo dos clubes profesionales que tenían los ojos puestos en sus impetuosas piernas. Pero se reafirmó en la vida religiosa. Corría el año 1978 cuando fue enviado como misionero a Colombia, concretamente a Cartagena del Chairá, en Caquetá. Viajó durante 45 días en un barco de carga, en compañía de 12 aventureros. No habían transcurrido más de 10 días desde su embarque cuando supo que su papá había muerto. Tuvo la tentación de devolverse para ungir de agua bendita su tumba, pero se dio cuenta de que era inútil. Entonces siguió adelante. "En ese barco empecé a escribir mi diario, que más tarde publiqué con el título: 'Dios y coca".

La llegada al Caguán le confrontaría con todo lo que había leído acerca de la teología de la liberación. "Me tragué toda la literatura de Nicaragua y El Salvador. Venía con muchos sueños. Yo era joven y un poquito revolucionario. Pero vi que la guerrilla no tenía carne. No tenía una profecía", dice.

Los libros no podían anunciarle lo que conocería en Caquetá: la coca y la guerra. El amargo aprendizaje de la guerra le llegó muy temprano, cuando las Farc asesinaron a dos de sus catequistas. "Los acribillaron cuando iban a caballo. La guerrilla no aguantaba que hubiera líderes. Entonces les hice un entierro. No cabía ni un alma más en el cementerio. Así es la cultura de la muerte de nuestra gente: a un entierro, hasta los perros van. Y ahí entre la multitud estaban los asesinos. -dice- Yo me fui con toda una descarga en la liturgia. Escogí una página de Caín y Abel que dice que al que mata no hay que perseguirlo, pues ya tiene su castigo: andará como culebra por el desierto con el remordimiento de lo hecho. Pero todas esas leyendas parece que a los hombres contemporáneos no les suenan".

La segunda amarga lección se la dio el Ejército pocos meses después, durante un operativo. Traían tres cadáveres de guerrilleros colgados de un helicóptero y los descargaron desde la altura en el parque del pueblo. "Era un desafío a la decencia", dice. El padre se fue junto al corregidor a reclamar los muertos para enterrarlos. Los militares dilataron la entrega durante la tarde y la noche hasta que, en la madrugada, los cadáveres desaparecieron. "Decían que como eran bandidos, no merecían una sepultura. Esas frases me ofendieron mucho. Antiguamente cuando caía el adversario, se le rendían honores. Pero esta guerra no tiene honor".

El padre no se conformó y siguió buscando por todos los potreros alrededor del pueblo. "A los tres días encontré las fosas en el antiguo aeropuerto, y como los militares siempre me perseguían, aproveché para puyarlos con una ironía: díganle al presidente Turbay que el curita Jacinto de Cartagena del Chairá no aguanta más atropellos. ¿Por qué el Ejército de Colombia tiene que matar dos veces?"

Jacinto viajó a Italia por cinco años y cuando regresó, en 1988, todo había empeorado. Fue asignado como párroco de Remolinos del Caguán, un caserío que él había ayudado a fundar y que ahora le parecía irreconocible: "Una Babilonia". La coca se vendía en las calles, estaba lleno de prostíbulos y la violencia era el pan de cada día. "Ahí empecé a convivir con el delito, el chanchullo y la guerra", dice. Incluso, tuvo que comprar una discoteca para construir la iglesia.

"El Estado siempre ha hecho como si no existiera ese rincón de Colombia, como si este lugar no fuera un problema para la estabilidad de la democracia porque no tocaba absolutamente en nada la ciudad y el poder", manifiesta. Desde entonces, ha estado allí para defender la vida. Una labor que ha tenido más de un capítulo decepcionante. En 1992 ocurrió el peor de todos. Un sábado, en vísperas de las confirmaciones, la guerrilla tomó preso a un hombre que supuestamente había violado a un niño y querían fusilarlo en la plaza, en público.

"Todo el pueblo estaba allí gritando: ¡que lo maten, que lo maten! Entonces me metí en medio y saqué al preso y se lo entregué al inspector. Los niños del pueblo me perseguían y me hacían burlas: ¡mátenlo! gritaban. Me sentí defraudado. ¡Había arriesgado mi vida y mi reputación para cosechar esto! Decidí irme. Esa noche fue la más amarga de mi vida. Lloré porque entendí que había fracasado como cura y como hombre -dice-. A primera hora de la mañana decidí irme. Tenía la maleta lista, vacía, solo con mi rabia adentro, cuando todo el pueblo empezó a congregarse en la plaza. Había unas 700 personas. Los hombres reconocieron su error y me pidieron perdón, pero yo simplemente no era capaz de quedarme. Entonces vino un niño que el día anterior era de los que más me fustigaba. Y me dijo: Padre, yo era el que no le escuchaba ayer, le pido excusas. Ese niño me apachurró el corazón. Me encerré un momento en mi pieza y pensé: Jacinto, aquí te jugaron muy sucio ¿Qué vas a hacer? Entonces salí con valor y les dije a los padres: no es por ustedes que me quedo, me quedo por ese niño que vino a excusarse. Por él es que estoy trabajando".

El padre Jacinto se quedó a sabiendas de que tendría días felices, y otros amargos. La bonanza de la coca se acabó y al final quedó la miseria de siempre. Sólo que durante los últimos 15 años la iglesia se ha convertido en una columna moral, y en el motor de una naciente economía lícita basada en el cacao, el caucho y el ganado. Y para cumplir su promesa con los niños, este año entra en funcionamiento un internado para 60 jóvenes que podrán graduarse como bachilleres. Es decir, tendrán una alternativa diferente a la guerra y la coca. Muchos lo tildaron de loco por construir un colegio en lo más profundo de la selva. Pero en el corazón de Jacinto Franzoi todavía vibra ese muchacho huérfano y rebelde, diferente a los demás, que aprendió en Trento cómo se reconstruye una Nación después de la guerra. O aun en medio de ella. n