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“Vamos a lo desconocido”: bloque Oriental de las Farc

Los comandantes del bloque Oriental lideraron las más violentas ofensivas de las Farc en los últimos 20 años. Piensan que no hay motivos para pedir perdón, pero temen que los asesinen tras dejar las armas.

16 de abril de 2016

Son de la segunda generación de las Farc. Ambos llegaron a la guerrilla durante el proceso de paz de Belisario Betancur e hicieron parte de su expansión durante la tregua. Vieron nacer y morir a la Unión Patriótica. Tienen nítido el recuerdo de los bombardeos de Casa Verde, y se la jugaron toda por cercar a Bogotá para tomar el poder. También supieron que en El Caguán no alcanzarían la paz, y mordieron el polvo durante el Plan Patriota. Ahora, creen que de los hitos que han vivido en las Farc, este es el definitivo. ¿Cómo viven el proceso los mandos en el terreno? ¿Están dispuestos a dejar las armas? ¿Cumplirán los acuerdos? ¿Tienen capacidad política?

Kunta Kinte nació en Buenos Aires, Cauca, pero conoció a las Farc en Caquetá. De inmediato sintió que había encontrado su lugar. “Esta ha sido mi escuela”, dice. Sus camaradas lo bautizaron como al protagonista de Raíces, la serie de televisión inspirada en la lucha de un esclavo africano. “Caí en buenas manos”. Se refiere a que desde sus primeros días estuvo con Jorge Briceño, el Mono Jojoy. Kinte fue uno de sus más leales escuderos hasta su muerte.

En la misma época se incorporaba Byron. En su caso, ser guerrillero era casi inevitable. Su padre, Gerardo González, fue un reconocido líder agrario del Sumapaz, miembro del Comité Central del Partido Comunista y fundador de Fensuagro. “Crecer en una familia comunista es tener una visión diferente al común de la gente. Mi papá era ateo. Aprendimos a leer en el periódico ‘Voz’”, dice con un dejo de orgullo. Militó en la Juventud Comunista, como casi toda la dirigencia de las Farc, y como casi todos ellos, abandonó sus estudios para tomar las armas.

A finales de los ochenta ambos hicieron parte de la fundación del bloque Oriental, bajo Jojoy, Timochenko y Pastor Alape. Este se convertiría en uno de los teatros más importantes para las Farc, epicentro de batallas definitivas. Se puede decir que en sus territorios se definió la guerra y la paz. El hito más importante de sus primeros años fue el bombardeo a Casa Verde, en La Uribe, Meta, durante el gobierno de César Gaviria. Byron recuerda que el ministro de Defensa Rafael Pardo “salió a decir que en 18 meses nos tenía terminados. Eso elevó nuestra moral”. En 1993, las Farc decidieron que para la toma del poder necesitaban llegar a Bogotá y le entregaron a este bloque la misión de rodear la capital. Tarea que intentaron a sangre y fuego.

Kinte lleva un arma con mira telescópica. Aunque ha estado en la primera línea de fuego, no se considera amigo de la guerra. “Nadie entiende el lenguaje de las armas”. Admite estar cansado. Porque así como ellos han borrado muchos límites en la guerra, también han sentido el peso arrasador del fuego enemigo. “Los bombardeos son una desproporción”, reconoce Byron. El peor de los que ha vivido ocurrió en Vista Hermosa, Meta, cuando fue atacado su campamento. En total murieron 26 de sus compañeros. Una carnicería. Kinte se revuelve un poco en su silla de madera, con aspecto de trono, para hablar del dolor. Recuerda a Yeimi, la mujer con la que convivió durante diez años. “La emboscaron y la destrozaron. Lloré de ira”.

La historia de cómo fue la guerra desde la ruptura de El Caguán hasta la muerte del Mono Jojoy aún está por escribirse. Los centenares de cuerpos sin identificar en los cementerios del Meta y Caquetá testimonian las batallas. Hay decenas de combatientes enterrados en la montaña cuyos cuerpos será imposible encontrar porque el terreno cambia con los años. “La vida se nos fue en la guerra construyendo una visión de sociedad. Pero a través de la guerra no logramos ese objetivo del poder. Hemos madurado para entender que es necesario encontrar la paz”, dice Byron con cierta nostalgia. El objetivo estratégico sigue siendo llegar a Bogotá, pero sin armas. Sin combinación de las formas de lucha.

Como comandantes de frentes y bloques que han sido, Byron y Kunta Kinte cargan sobre sus hombros un pasado de hierro. No ignoran ser potenciales destinatarios de la justicia transicional. ¿Les gusta el acuerdo pactado en La Habana? “¿Por qué vamos a sentir miedo de decir la verdad si somos los menos responsables de lo pasado?”, dice Kinte. En las Farc se repite como un mantra que el Estado los obligó a empuñar las armas. Y que si hubo crímenes atroces, todo lo explica el conflicto armado. “Lo que pasó, pasó en la guerra. Hubo dificultades y hay que hablarlo con las víctimas. Vamos a contar toda la verdad”, dice Byron.

Sin embargo, la historia del bloque Oriental no ha sido solo de batallas. Las Farc destruyeron pueblos enteros con cilindros, especialmente en Cundinamarca y Meta. En la Unidad de Contexto de la Fiscalía reposan expedientes de 44 tomas. Byron cavila al hablar de los pueblos destruidos. “Si volviera a vivir preferiría que esas cosas no ocurrieran. Estábamos en pleno aprendizaje sobre el armamento popular. Sí, algunas cosas de esas las miro críticamente”. También admite con amargura que las matanzas de concejales y políticos en Huila y Caquetá fueron errores.

Los dos temas más difíciles son los menores en la guerra y los secuestros. Según la Fiscalía, este bloque reclutó a 7.867 niños y niñas. Durante El Caguán ingresaron masivamente. “Si a mí me tienen que ahorcar porque como comandante recogí a un muchacho atropellado por la violencia, pues que me ahorquen. Y si nos toca poner la cara por eso la vamos a poner”, dice Kinte, enfático. El secuestro es más espinoso aún. Al bloque se le atribuyen 2.818 de militares y políticos, y las llamadas pescas milagrosas. Los secuestrados sufrieron tratos crueles, cercados por alambres de púas y a veces encadenados. “Puede haber algún ejemplo de exceso con los prisioneros. Pero no una política o un plan”, riposta Kinte.

El narcotráfico enciende las alertas cuando se menciona. Este bloque tiene sobre sus hombros 11 procesos y una sentencia condenatoria. Byron revira: “Aquí no hay un solo cristalizadero”. La Fiscalía en un documento interno reconoce que en esta área hay más cultivo que procesamiento o tráfico. “No pertenecemos a la mafia, solo cobramos un impuesto”. Aseguran que el punto de los acuerdos sobre las drogas será de fácil aplicación en este territorio si el gobierno cumple los programas para los campesinos. Pero ¿y los traficantes que compran la pasta? ¿Contribuirán a desmontar sus redes? La respuesta, por ahora, es no. “Ellos vienen compran y se van. ¿Para dónde? La Policía sí sabe”.

La vida en la civil

La extorsión está disparada en Caquetá y Meta. Por eso muchos se preguntan si los comandantes de este bloque están ampliando sus arcas, o dudan si serán capaces de vivir con poco dinero, como cualquier colombiano. “Con un presupuesto muy pequeño podemos sobrevivir. Los revolucionarios no necesitamos de bienes suntuarios…”, dice Kinte. Tanto él como Byron tienen puestas sus esperanzas en que los “terrepaz” serán sus lugares de trabajo. Pero ¿cómo se los imaginan? “El gobierno está diseñando un plan para meternos en las profundidades de la selva. Pero nosotros no vamos a quedarnos en una tierra inerte. Vamos para donde hay población” , dice Kunta. Byron no escatima en imaginación. Cree que el futuro de los Llanos del Yarí está en la agroindustria. Y le hace un guiño a Rafael Pardo, hoy ministro del Posconflicto: “Nos tocará hablar con él”. Sentarse con los adversarios sería una experiencia nueva. “Tenemos que dejar la parte mezquina, los odios y el revanchismo que nos ha tirado al abismo”, dice Kinte. Sin embargo, saben que la reconciliación está todavía muy lejos.

¿Saldría Kunta Kinte tranquilamente por las calles de San Vicente del Caguán o de Florencia? Lo piensa muy bien antes de responder. Se ríe y luego frunce el ceño. “Entramos a un mundo desconocido. Confiamos y desconfiamos al mismo tiempo”. Byron, por su parte, dice que vivirá donde el nuevo partido disponga. Está dispuesto a quedarse en los Llanos del Yarí o volver a Bogotá, de donde salió hace tres décadas. “Estos acuerdos tienen que garantizar que nunca más se van a utilizar las armas en la política”. Por eso insiste, el gobierno debe frenar a los paramilitares, cuya amenaza sigue latente.

Ambos se niegan a hablar de perdón, y a lo sumo dicen que hay que reconocer los errores o pedir disculpas. Pero son enfáticos en su compromiso de no repetición. Kinte cierra con una frase sentida: “Para mí lo primero es eso: no volver a esta guerra”.