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La periodista Rocío Prieto movió cielo y tierra para demostrar la inocencia de su esposo, Humberto Gómez. El primer defensor público que lo asesoró le aconsejó que se declarara culpable

Crónica

Del sueño a la pesadilla

Luego de salir inocente de una cárcel de máxima seguridad en Nueva York, acusado por narcotráfico, el periodista Humberto Gómez escribió para SEMANA su dura odisea.

26 de abril de 2008

No era un viernes normal. Era gris y hacía mucho frío. No parecía un 14 de septiembre de otoño. Estaciono mi carro frente a un pequeño restaurante que habíamos montado con mi esposa en el que vendíamos comida colombiana. De repente saltan dos hombres con armas y me preguntan en un español raro: "You, es Conde". "No", les contesto. "You conoce Conde", "Sí, es un proveedor de productos colombianos, comida", les digo con una voz temblorosa. Mientras observan mis documentos y cruzan sus miradas, pienso : ¡Dios, algo raro está pasando!. "Llevémoslo", dice uno de ellos y se identifican como agentes de la DEA. Me ponen las esposas en las manos con los brazos atrás y comienza un dolor indescriptible en los dedos pulgares que llega hasta el alma. ¿Qué pasa? ¿Por qué me detienen?... "Ya sabe", me contestan.

Atrás quedaba mi esposa Rocío, su cara de angustia y sus ojos inundados en lágrimas. " ¡Linda, ellos son de la DEA, te juro que soy inocente, no sé qué pasa, por favor no les cuentes a los niños, comunícate con un abogado, llama al consulado, avísales a los colegas periodistas. Esto es una equivocación!"

El ruido ensordecedor de las sirenas apenas me dejaba pensar. A través de los vidrios oscuros de la camioneta y de sus rejillas se alcanzaba a vislumbrar las luces de la segunda ciudad que más quiero después de Bogotá, Nueva York. Ahora, pensaba en mis padres y en mis hermanos. Los va a destrozar la noticia. En mis amigos. ¿Creerán en mi inocencia?

Había oído hablar de las cárceles de máxima seguridad estadounidenses sin pensar jamás que algún día ocuparía una de sus oscuras celdas. Pero ahí estaba. Una inmensa mole de cemento. Repleta de violentos con sus tatuajes y de colombianos que han llegado desde la cárcel de Cómbita en Boyacá. Minutos después ya estaba como cualquiera de ellos. Reseñado. Ya vestía un overol caqui, camiseta, medias blancas y zapatos chinos.

Ya no me llamaba Manuel Humberto Gómez. Ya era el número 60397-54. Llego a una especie de cuartel del Ejército en donde hay 120 presos y 60 camarotes. En el recorrido alcancé a observar las duchas, los sanitarios, un comedor y escucho el ruido de un televisor. Sólo dos días después vine a entender por qué ese día todos me recibieron a gritos: ¡Culo mío, culo mío! ¡Déjeme al de gafitas que yo lo baño! Y los gringos: ¡Cula mío, please, cula mío! Lo único que sentí fue ganas de salir corriendo. Era una broma. Lo que llaman un fuerte simulacro de bienvenida. Pero las dos primeras noches no pude dormir.

Mi bonky o compañero de camarote era Roger, un muchacho colombiano. En los cuatro años que lleva en prisión escribió una novela a punta de linterna y agotando todos los esferos. Santos y Macarelas narra la historia de 12 niñas que se vuelven vendedoras de drogas en el East Village de Manhattan. Con él, comenzó mi primer trabajo en la cárcel. Corregir los originales de su obra.

Los días pasaban lentos. Sólo tenía contacto con los 120 que esperaban sus sentencias, pero sabía que había más de 2.500 hombres en esa mole de la Gran Manzana. Poco a poco mi vida se fue volviendo una rutina en medio de la oscuridad. Todo el mundo comparte pero igual, todo el mundo se calla. Es la ley del canazo: "Nada se sabe, todo se supone".

En las mañanas oraba una hora. Oía La W hasta las 9:30 en un pequeño radio que nos permitían tener. Luego ejercía mi rol de periodista. Dictaba un taller de redacción una hora antes del almuerzo todos los días. Mientras tanto, otros reclusos preparaban la comida. Los chinos, sus platos; los indios, los de ellos; los mexicanos, los suyos, y a los colombianos nunca nos faltaban los frijoles y el pollo con verduras. Por las tardes, me dedicaba dos horas diarias a enseñar a leer y escribir. Por las noches me devoraba las obras de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Ángela Cepeda, Álvarez Gardeazábal y Fernando Vallejo. A dos metros de mi camarote un recluso ojeaba Maxim; otro, GQ; otro recortaba "sus novias" de la SoHo colombiana. Mientras uno más allá, curiosamente mexicano, se devoraba SEMANA. Y a las 10 de la noche la luz se apagaba. En este encierro viví cinco meses durante los cuales sólo veía los rayos del sol cuando me llevaban a la Corte.

Ese lunes 16 de septiembre fue mi primera audiencia. Llegué a la Corte con las esposas en las manos y una cadena de unos 30 centímetros entre los tobillos que sólo me permitía dar pasos muy cortos. Estaba demasiado asustado. "¡All Raise...! The Judge Richard Sullivan presiding this Court!" La ansiedad que viví en ese momento es indescriptible. Me sentí tan pequeño y tan débil frente a este hombre sentado en un trono tan alto. Mis manos sudaban y sabía que en las de él estaba mi futuro.

"¡Case number 60397-54! ¡Stand up and raise your right hand!" (¡De pie y levante su mano derecha!) "¿Do you swear to tell the truth and no more than the truth?"(¿Usted jura decir la verdad y solo la verdad ). "Yes, I, do", contesté al oir la traducción a través de un audífono. Cuando escuché los cargos en boca de la fiscal Sara Lai, del Distrito Sur de Nueva York, sentí que el mundo se desvanecía. Me acusaban de ser un gran narcotraficante y podría ser condenado a cadena perpetua. Mi abogado, Howard Leader, hizo una amplia declaración sobre mi vida mientras el juez me miraba fijamente a los ojos. En medio de la angustia, el abogado me puso su mano sobre la mía y me dijo: "Tranquilo". Tiene que haber un error. le dije al juez. Nunca me he prestado ni jamás me prestaré para un acto de los que se me acusa. Les pido por favor que revisen mis cuentas, mi negocio de importación de productos alimenticios, mis bienes.

En cuatro audiencias similares a ésta, el juez Sullivan le dio la oportunidad a mi abogado de conseguir pruebas en Colombia que ayudaran a demostrar mi inocencia y a la fiscal de mostrar acusaciones más sólidas, pues con las solas conversaciones en las que yo hablaba sobre alimentos no eran suficientes para juzgarme como narcotraficante. En ese instante sentí que mis oraciones habían sido escuchadas.

En las siguientes cuatro semanas, mi esposa se convirtió en mi ángel guardián. Se volcó en pedirle ayuda a todo el mundo en Colombia. Rocío no dudó un solo segundo de mi inocencia. Y consiguió las pruebas que me salvaron de ser condenado. Testimonios de los verdaderos líderes de la organización, presos en la cárcel de Cómbita, reconocieron que me habían engañado. Que habían utilizado mi empresa para camuflar sus envíos de droga. Que yo era inocente.

La noticia de que había esperanzas de salir libre sólo me la podía dar ella, mi mujer. Ese día me afeité bien, me hice un corte de pelo con cuchilla de rasurar y me lo emparejé con cortauñas. Mis zapatos estaban impecables, también el overol. Cuando vi su hermosa sonrisa sabía que algo bueno estaba por venir. Me habló de los niños. Me contagió de su paz y de su tranquilidad. Me contó del apoyo de los amigos. Del consulado en Nueva York. Y mezcló su alegría con una inmensa tristeza cuando me habló de Guillermo, mi suegro. Los pequeños ojos de Rocío se llenaron de lágrimas. Lo entendí todo, se había ido.

Llegó el día de la audiencia definitiva. Eran las 10 de la mañana del 18 de abril. El juez Sullivan ingresó a la Sala, nos saludó a todos y le dijo a la fiscal: "¿Encontró usted nuevos elementos para demostrar la culpabilidad del señor Gómez"?. "No, su Señoría-dice la fiscal-, es inocente y pido su libertad sin ninguna condición. El señor Gómez habló con la verdad". "Señor Gómez -dice el juez- en nombre de los tres poderes, pedimos a usted disculpas. La Justicia estadounidense es infalible, y en este caso se equivocó. Tuvimos por cuatro meses y medio a un hombre detenido siendo inocente. Usted es totalmente libre, a partir de este momento. Sus derechos son restablecidos".

Mi abogado me dio la mano y un abrazo. Me despedí formalmente de la fiscal, Sarah Lai. Atrás quedaban casi cinco meses de mi vida y el recuerdo de una encarcelación injusta. Ya era un viernes iluminado. Con un azul intenso en el cielo de Manhattan, un encuentro espectacular con mi esposa, Rocío Prieto, y un abrazo inolvidable a mis hijos, Manny y Nicolás.