Home

Nación

Artículo

El 5 de Julio millones de colombianos se volcaron a las calles. Sus gritos por la libertad fueron la expresión del dolor por el asesinato de los diputados del Valle. El despertar de la solidaridad

acuerdo humanitario

Desde la oscuridad

Un año es igual a otro cuando se está en cautiverio. Sin embargo, 2007 ha sido uno de los más dolorosos para los secuestrados. Desde la distancia vivieron fugas, liberaciones, asesinatos, marchas, mediaciones y volvieron a la noche de la selva.

María Alejandra Villamizar M. Editora política de SEMANA
15 de diciembre de 2007

Si para los colombianos que siguen su vida normal, la cascada de noticias sobre el acuerdo humanitario resulta intensa, absurda y angustiosa, cómo será para los secuestrados. Con el radio pegado al oído en las madrugadas, sin dormir, sin comer, sin secarse la ropa mojada, con dolores y picaduras, sin compañía para recibir un abrazo y con pocas lágrimas para llorar, oyen por la radio cómo otros definen sobre sus vidas. Cómo se dicen cosas sin tenerlos en cuenta y cómo el mundo va andando mientras ellos siguen ahí, paralizados, estáticos, sin ver el horizonte, con la mirada corta y sintiendo que lo que evoluciona es su dolor.

Echar un vistazo al acuerdo humanitario y resumir lo que ha pasado en este año no es igual desde este mundo. El resumen que tendrán ellos desde ese laberinto de oscuridad ha de ser distinto. Unos hechos que afuera ocupan a políticos y gobernantes, y que para ellos sólo son golpes que, sin compasión, sin pausa y sin respiro, les coartan la poca esperanza que les queda de salir de donde están.

La noticia sin duda más devastadora debió ser la muerte de sus compañeros de cautiverio. El asesinato de los 11 diputados del Valle en junio fue como el asesinato de ellos mismos. Allí, hundidos en el fango del monte, recibieron el impacto de las noticias que, como una cadena macabra sin fin, les traían a la mente su propia muerte: "Mataron a los diputados del Valle, es un misterio lo qué pasó, no se sabe si entregarán los cuerpos; las Farc dicen que fue un enfrentamiento, el gobierno dice que los asesinaron a sangre fría. Se crea una comisión para recuperar los cadáveres; informaciones indican que encontraron la primera fosa, y la segunda y la tercera. En total son 11 los muertos. Los analizan en medicina legal; los cuerpos tienen varios impactos, las Farc los asesinaron a quemarropa, cada uno recibió mas de cinco tiros, etcétera, etcétera; las familias hicieron los funerales en privado, hay conmoción en el país".

Y así, sin parar. El asesinato de estos 11 colombianos, que por cinco años cumplieron con esfuerzo la tarea de sobrevivir a esa miseria de vida a que les obligaron llevar, condujo al país a reciclar su solidaridad. La descarada crueldad de las Farc quedó descubierta una vez más y desde el mes de junio, cuando se conoció del asesinato, hasta noviembre, cuando aparecieron las nuevas pruebas de supervivencia, el país se convirtió en un solo grito agudo e incesante clamando la libertad de los secuestrados. Un grito que no debe cesar hasta que estén libres.

Para entonces, un viejo profesor de escuela se echaba al cuello la lucha que el país no había dado. Sin más recursos que sus piernas, atravesaba el país en una marcha solitaria, como reclamo por el secuestro de su hijo, Pablo Emilio, cuando tenía 19 años. Gustavo Moncayo se cansó del paso de los días, se cansó de comprar el boleto de la esperanza cada vez que se decía que una nueva puerta para el acuerdo humanitario estaba abierta. Y decidió hacer algo. Lo que podía, que no era más que caminar. Caminar con su lenguaje simple, su acento pastuso y su figura común, se terció una cadena sobre los hombros y empezó a conquistar el corazón de los que vivían al lado de la carretera y que veían su paso como el de un valiente herido que se niega a morir desangrado. Pronto su mensaje empezó a calar. Los medios empezaron a seguirlo y los pueblos a preparar su recibimiento. Empezó el 17 de junio, 11 días antes de que se conociera la noticia del asesinato de los diputados, y el primero de agosto, cuando terminó con su llegada a Bogotá, el profesor Moncayo ya tenía el apelativo de el 'caminante de la paz'. Su cruzada era registrada por corresponsales extranjeros, y su estada en la capital como el primer huésped que ha tenido la plaza de Bolívar se convirtió en escenario de chismorrería nacional.

Cada paso de Moncayo, oído desde la selva, debía ser como una cucharada de más que se animaban a comer los secuestrados. Era un aliento para abrir los ojos ese día y salir a lavar la ropa, o emprender una nueva oración. Cada vez que Moncayo hablaba pidiendo la libertad de su hijo y de todos los secuestrados, allí, en el alma de cada uno de ellos, debía aparecer la lucha de sus propios padres, que Moncayo representaba. Cada secuestrado debió sentir que la llegada del caminante le devolvía un pedacito de amor por el país. Después de años de maldecir todo y a todos, de añorar todo y a todos, Gustavo Moncayo en 2007 fue el único y el mejor regalo, se acordó de ellos y por ellos luchó.

El acuerdo humanitario, sin embargo, continuó siendo sólo un concepto. Moncayo asistió incrédulo a las noticias sobre los asesinatos. De pronto ese país que él había despertado, aún sensible, decidió salir a la calle. Millones de personas, de pitos de carros, de pañuelos blancos y de voces se volcaron a gritar de dolor. Al país le ardía la piel, la barbarie sin nombre carcomía las conciencias y en una jornada de solidaridad, el 5 de julio, todos lloramos a los diputados y a los secuestrados.

Ellos también. A sus oídos debieron llegar las noticias de cómo de ciudad en ciudad les demostraban solidaridad. De pronto había un clamor por ellos, por los humildes soldados, por los desafortunados políticos, por el inocente Emmanuel -el hijo de Clara Rojas nacido en cautiverio- y, de paso, por todos lo que sin nombre y sin ser canjeables sufren la crueldad del secuestro. Ese debió ser el mejor día para todos. Seguramente desafiaron con miradas a sus captores, como quien se sabe acompañado de un hermano mayor, más grande y fornido, que lo defenderá de los agravios. Quizás ese día, un pedazo de orgullo volvió a sus vidas, quizás ese día lograron sonreír y quizá, pensaron que las marchas algo cambiarían.

Pronto, la rutina volvió a posarse sobre ellos. A las reacciones sobre la marcha vinieron las demás noticias, las de la para-política, las de las elecciones, las de la guerra, las de las peleas del presidente Uribe, las de los buenos resultados económicos y otras que dicen que Colombia es uno de los países más felices del mundo. ¡Cómo se reirán de dolor por dentro al oír todo eso!

El año había empezado con un gran sobresalto. El primero de enero, en la radio sólo se hablaba del rescate del ex ministro Fernando Araújo. La noticia, seguramente, los llenó de felicidad y de curiosidad. Como si su liberación fuera la de ellos mismos sentirían esa mezcla de satisfacción, ilusión y envidia. Si él pudo salir, tras siete años, ¿por qué no podría llegarles la hora a ellos? Araújo salió y les envió el mensaje valeroso de su resistencia. Su estado físico y mental sorprendió y para ellos debió ser un ejemplo a seguir. Lectura de lo que tenga a mano, paciencia, vivir cada día como el único, y escapar. Escapar cuando se pueda y no dejarse morir.

A los pocos meses, esa misma sensación se repitió. Jhon Frank Pinchao, subintendente del Ejército, flaquito y con los ojos desorbitados, apareció vivo y libre ante unos militares en Guaviare el 5 de mayo. Pocos sabían de su secuestro y ahora todos sabían de su hazaña. Era uno de los militares que cayeron presos de las Farc en la toma de Mitú en 1998 y que 17 días atrás se había volado en un momento de descuido de los guerrilleros que lo cuidaban.

Con Pinchao llegaron noticias. Años y años sin pruebas de supervivencia hacían especular a ciudadanos y gobiernos, con la vida o la muerte de los plagiados. Pinchao contó detalles a las familias y al país sobre lo que allí dentro se vivía, y su testimonio dio la vuelta al mundo. Era el enviado de la suerte que traía un mensaje conmovedor que pronto fue utilizado por el gobierno para alimentar su política exterior, que para ese momento ya conducía Fernando Araújo como canciller.

¡Qué año!; Que vida!; ¡Qué país! dirán los secuestrados ahora en diciembre, al recordar estos momentos. Un año doloroso y descarnado que termina con el mismo panorama para ellos y con un panorama revolucionado para el gobierno, para Francia, para las familias y para el país que espera un milagro.

En su recuento, un lugar especial tendrán los tres meses de locura que significó la facilitación de Piedad Córdoba que iniciaron el 15 de agosto y terminaron el 20 de noviembre. La senadora liberal se convirtió de un momento a otro en una especie de Juana de Arco que de Estados Unidos iba a Caracas y más tarde a la selva, y volvía a Bogotá. Todo para encontrar un camino para ellos. En sus manos y en las del presidente Hugo Chávez alcanzó a estar montada su nueva ilusión. Pero la carrera se terminó antes de llegar a la meta y en un encontrón de razones entre el gobierno, Piedad y Chávez, ellos perdieron una vez más la partida.

Por todo esto es que Íngrid Betancourt dice en su carta que no cree en nada y que lo único que le interesa es saber de sus hijos. De Araújo a Pinchao y de ahí a Moncayo, a los diputados, y de los diputados a Piedad Córdoba y Chávez; luego al presidente francés, Nicolas Sarkozy, y de vuelta a la oscuridad. Pocos seres humanos aún creerían, sobre todo si este vaivén se repite año tras año, cinco, ocho o 10 veces.

Pero es su deber y el nuestro creer que el día llegará. Ellos, porque tienen que sobrevivir para dar el testimonio de este pedazo de la historia, y nosotros, porque un pueblo que no sea capaz de cambiar su destino, lo merece.